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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Hermanos de armas (8 page)

BOOK: Hermanos de armas
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—¿Sabían que llevar armas es un delito criminal en esta jurisdicción?

Danio lo meditó.

—Mariquitas —comentó por fin.

—En cualquier caso —dijo Miles con firmeza—, voy a tener que recogerlas y llevarlas a la nave insignia.

Miles se asomó detrás del estante. El hombre que estaba en el suelo (Yalen, presumiblemente) tenía en las manos un enorme pedazo de acero adecuado para abrir a un ciervo entero, si llegaba a encontrar uno bramando por las calles metálicas y las aeropistas de Londres. Miles, tras pensárselo, se lo pidió.

—Entrégueme ese cuchillo, soldado Danio.

Danio soltó el arma de la tenaza de su camarada.

—Nooo… —dijo el que estaba en posición horizontal.

Miles respiró más tranquilo cuando tuvo las dos armas en las manos.

—Ahora, Danio… rápido, porque se están poniendo nerviosos ahí fuera… ¿Qué ha pasado aquí exactamente?

—Bueno, señor, estábamos celebrando una fiesta. Habíamos alquilado una habitación —señaló con la cabeza al portero medio desnudo que escuchaba cerca—. Nos quedamos sin suministros y vinimos aquí a comprar más, porque estaba cerquita. ¡Lo teníamos todo preparado y empaquetado, y entonces la zorra no quiso aceptar nuestro crédito! ¡Buen crédito dendarii!

—¿La zorra…? —Miles miró en derredor y más allá del desarmado Yalen. «Oh, dioses…» La empleada de la tienda, una mujer regordeta de mediana edad, yacía de costado en el suelo al otro lado del estante, amordazada, atada con la chaqueta del soldado desnudo y sus pantalones.

Miles desenfundó el cuchillo de monte y se acercó. La mujer emitió histéricos sonidos guturales.

—Yo de usted no la soltaría —advirtió el soldado desnudo—. Hace un montón de ruido.

Miles se detuvo y estudió a la mujer. Su pelo gris destacaba salvajemente, excepto allí donde lo tenía pegado al cuello y la frente por el sudor. Sus ojos aterrorizados giraron enloquecidos; se debatió contra las ligaduras.

—Mm.

Miles se guardó el cuchillo en el cinturón temporalmente. Leyó por fin el nombre del soldado desnudo en su uniforme, e hizo una desagradable conexión mental.

—Xaviera. Sí, ahora lo recuerdo. Se portó usted bien en Dagoola.

Xaviera se enderezó aún más.

Maldición. Se acabó su incipiente plan de entregar a todo el grupo a las autoridades locales y rezar para que estuvieran aún en la cárcel cuando la flota abandonara la órbita. ¿Podría separar de algún modo a Xaviera de sus indignos camaradas? Ay, parecía que todos estaban en aquello juntos.

—Así que ella no quiso aceptar sus tarjetas de crédito. Usted, Xaviera… ¿qué pasó a continuación?

—Er… se intercambiaron insultos, señor.

—¿Y?

—Los nervios se desbocaron un tanto. Se lanzaron botellas y cayeron al suelo. La mujer llamó a la policía. Recibió un puñetazo —Xaviera miró con cautela a Danio.

Miles captó la falta de protagonistas de toda la acción en la sintaxis de Xaviera.

—¿Y?

—Y la policía llegó. Y les dijimos que volaríamos el lugar en pedazos si trataban de entrar.

—¿Y tienen ustedes los medios para llevar a cabo esa amenaza, soldado Xaviera?

—No, señor. Fue todo un farol. Intentaba pensar… bueno, qué haría usted en esta situación, señor.

«Éste es demasiado observador. Aunque esté como una cuba», pensó Miles con amargura. Suspiró y se pasó las manos por el pelo.

—¿Por qué no quiso aceptar sus tarjetas de crédito? ¿No son las Universales Terrestres que les asignaron en el espaciopuerto? No intentarían colarle las que quedaron de Mahata Solaris, ¿no?

—No, señor —dijo Xaviera. Sacó su tarjeta para probarlo. Parecía en orden. Miles se volvió con intención de pasarla por la comuconsola del mostrador, sólo para descubrir que había sido hecha pedazos de un disparo. El agujero de bala de la placa estaba centrado con precisión y debía de haber sido considerado el tiro de gracia, aunque la comuconsola aún emitía leves ruiditos de vez en cuando. Miles añadió su precio a la factura que llevaba ya en mente, y dio un respingo.

—De hecho —Xaviera se aclaró la garganta—, fue la máquina la que la escupió, señor.

—No tendría que haber hecho eso —empezó a decir Miles—, a menos…

«A menos que suceda algo en la central de cuentas», pensó. Sintió la boca del estómago súbitamente helada.

—Lo comprobaré —prometió—. Mientras tanto, tenemos que acabar con este asunto y sacarlos de aquí sin que los policías locales los frían a tiros.

Danio señaló excitado la pistola que Miles empuñaba.

—Podríamos abrirnos paso por detrás. Echar a correr hacia el tubo más cercano.

Miles, momentáneamente sin habla, pensó en cargarse a Danio con su propia pistola. El hombre se salvó solamente porque Miles tuvo en cuenta que el retroceso podría romperle el brazo. Se había roto la mano derecha en Dagoola y el recuerdo del dolor estaba aún fresco.

—No, Danio —dijo Miles cuando pudo controlar su voz—. Vamos a salir tranquilamente… muy tranquilamente, por la puerta principal. Y nos vamos a rendir.

—Pero los dendarii no se rinden nunca —dijo Xaviera.

—Esto no es una base de instrucción —dijo Miles con paciencia—. Es una licorería. O al menos lo era. Aún más, ni siquiera es nuestra licorería. —«Aunque sin duda me veré obligado a comprarla.»—. Piensen en los policías de Londres no como en sus enemigos, sino como en sus mejores amigos. Lo son, ¿saben? Porque —miró fríamente a Xaviera—, hasta que ellos acaben con ustedes, yo no podré empezar.

—Ah —dijo Xaviera, sometido por fin. Tocó a Danio en el brazo—. Sí. Tal vez… tal vez será mejor que dejemos que el almirante nos lleve a casa, ¿eh, Danio?

Xaviera puso en pie al ex propietario del cuchillo de monte. Tras pensarlo un momento, Miles se situó silenciosamente detrás del de los ojos rojos, sacó su aturdidor de bolsillo y le disparó una ligera descarga en la base del cráneo. El de los ojos rojos se desplomó de lado. Miles rezó para que aquel estímulo final no le provocara un shock traumático. Sólo Dios sabía qué cóctel químico llevaba encima, pero seguro que no era de alcohol solamente.

—Cójalo por la cabeza —ordenó Miles a Danio—, y usted, Yalen, por los pies.

De esa forma, los tres quedaban inmovilizados de forma muy efectiva.

—Xaviera, abra la puerta, ponga las manos sobre la cabeza y camine, sin correr, hasta el lugar donde se entregará para que lo arresten. Danio, sígalo. Es una orden.

—Ojalá tuviéramos al resto de la tropa —murmuró Danio.

—La única tropa que necesitan es una tropa de expertos legales —dijo Miles. Miró a Xaviera y suspiró—. Les enviaré una.

—Gracias, señor —contestó Xaviera, y avanzó con solemnidad. Miles cubrió la retaguardia, apretando la mandíbula.

Parpadeó ante la luz de la calle. Su pequeña patrulla cayó en los brazos de los policías que esperaban. Danio no luchó cuando empezaron a esposarlo, aunque Miles sólo se relajó cuando vio que conectaban por fin el campo de maraña. El comisario de policía se acercó, tomando aire para hablar.

Un suave ¡foomp! surgió de la puerta de la licorería. Llamas azules lamieron la acera.

Miles gritó, se dio la vuelta y corrió como un loco tomando una gran bocanada de aire. Atravesó las puertas de la licorería, se zambulló en la oscuridad y sorteó el mostrador. La alfombra empapada de alcohol estaba ardiendo; las llamas, como cortinas de trigo dorado, corrían alocadamente tras el humo. El fuego avanzaba hacia la mujer atada en el suelo. Al cabo de un instante su pelo sería un terrible halo…

Miles se abalanzó hacia ella, se la cargó al hombro, luchó por ponerse en pie. Habría jurado que notaba sus huesos combarse. La mujer pataleó, sin colaborar para nada. Miles caminó dando tumbos hacia la salida, brillante como la boca de un túnel, como la puerta de la vida. Sus pulmones latían, buscando oxígeno contra sus labios cerrados. Tiempo total, once segundos.

Al duodécimo segundo, la habitación que dejaban atrás se iluminó, rugiendo. Miles y su carga cayeron a la acera; mientras las llamas les lamían las ropas, ellos rodaban una y otra vez. La gente chillaba y gritaba desde una distancia indeterminada. El tejido del uniforme dendarii, preparado para el combate, ni se derretiría ni ardería, pero seguía siendo una mecha apetecible para los líquidos volátiles que lo manchaban. El efecto era terriblemente espectacular. Pero la ropa de la pobre empleada no constituía la misma protección…

Miles se atragantó con la andanada de espuma con la que los roció el bombero que había saltado dispuesto a intervenir. Debía de haber estado esperando este momento. La policía de aspecto asustado aferraba ansiosa su rifle de plasma, completamente sobrante ahora. La espuma del extintor era como la de la cerveza, aunque no sabía tan bien. Miles escupió los asquerosos productos químicos y permaneció tendido un instante, jadeando. Dios, qué bueno era el aire. Nadie lo alababa lo suficiente.

—¡Una bomba! —gritó el comandante de policía.

Miles se tumbó de espaldas, apreciando la rendija de cielo azul que le mostraban sus ojos, milagrosamente nítidos, ilesos, sin quemaduras.

—No —jadeó tristemente—, coñac. Montones de botellas de coñac carísimo. Y alcohol barato. Probablemente prendido por un cortocircuito de la comuconsola.

Se apartó para dejar paso a los bomberos ataviados de blanco. Uno de ellos lo ayudó a ponerse en pie y lo alejó del edificio en llamas. Se quedó mirando a una persona que le apuntaba con una pieza de equipo que le pareció, durante un confuso momento, un cañón de microondas. El arrebato de adrenalina lo barrió sin efecto, no le quedaba capacidad de respuesta. La persona le farfullaba. Miles parpadeó, aturdido, y el cañón de microondas se convirtió en una cámara de holovid.

Deseó que hubiera sido un cañón de verdad…

La empleada de la licorería, liberada por fin, le señalaba y gritaba y chillaba. Para ser alguien a quien acababan de salvar de una muerte horrible, no parecía muy agradecida. El holovid la enfocó un instante, hasta que el personal de la ambulancia se la llevó. Miles supuso que le suministrarían un sedante. Se la imaginó llegando a casa esa noche, con su marido y sus hijos… «¿Y cómo te ha ido el trabajo en la tienda hoy, querida…?» Se preguntó si aceptaría dinero por su silencio y, si era así, cuánto.

Dinero, oh, Dios…

—¡Miles! —la voz de Elli Quinn por encima de su hombro le hizo dar un salto—. ¿Lo tienes todo bajo control?

En el tubo que los conducía al espaciopuerto de Londres, la gente se los quedaba mirando. Miles, al verse en una pared de espejo mientras Elli compraba los billetes, no se sorprendió. El elegante y atildado lord Vorkosigan que había visto por última vez mirándolo antes de la recepción de la embajada se había transmutado, como un hombre lobo, en un monstruito degradado. Su uniforme mojado, chamuscado y arrugado estaba salpicado de pequeños trocitos de espuma seca. La pechera blanca de su chaquetilla estaba sucia. Tenía la cara tiznada, la voz cascada, los ojos rojos y fieros por la irritación causada por el humo. Apestaba a humo y sudor y licor, sobre todo a licor. Se había revolcado en él, después de todo. La gente que se les acercaba en la cola captaba una vaharada y se apartaba. Los policías, gracias a Dios, se habían quedado con la pistola y el cuchillo, requisados como pruebas. Con todo, Elli y él tenían el vagón burbuja para ellos solos.

Miles se hundió en su asiento con un gruñido.

—Vaya guardaespaldas que eres —le dijo a Elli—. ¿Por qué no me protegiste de esa entrevistadora?

—No intentaba dispararte. Además, acababa de llegar. No podía decirle lo que había sucedido.

—Pero eres mucho más fotogénica. Habría mejorado la imagen de la Flota Dendarii.

—Los holovids me dejan muda. Pero tú parecías bastante tranquilo.

—Intentaba restarle importancia. «Los muchachos siempre serán muchachos», ríe el almirante Naismith, mientras al fondo sus soldados queman Londres…

Elli sonrió.

—Además, no estaban interesados en mí. No fui yo el héroe que se abalanzó hacia un edificio en llamas… por los dioses, cuando saliste rodando de ese incendio…

—¿Lo viste? —Miles se animó un poquitín—. ¿Salió bien en las tomas largas? Tal vez compense lo de Danio y su alegre pandilla en la mente de nuestra ciudad anfitriona.

—Resultaba aterrador —ella se estremeció—. Me sorprende que no tengas quemaduras graves.

Miles alzó las cejas chamuscadas y se metió la mano izquierda quemada bajo el brazo derecho.

—No ha sido nada. Ropa protectora. Me alegro de que no todo nuestro equipo tenga defectos de diseño.

—No sé. Si he de serte sincera, me da miedo el fuego desde… —se tocó la cara con la mano.

—Es lógico. Se encargaron de todo el asunto mis reflejos espinales. Cuando mi cerebro por fin controló el cuerpo, todo se había acabado, y empecé a temblar. He visto unos cuantos incendios, en combate. No pensé más que en correr, porque cuando los incendios alcanzan cierto punto se extienden rápido.

Miles se abstuvo de confesar sus otras preocupaciones sobre los aspectos de seguridad de aquella maldita entrevista. Ya era demasiado tarde, aunque su imaginación jugueteaba con la idea de una incursión dendarii secreta a Euronews Network para destruir el disco vid. Tal vez estallara la guerra, o se estrellara una lanzadera, o en el Gobierno hubiera un grave escándalo sexual y todo el incidente de la licorería fuera archivado en las prisas por cubrir las otras noticias. Además, los cetagandanos sin duda sabían ya que el almirante Naismith había sido visto en la Tierra. Desaparecía muy pronto para volver a ser lord Vorkosigan, quizá permanentemente esta vez.

Miles salió del tubo agarrándose la espalda.

—¿Los huesos? —preguntó Elli, preocupada—. ¿Le ha pasado algo a tu columna?

—No estoy seguro —él avanzó junto a ella, bastante encorvado—. Espasmos musculares… esa pobre mujer debía de ser más gorda de lo que me pareció. La adrenalina te engaña…

No se sentía mejor cuando su pequeña lanzadera de personal amarró en la
Triumph
, la nave insignia dendarii en órbita. Elli insistió en visitar la enfermería.

—Tirón muscular —dijo fríamente la cirujana después de examinarlo—. Guarde cama una semana.

Miles hizo falsas promesas y salió aferrando un frasco de píldoras con la mano vendada. Estaba bastante seguro de que el diagnóstico de la cirujana era correcto, pues el dolor remitía ahora que se hallaba a bordo de su propia nave. Podía sentir la tensión de su cuello ceder por fin, y esperaba que continuara menguando. Empezaba a librarse de la subida de adrenalina también. Era mejor zanjar aquel asunto allí, mientras aún podía caminar y hablar al mismo tiempo.

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