Read Hermanos de armas Online

Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Hermanos de armas (5 page)

BOOK: Hermanos de armas
2.32Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Hola, Miles —dijo Ivan—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Podría preguntarte lo mismo.

—Soy segundo agregado militar. Me destinaron aquí para que adquiera cultura, supongo. La Tierra, ya sabes.

—Oh —dijo Galeni, torciendo hacia arriba una comisura de los labios—, para eso estás aquí. Me lo andaba preguntando.

Ivan sonrió mansamente.

—¿Cómo va la vida con los irregulares últimamente? —le preguntó a Miles—. ¿Sigues saliéndote con la tuya con el truquito del almirante Naismith?

—A duras penas —dijo Miles—. Los dendarii me acompañan. Están en órbita —apuntó con el dedo hacia arriba—, comiéndose las uñas mientras hablamos.

Galeni puso cara de haber mordido un limón.

—¿Conoce todo el mundo esta operación encubierta menos yo? Usted, Vorpatril… ¡sé que su acceso de Seguridad no es más alto que el mío!

Ivan se encogió de hombros.

—Un encuentro previo. Es de la familia.

—Maldita red de poder Vor —murmuró Galeni.

—Oh —dijo Elli Quinn cayendo en la cuenta de repente—, ¡éste es tu primo Ivan! Siempre me había preguntado qué aspecto tendría.

Ivan, que le había estado lanzando miraditas desde que entrara en la habitación, le prestó toda su atención con la temblorosa tensión de un perro perdiguero. Sonrió encantador y se inclinó sobre la mano de Elli.

—Encantado de conocerla, milady. Los dendarii deben de estar mejorando, si es usted una muestra de ellos. La más hermosa, sin duda.

Elli recuperó su mano.

—Nos conocemos.

—Seguro que no. No podría olvidar ese rostro.

—No tenía esta cara. «Una cabeza como una cebolla», fue la forma en que lo definió usted, que yo recuerde —sus ojos chispearon—. Como estaba ciega en ese momento, no tenía ni idea de qué aspecto tenía la prótesis de plastipiel. Hasta que usted me lo dijo. Miles nunca lo mencionó.

La sonrisa de Ivan se había vuelto fláccida.

—Ah. La dama con las quemaduras de plasma.

Miles sonrió y se acercó un poquito a Elli, que colocó posesivamente la mano sobre el brazo que le ofrecía y le dirigió a Ivan una fría sonrisa de samurai. Ivan, tratando de morir con dignidad, miró al capitán Galeni.

—Ya que se conocen mutuamente, teniente Vorkosigan, he asignado al teniente Vorpatril para que le oriente sobre la embajada y sobre sus deberes aquí —dijo Galeni—. Vor o no Vor, mientras esté en la nómina del Emperador, bien podría serle de alguna utilidad. Confío en que llegue pronto la clarificación de su estatus.

—Confío en que la nómina de los dendarii llegue igualmente pronto —dijo Miles.

—Su mercenaria… guardaespaldas, puede regresar a su puesto. Si por algún motivo necesita abandonar el complejo de la embajada, le asignaré a uno de mis hombres.

—Sí, señor —suspiró Miles—. Pero sigo necesitando contactar con los dendarii, por si se produce una emergencia.

—Me encargaré de que la comandante Quinn reciba un enlace comunicador seguro cuando se marche. De hecho —tocó su comuconsola—, ¿sargento Barth?

—¿Sí, señor? —respondió una voz.

—¿Tiene preparado ya ese comunicador?

—Acabo de terminar de codificarlo, señor.

—Bien, tráigalo a mi despacho.

Barth, todavía de civil, apareció en cuestión de segundos. Galeni acompañó a Elli a la salida.

—El sargento Barth la escoltará fuera de la embajada, comandante Quinn.

Ella miró por encima del hombro a Miles, que le esbozó un saludo tranquilizador.

—¿Qué les digo a los dendarii? —preguntó.

—Diles… diles que sus fondos vienen de camino —respondió Miles. Las puertas se cerraron con un susurro, eclipsándola.

Galeni regresó a la comuconsola, que parpadeaba para llamar su atención.

—Vorpatril, por favor, encárguese de que su primo se libre de ese… disfraz, y de que llevar un uniforme adecuado sea la principal prioridad.

«¿Le asusta el almirante Naismith… sólo un poco, señor?», se preguntó Miles, irritado.

—El uniforme dendarii es tan auténtico como el suyo propio, señor.

Galeni se lo quedó mirando desde el otro lado de su mesa destellante.

—No puedo saberlo, teniente. Mi padre sólo pudo comprarme soldaditos de juguete cuando yo era niño. Pueden retirarse.

Miles, ardiendo, esperó a que las puertas se hubieran cerrado tras ellos antes de quitarse la chaqueta gris y blanca y arrojarla al suelo del pasillo.

—¡Disfraz! ¡Soldaditos de juguete! ¡Creo que voy a matar a ese komarrés hijo de puta!

—Oh —dijo Ivan—. Sí que estamos quisquillosos hoy.

—¡Has oído lo que ha dicho!

—Sí, claro… Galeni tiene razón. Un poco de regulación nunca viene mal. Hay una docena de pequeños puestos de mercenarios dispersos por todos los rincones del nexo de agujero de gusano. Algunos de ellos hacen equilibrios entre lo legal y lo ilegal. ¿Cómo puede saber que tus dendarii no están a un paso de convertirse en secuestradores?

Miles recogió la chaquetilla del uniforme, la sacudió y la dobló cuidadosamente sobre su brazo.

—Ja.

—Vamos —dijo Ivan—. Te llevaré a intendencia y te buscaré un traje más de tu gusto.

—¿Tienen algo de mi tamaño?

—Hacen un mapa-láser de tu cuerpo y confeccionan las prendas una a una, todo controlado por ordenador, igual que ese pirata carero al que acudes en Vorbarr Sultana. Esto es la Tierra, hijo.

—Mi hombre en Barrayar lleva diez años confeccionándome la ropa. Tiene algunos trucos que no están en el ordenador… Bueno, supongo que sobreviviré. ¿Puede fabricar la embajada ropa civil?

Ivan hizo una mueca.

—Si tus gustos son conservadores. Pero si quieres algo de moda para asombrar a las chicas locales, debes ir a otro sitio.

—Con Galeni como carabina, tengo la impresión de que no voy a poder ir muy lejos —suspiró Miles—. Tendrá que valer.

Miles contempló la manga verde bosque de su uniforme de gala barrayarés, alisó el puño y alzó la barbilla para acomodar mejor la cabeza al cuello alto. Casi había olvidado lo incómodo que era aquel maldito cuello. Por delante, los rectángulos rojos de su rango de teniente se le clavaban en la mandíbula; por detrás, se le enganchaba en el pelo, aún sin cortar. Y las botas le daban calor. El hueso del pie izquierdo que se había roto en Dagoola aún le dolía, incluso después de que lo hubieran vuelto a romper, enderezado y tratado con estimulación eléctrica.

Con todo, el uniforme verde era su hogar. Su auténtico yo. Tal vez fuera el momento de tomarse unas vacaciones del almirante Naismith y sus intratables responsabilidades, hora de recordar los problemas más razonables del teniente Vorkosigan cuya única tarea era ahora aprender los procedimientos de una pequeña oficina y soportar a Ivan Vorpatril. Los dendarii no le necesitaban para dirigir su descanso y el rutinario avituallamiento, ni podría haber preparado una desaparición más segura y concienzuda para el almirante Naismith.

El destino de Ivan era una diminuta habitación sin ventanas situada en las entrañas de la embajada; su tarea: suministrar cientos de discos de datos a un ordenador seguro que los concentraba en resúmenes semanales de la situación de la Tierra para enviarlos al jefe Illyan y al personal general de Barrayar. Allí, supuso Miles, eran filtrados por ordenador con cientos de otros informes similares para crear la visión del universo que tenía Barrayar. Miles esperaba fervientemente que Ivan no estuviera anotando kilovatios y megavatios en la misma columna.

—Con diferencia, el grueso de este material consiste en estadísticas públicas —explicaba Ivan, sentado ante su consola y con aspecto complacido—. Variaciones de población, cifras de producción agrícola e industrial, los presupuestos militares publicados de las diversas facciones políticas. El ordenador los calibra de dieciséis formas distintas y llama la atención cuando no encajan. Como en su origen también hay ordenadores, esto no sucede demasiado a menudo… todas las mentiras son coladas antes de que lleguen a nosotros, dice Galeni. Más importante para Barrayar son los informes de movimiento de las naves que entran y salen del espacio local terrestre.

»Luego tenemos material más interesante, auténtico trabajo de espías. Hay varios centenares de personas en la Tierra a quienes esta embajada intenta seguir la pista, por una razón de seguridad u otra. Uno de los grupos mayores es el de los expatriados komarreses rebeldes.

Un gesto con la mano, y docenas de rostros se sucedieron sobre la placa vid.

—¿Ah, sí? —dijo Miles, interesado a su pesar—. ¿Tiene Galeni contactos secretos con ellos y cosas así? ¿Por eso lo han destinado aquí? Doble agente… triple agente.

—Qué más quisiera Illyan —respondió Ivan—. Por lo que sé, consideran a Galeni un apestado. Un colaborador maligno con los opresores imperialistas y todo eso.

—Sin duda no supondrán una gran amenaza para Barrayar a estas alturas y esta distancia. Refugiados…

—Algunos fueron los refugiados listos, te lo advierto, los que sacaron su dinero antes de que la cosa estallara. Algunos tuvieron relación con la financiación de la revuelta komarresa durante la Regencia… la mayoría son ahora mucho más pobres. Viejos además. Otra media generación, si la política de integración de tu padre funciona, y habrán perdido por completo el impulso; eso dice el capitán Galeni.

Ivan cogió otro disco de datos.

—Y finalmente llegamos a la auténtica patata caliente, que es seguir la pista de lo que hacen las otras embajadas. Como la cetagandana.

—Espero que estén en el otro lado del planeta —dijo Miles con toda sinceridad.

—No, la mayoría de las embajadas y los consulados galácticos están concentrados aquí, en Londres. Eso hace que vigilarnos unos a otros resulte mucho más cómodo.

—Dioses —gimió Miles—, no me digas que están al otro lado de la calle o algo por el estilo.

Ivan sonrió.

—Casi. Están a unos dos kilómetros de distancia. Asistimos mucho a las recepciones mutuas, para practicar nuestras habilidades sinuosas, y jugar al sé-que-sabes-que-sé.

Miles se sentó, hiperventilando un poco.

—Oh, mierda.

—¿Qué te pasa, primito?

—Esa gente está intentando matarme.

—No, hombre, no. Empezarían una guerra. Ahora mismo estamos en paz, más o menos, ¿recuerdas?

—Bueno, intentan matar al almirante Naismith, al menos.

—Que desapareció ayer.

—Sí, pero… uno de los motivos por los que toda la cortina de humo de los dendarii ha aguantado tanto tiempo es la distancia. El almirante Naismith y el teniente Vorkosigan nunca aparecen a menos de cientos de años luz el uno del otro. Nunca hemos sido atrapados en el mismo planeta juntos, mucho menos en la misma ciudad.

—Mientras dejes tu uniforme dendarii en mi armario, ¿quién va a hacer la conexión?

—Ivan, ¿cuántos jorobados de metro y medio, morenos y de ojos grises puede haber en este maldito planeta? ¿Crees que aquí se tropieza uno con enanos deformes a cada esquina?

—En un planeta de nueve mil millones de habitantes tiene que haber al menos seis. ¡Cálmate! —Ivan hizo una pausa—. Sabes, es la primera vez que te oigo emplear esa palabra.

—¿Qué palabra?

—Jorobado. En realidad no lo eres.

Ivan lo miró con amistosa preocupación.

Miles cerró el puño, lo abrió con gesto de desdén.

—Volvamos a los cetagandanos. Si tienen a alguien haciendo lo mismo que haces tú…

Ivan asintió.

—Lo conozco. Se llama ghem-teniente Tabor.

—Entonces saben que los dendarii están aquí, y saben que el almirante Naismith ha sido visto. Probablemente tienen una lista de todas las órdenes de compra que hemos introducido en la red de comunicación… o la tendrán pronto, cuando le presten atención. Están en guardia.

—Quizá lo estén, pero no pueden recibir órdenes de arriba más rápido que nosotros —razonó Ivan—. Y en cualquier caso, van faltos de gente. Nuestro personal de seguridad es cuatro veces superior al suyo, gracias a los komarreses. Quiero decir que esto puede ser la Tierra, pero sigue siendo una embajada menor, aún más para ellos que para nosotros. No temas —adoptó una pose en su asiento, la mano sobre el pecho—, el primo Ivan te protegerá.

—Eso no es ninguna garantía —murmuró Miles.

Ivan sonrió por el sarcasmo y volvió a su trabajo.

El día se arrastró interminablemente en la habitación tranquila e inamovible. Su claustrofobia, descubrió Miles, estaba mucho más desarrollada de lo que solía. Asimiló las lecciones de Ivan y caminó de pared a pared entre tanto.

—Podrías hacer eso el doble de rápido, ¿sabes? —observó Miles, señalando su análisis de datos.

—Pero entonces habría acabado justo después de almorzar y no tendría nada más que hacer.

—Sin duda Galeni te encontraría algo.

—Eso es lo que me temo —dijo Ivan—. El cambio de turno llegará pronto. Luego nos vamos de parranda.

—No, luego tú te vas de parranda. Yo me voy a mi habitación, como me han ordenado. Tal vez pueda recuperar el sueño, por fin.

—Eso es, piensa en positivo —dijo Ivan—. Entrenaré contigo en el gimnasio de la embajada, si quieres. No tienes buen aspecto, ¿sabes? Pálido y, um… pálido.

«Viejo —se dijo Miles—, es la palabra que acabas de evitar.» Contempló la imagen distorsionada de su rostro en el cromado de la consola. ¿Tan mal?

Ivan se golpeó el pecho.

—El ejercicio te sentará bien.

—Sin duda —murmuró Miles.

Los días adoptaron rápidamente una pauta monótona. Ivan lo despertaba en la habitación que compartían. Miles hacía un poco de ejercicio en el gimnasio, se duchaba, desayunaba y acudía a trabajar a la sala de datos. Empezaba a preguntarse si le permitirían volver a ver la maravillosa luz solar de la Tierra. Al cabo de tres días, Miles le quitó a Ivan el trabajo del ordenador y empezó a terminarlo a mediodía con el fin de disponer al menos de las horas de tarde para leer y estudiar. Devoró los procedimientos de la embajada y de seguridad, historia terrestre, noticias galácticas. Más tarde, se agotaban en el gimnasio otra vez. Las noches en que Ivan no salía, Miles veía dramas de vid con él; las noches en que salía, leía guías de viaje de todos los lugares de interés que no le permitían visitar.

Elli informaba diariamente por el enlace seguro de la situación de la Flota Dendarii, todavía en órbita. Miles, a solas con el enlace, se sentía cada vez más ansioso de aquella voz externa. Los informes de ella eran sucintos. Pero después pasaban a charlas sin importancia, ya que a Miles le resultaba cada vez más difícil cortar la comunicación, y Elli nunca le colgó. Miles fantaseó con cortejarla en su propia personalidad: ¿aceptaría una comandante una cita de un simple teniente? ¿Le gustaría siquiera lord Vorkosigan? ¿Le dejaría Galeni alguna vez abandonar el complejo de la embajada para averiguarlo?

BOOK: Hermanos de armas
2.32Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Fall to Pieces by Naidoo, Vahini
A Kind Of Magic by Grant, Donna
Deborah Camp by To Seduce andDefend
The Lincoln Myth by Steve Berry
Wish Upon a Star by Jim Cangany
A Bride in Store by Melissa Jagears
Bitten Too by Violet Heart
Rev It Up by Julie Ann Walker
Strange Flesh by Olson, Michael