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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Hermanos de armas (3 page)

BOOK: Hermanos de armas
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Tung mencionó el precio en créditos federales. Miles los tradujo mentalmente a marcos imperiales barrayareses, y rechinó un poquito por dentro.

Tung sonrió secamente.

—Sí. A menos que quieras renunciar a esa reparación. Es igual a todo lo demás junto.

Miles sacudió la cabeza, hizo una mueca.

—Hay un montón de personas en el universo a quienes me gustaría traicionar, pero mis heridos no se cuentan entre ellas.

—Gracias —dijo Tung—. Estoy de acuerdo. Me dispongo a abandonar este lugar. Lo último que tengo que hacer es firmar un documento aceptando la responsabilidad personal por la tarifa. ¿Estás seguro de que podremos cobrar aquí lo que nos deben por la operación de Dagoola?

—De eso voy a ocuparme a continuación —prometió Miles—. Ve y firma, yo me encargaré.

—Muy bien, señor —dijo Tung—. ¿Podré disfrutar de mi permiso después?

Tung el terrestre, el único terrestre que Miles había conocido… lo cual probablemente explicaba los inconscientes sentimientos favorables que tenía sobre ese lugar, reflexionó.

—¿Cuánto tiempo te debemos ya, Ky, un año y medio?

«Paga incluida, ay», añadió una vocecita interior, que reprimió por considerarla indigna.

—Puedes disfrutar de todo lo que quieras.

—Gracias —el rostro de Tung se suavizó—. Acabo de hablar con mi hija. ¡Tengo un nieto!

—Enhorabuena —lo felicitó Miles—. ¿El primero?

—Sí.

—Adelante, pues. Si sucede algo, nosotros nos encargaremos. Sólo eres indispensable en combate, ¿eh? Uh… ¿Dónde estarás?

—En casa de mi hermana. En Brasil. Tengo cuatrocientos primos allí.

—Brasil, bien. De acuerdo —¿dónde demonios estaba Brasil?—. Que lo pases bien.

—Lo haré.

El semisaludo de despedida de Tung fue decididamente etéreo. Su rostro desapareció del vid.

—Maldición —suspiró Miles—. Lamento perderlo incluso para un permiso. Bueno, se lo merece.

Elli se inclinó sobre el respaldo de la silla de su comuconsola, con un suspiro que apenas sacudió el pelo oscuro y los oscuros pensamientos de Miles.

—¿Puedo sugerir que no es el único oficial veterano a quien le vendría bien un poco de tiempo libre? Incluso tú necesitas aliviar el estrés de vez en cuando. Y también te hirieron.

—¿Me hirieron? —la tensión le atenazó la mandíbula—. Oh, los huesos. Los huesos rotos no cuentan. He tenido los huesos quebradizos toda la vida. Sólo he de resistir la tentación de jugar a oficial de campo. El lugar adecuado para mi culo es una bonita silla acolchada en una sala de tácticas, no en primera línea. Si hubiera sabido con antelación que Dagoola iba a ser tan… físico, habría enviado a otro como prisionero de guerra falso. De todas formas, ahí lo tienes. He tenido mi permiso en la enfermería.

—Y luego te pasaste un mes deambulando como un criocadáver calentado en un microondas. Cuando entraste en la sala fue como si la visitara un muerto viviente.

—Dirigí el asunto de Dagoola por pura histeria. No puedes estar despierto tanto tiempo y no pagarlo después con un poco de cansancio. Al menos, yo no puedo.

—Mi impresión fue que había algo más.

Él se giró en la silla para dirigirle una mueca.

—¿Quieres dejarlo? Sí, perdimos a unos cuantos buenos hombres. No me gusta perder a la buena gente. Lloro lágrimas de verdad… ¡en privado, si no te importa!

Ella retrocedió, el gesto cambiado. Miles suavizó el tono de voz, profundamente avergonzado por su estallido.

—Lo siento, Elli. Sé que he estado muy irascible. La muerte de ese pobre prisionero que cayó de la lanzadera me afectó más de lo que… más de lo que tendría que haber permitido. Parece que no puedo…

—Me he pasado de la raya, señor.

El «señor» fue como una aguja que atravesara un muñeco vudú de sí mismo. Miles dio un respingo.

—En absoluto.

Bueno, bueno, bueno, de todas las idioteces que había hecho como almirante Naismith, ¿había establecido jamás una política explícita de no buscar intimidad física con nadie de su propia organización? Le pareció una buena idea en su momento. Tung la había aprobado. Tung era un abuelo, por el amor de Dios, probablemente las gónadas se le habían secado hacía años. Miles recordó cómo había esquivado el primer paso que Elli dio en su dirección. «Un buen oficial no va de compras al economato de la compañía», había explicado con amabilidad. ¿Por qué no le había dado ella un puñetazo en la boca por ser tan fatuo? Había soportado el insulto inintencionado sin comentarios, y nunca lo volvió a intentar. ¿Comprendió que Miles se refería a sí mismo, no a ella?

Cuando estaba con la flota durante periodos prolongados, solía enviarla en misiones especiales, de las cuales invariablemente regresaba con soberbios resultados. Ella había encabezado la avanzadilla a la Tierra, y había preparado a Kaymer y la mayoría de los otros suministradores para cuando la Flota Dendarii llegó a la órbita. Una buena oficial; después de Tung, probablemente la mejor. ¿Qué no daría él por zambullirse en ese esbelto cuerpo y perderse ahora? Demasiado tarde, había dejado pasar la ocasión.

Su boca de terciopelo se arrugó, burlona. Se encogió de hombros; como una hermana, quizás.

—No te daré más la lata. Pero al menos piénsatelo. Creo que nunca he visto a un ser humano que necesite relajarse más que tú ahora.

Oh, Dios, vaya frase… ¿qué significaban exactamente esas palabras? Su pecho se tensó. ¿El comentario de un camarada, o una invitación? Si era un mero comentario, y él lo confundía con lo segundo, ¿pensaría que contaba con sus favores sexuales? En caso contrario, ¿se sentiría insultada de nuevo y no le dirigiría la palabra en los años venideros? Miles sonrió, lleno de pánico.

—Cobrar —estalló—. Lo que necesito ahora mismo es cobrar, no descansar. Después de eso, después de eso… um, tal vez podemos ver algunos paisajes. Parece un auténtico crimen venir hasta aquí y no ver nada de la vieja Tierra, aunque sea por accidente. Se supone que he de tener a un guardaespaldas en todo momento mientras esté allá abajo, así que podríamos doblarlo.

Ella suspiró y se enderezó.

—Sí, el deber primero, por supuesto.

Sí, el deber primero. Y su siguiente deber era informar a los jefes del almirante Naismith. Después de eso, todos sus problemas se simplificarían enormemente.

Miles hubiese deseado haberse podido vestir de civil antes de embarcarse en aquella expedición. Su uniforme de almirante dendarii, gris y blanco, destacaba como una bengala en el centro comercial. Si al menos hubiese hecho que Elli se cambiara, habrían podido pasar por un soldado de permiso y su novia. Pero su ropa civil se había quedado olvidada varios planetas atrás… ¿la recuperaría alguna vez? Era cara y a medida, no como muestra de su condición social sino por necesidad.

Normalmente no tenía en cuenta las peculiaridades de su cuerpo: una cabeza enorme exagerada para un cuello corto que coronaba una espalda retorcida; todo reducido a una altura de menos de metro y medio, el legado de un accidente congénito. Pero nada resaltaba más sus defectos, según su opinión, que tratar de llevar ropa de alguien de estatura y hechura normales. «¿Estás seguro de que es el uniforme lo que destaca, muchacho? —pensó para sí—. ¿O estás jugando al escondite con tu cabeza otra vez? Déjalo.»

Volvió a prestar atención a su entorno. La ciudad espaciopuerto de Londres, un rompecabezas de casi dos milenios de estilos arquitectónicos contrapuestos, resultaba fascinante. La luz del sol de la tarde a través de las vidrieras de la arcada era de un color rico y sorprendente, sobrecogedor. Con eso le habría bastado para deducir que había regresado a su planeta ancestral. Tal vez más adelante tuviera la posibilidad de visitar más emplazamientos históricos, en una visita submarina al lago Los Ángeles o a Nueva York tras los grandes diques, por ejemplo.

Elli dio otra nerviosa ronda, observando a la multitud. Parecía improbable que los comandos de asalto cetagandanos escogieran ese lugar para aparecer, pero de todas formas Miles se alegraba de que ella estuviera alerta, pues le permitía sentirse cansado. «Puedes venir a buscar asesinos debajo de mi cama cuando quieras, encanto…»

—En cierto modo, me alegro de que acabáramos aquí —le comentó a la mujer—. Podría ser una oportunidad excelente para que el almirante Naismith desaparezca del mapa durante una temporada. Para calmar los ánimos de los dendarii. Los cetagandanos se parecen mucho a los de Barrayar, de veras, tienen una visión muy personal del mando.

—Pareces muy confiado.

—Puro condicionamiento. Que unos auténticos desconocidos intenten matarme me hace sentirme como en casa —una idea le llenó de macabra alegría—. ¿Sabes que es la primera vez que alguien trata de matarme por mí mismo, y no por mis parientes? ¿He llegado a contarte lo que hizo mi abuelo cuando me…?

Ella cortó su cháchara con una indicación de barbilla.

—Creo que esto es…

Él siguió su mirada. Sí que estaba cansado. Elli había localizado a su contacto antes que él. El hombre que se les acercaba con una expresión dubitativa en los ojos llevaba ropa terrestre, pero el pelo trenzado al estilo militar barrayarés. Un suboficial, tal vez. Los oficiales preferían un estilo patricio algo menos severo. «Necesito un corte de pelo», pensó Miles, sintiendo de pronto pegajoso el cuello.

—¿Milord? —dijo el hombre.

—¿Sargento Barth?

El hombre asintió, miró a Elli.

—¿Quién es ésta?

—Mi guardaespaldas.

—Ah.

Un levísimo fruncimiento de labios. Abrió un tanto los ojos para demostrar a la vez diversión y desdén. Miles notó los músculos de su cuello retorcerse.

—Es excelente en su trabajo.

—Estoy seguro, señor. Venga por aquí, por favor.

Se dio la vuelta y abrió la marcha.

Se estaba riendo de él, con mirarle la nuca podía sentirlo. Elli, consciente sólo de la repentina tensión que flotaba en el aire, le dirigió una mirada de preocupación. «No pasa nada», pensó él, colgando la mano de su brazo.

Caminaron tras su guía: atravesaron una tienda, bajaron por un tubo elevador y luego por unas escaleras; después avivaron el paso. El nivel de servicios subterráneo era un laberinto de túneles, conductos y fibra óptica. Miles dedujo que habían recorrido un par de manzanas. Su guía abrió una puerta con una llave de palma. Otro breve túnel conducía a otra puerta. Ante ésta había un guardia humano, extremadamente elegante con su uniforme verde del Imperio barrayarés. Se apartó de su comuconsola, desde donde atendía las pantallas, y apenas pudo evitar saludar al guía vestido de civil.

—Dejaremos nuestras armas aquí —le dijo Miles a Elli—. Todas ellas. Y quiero decir todas.

Elli alzó las cejas por el súbito cambio de acento de Miles, que pasó del sencillo betano del almirante Naismith a los cálidos tonos guturales de su nativo barrayarés. Rara vez lo oía hablar así, por cierto. ¿Qué voz le parecería falsa? Sin embargo, no había duda de cuál le parecería fingida al personal de la embajada, y Miles se aclaró la garganta para asegurarse de que ajustaba completamente su voz al nuevo orden de cosas.

Las contribuciones que Miles hizo al montoncito situado sobre la comuconsola del guardia fueron un aturdidor de bolsillo y un largo cuchillo de acero con vaina de piel de serpiente. El guardia pasó el cuchillo por el escáner, quitó el remate de plata de su empuñadura enjoyada y descubrió un sello; luego se lo devolvió cuidadosamente a Miles. Su guía alzó las cejas al ver el miniaturizado arsenal técnico que descargó Elli. «Chúpate ésa —pensó Miles—. Métete las reglas por la nariz.» A partir de entonces se sintió bastante más sereno.

Subieron por un tubo elevador y, de repente, el ambiente cambió y adquirió un tono de silenciosa y cómoda dignidad.

—La Embajada Imperial de Barrayar —le susurró Miles a Elli.

La esposa del embajador debía de tener buen gusto, pensó Miles. Pero el edificio olía extrañamente a cierre hermético, que al experimentado Miles se le antojó como seguridad paranoica en acción. Ah, sí, la embajada de un planeta es suelo de ese planeta. Uno se siente como en casa.

Su guía los condujo por otro tubo abajo hasta lo que era evidentemente un pasillo de oficinas (Miles divisó al pasar los sensores escáner en un arco tallado), luego atravesaron dos conjuntos de puertas automáticas hasta entrar en una oficina pequeña y silenciosa.

—Teniente lord Miles Vorkosigan, señor —anunció su guía, poniéndose firmes—. Y… su guardaespaldas.

Las manos de Miles se crisparon. Sólo un barrayarés podía deslizar un insulto tan delicado en una pausa de medio segundo entre tres palabras. Otra vez en casa.

—Gracias, sargento, retírese —dijo el capitán tras la comuconsola. Uniforme verde imperial otra vez: la embajada debía mantener las formalidades.

Miles miró con curiosidad al hombre que iba a ser, le gustara o no, su nuevo comandante en jefe. El capitán le devolvió la mirada con la misma intensidad.

Un hombre de aspecto impresionante, aunque estuviera lejos de ser guapo: pelo oscuro; ojos almendrados, sombríos; una boca dura y protegida; una gran nariz para su perfil romano a tono con el corte de pelo de oficial. Tenía las manos, gruesas y limpias, unidas en un gesto tenso. Poco más de treinta años, calculó Miles.

«¿Pero por qué me está mirando este tipo como si yo fuera un cachorrito que se le acaba de mear en la alfombra? —se preguntó—. Acabo de llegar, no he tenido tiempo de ofenderlo todavía. Oh. Dios, espero que no sea uno de esos paletos campesinos barrayareses que me ven como un mutante, un refugiado de un aborto lastrado…»

—Así que es usted el hijo del Gran Hombre, ¿eh? —dijo el capitán, reclinándose en su asiento con un suspiro.

A Miles se le heló la sonrisa en el rostro. Una bruma roja nubló su visión. Pudo oír su sangre batiéndole en los oídos como una marcha fúnebre. Elli, al verlo, se quedó inmóvil, sin apenas respirar. Los labios de Miles se movieron; tragó saliva. Lo intentó de nuevo.

—Sí, señor —se oyó decir, como desde una gran distancia—. ¿Y quién es usted?

Consiguió, por los pelos, no preguntar: «¿Y usted de quién es hijo?» Debía disimular la furia que retorcía su estómago; iba a tener que trabajar con ese hombre. Puede que el insulto ni siquiera fuese intencionado. No podía haberlo sido, ¿cómo iba a saber aquel desconocido cuánta sangre había derramado Miles rechazando acusaciones de privilegio, insultos a su competencia? «El mutante sólo está aquí porque su padre lo enchufó…» Le pareció oír la voz de su padre, replicando: «¡Por el amor de Dios, saca la cabeza de tu culo, muchacho!» Dejó escapar la ira con un largo y tranquilizante suspiro y ladeó la cabeza, animado.

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