Hermosas criaturas (54 page)

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Authors: Kami Garcia & Margaret Stohl

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico

BOOK: Hermosas criaturas
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Recibir una bala no me parecía la peor de las alternativas posibles en ese preciso momento.

Las recreaciones de la Guerra de Secesión son un fenómeno de lo más peculiar y la de la batalla de Honey Hill no suponía una excepción. En realidad, ¿quién podía estar interesado en llevar unas ropas de algodón sudadas con aspecto de ser disfraces de Halloween? ¿A quién le interesaba andar por ahí con un fusil del año de la catapulta, tan inestable que se sabía de gente que se había amputado alguna extremidad al dispararlo? Por cierto, así es como había muerto Big Earl Eaton. ¿A quién podía preocuparle la recreación de batallas libradas en una guerra de hace ciento cincuenta años y que encima no había ganado el sur? ¿Quién iba a hacer algo así?

En Gatlin, y en la mayoría de los estados del sur, la respuesta era: tu médico, tu abogado, tu predicador, el tipo del taller adonde llevabas el coche, el repartidor de correo, y lo más probable era que también tu padre y todos tus tíos y sobrinos, tu profesor de historia (sobre todo si te tocaba alguien como el señor Lee) y sin ningún género de dudas el propietario de la armería del pueblo. Daba igual que cayeran chuzos de punta o brillara el sol, pero durante la segunda semana DE FEBRERO nadie en el condado hablaba, pensaba o se quejaba de otra cosa que no fuera la recreación de la batalla de Honey Hill.

Honey Hill era nuestra batalla. No sé cómo lo decidieron, pero estoy convencido de que guardaba relación con los siete cañones. La gente del pueblo se tiraba semanas y semanas preparándolo todo para ese día. Ahora que se acercaba el momento, había que limpiar con vapor y planchar los uniformes de soldado confederado, razón por la cual flotaba en el aire de todo Gatlin un olor a algodón caliente. Limpiaban los rifles de avancarga, pulían los sables
y
la mitad de los hombres se pasaban la última semana fabricando munición casera en la propiedad de Buford Radford, porque a su esposa no le molestaba aquella pestilencia.

Las viudas estaban muy ocupadas lavando sábanas y congelando pasteles destinados a los turistas que vendrían a presenciar la recreación del combate. Las integrantes de las Hijas de la Revolución Americana se habían pasado semanas preparando su versión de la representación: el Tour del Patrimonio Histórico del Sur. Entretanto, sus hijas habían estado dos sábados enteros horneando bizcochos de mantequilla para servirlos al final de cada recorrido.

Estas excursiones eran especialmente divertidas, ya que las Hijas de la Revolución Americana, incluida la señora Lincoln, hacían de guía engalanadas con trajes de época. A base de tirones conseguían meterse dentro de corsés y enaguas, lo cual les confería una cierta similitud con salchichas a punto de reventar por efecto del calor. Y no eran las únicas: sus hijas, incluyendo a Savannah y Emily, la futura generación de las Hijas de la Revolución Americana, debían ponerse esos vestidos trasnochados mientras se ocupaban de los quehaceres de la casa. Parecían personajes salidos de
La casa de la pradera
. El viaje siempre empezaba en la sede de la asociación, pues era el segundo edificio más antiguo de Gatlin. Me preguntaba si repararían a tiempo el tejado.

No podía evitarlo, me imaginaba a todas esas mujeres dando vueltas por el edificio de la Sociedad Histórica de Gatlin, enseñando los edredones llenos de estrellas, justo encima de los cientos de documentos y pergaminos
Caster
, allí guardados a la espera del siguiente día festivo.

Pero ellas no eran las únicas que participan en el acto. Era frecuente referirse a la Guerra de Secesión norteamericana como «la primera guerra moderna», pero bastaba un paseo por Gatlin durante la semana previa a la recreación para comprobar que no había nada de moderno en ella. Estaba en funcionamiento hasta la última reliquia de aquella contienda, desde las calesas hasta los cañones, y en el pueblo hasta un niño de parvulario era capaz de explicar que eran piezas de artillería montadas sobre unos armazones viejos.

Las Hermanas llegaron a sacar incluso su enseña original de la Confederación y la clavaron en la puerta de la entrada cuando yo me negué a colgarla en el porche. Casi todo valía para el espectáculo, pero ahí me planté.

El día previo a la recreación había un gran desfile y los participantes tenían ocasión de marchar por las calles vestidos con sus uniformes de punta en blanco para que pudieran verlos los turistas, pues al día siguiente iban a estar tan cubiertos de lodo y manchas de humo que nadie podría valorar sus fulgurantes botonaduras de bronce ni sus chaquetas entalladas auténticas.

Después del desfile se celebraba una gran fiesta con una barbacoa y había una especie de puesto para besarse y un concurso de pasteles a la antigua usanza. Amma se pasaba días y días cocinando, pues, dejando a un lado la feria del condado, éste era el concurso más grande de pasteles en el que participaba y su oportunidad para hacer morder el polvo a sus rivales. Sus pasteles siempre eran los más vendidos, lo cual sacaba de quicio a la señora Lincoln y a la señora Snow, razón por la cual se daba semejante paliza en la cocina. Su principal motivación era destacar por encima de todas las Hijas de la Revolución Americana y restregarles por los morros que los suyos eran pasteles de segunda.

Por tanto, las cosas cambiaban todos los años cuando el calendario llegaba a la segunda semana DE FEBRERO, era como si nuestras vidas cesaran y todos regresáramos a 1864, a la víspera de la batalla de Honey Hill. Este año no era una excepción, pero con una peculiaridad. Este mes DE FEBRERO, mientras llegaban al pueblo vehículos para transportar caballos —todo respetable jinete
recreacionista
poseía su propio caballo— y camionetas arrastrando cañones, había en curso otros preparativos para una batalla muy diferente.

Sólo que aquélla no empezaba en el segundo edificio más antiguo de Gatlin, sino en el primero. Estaban los cañones que todos conocíamos, pero también había otros. En ese otro enfrentamiento no tenían cabida armas de fuego ni caballos, pero eso no le restaba ni un ápice a su naturaleza de guerra campal. Siendo sinceros, era la única batalla real del pueblo.

En cuanto a las ocho bajas sufridas en Honey Hill, no había lugar a la comparación. A mí sólo me preocupaba una, porque si la perdía a ella, también yo estaría perdido.

Por eso olvidé la batalla de Honey Hill. Para mí, aquello se parecía mucho más al Día D.

11 DE FEBRERO
Dulces dieciséis

O
s lo digo a todos: ¡dejadme sola! ¡No podéis hacer nada!

La voz de Lena me despertó tras unas pocas horas de sueño intranquilo. Me enfundé los vaqueros y una camiseta gris sin detenerme a pensar en ninguna otra cosa que no fuera esto: Día Uno. Ya no debíamos esperar la llegada del fin.

El fin estaba aquí.

no con una explosión, sino con un gemido; no con una explosión, sino con un gemido; no con una explosión, sino con un gemido

Apenas había amanecido y Lena ya estaba perdiendo el control.

El libro. Maldita sea, lo había olvidado. Volví corriendo a mi cuarto, subiendo las escaleras de dos en dos y alargué la mano hacia la balda superior de mi armario, donde lo ocultaba, mientras me preparaba para achicharrarme en cuanto lo tocara.

Sólo que no sucedió, y no sucedió porque el libro no estaba allí.

El
Libro de las Lunas
, nuestro libro, había desaparecido. Lo necesitábamos hoy más que ningún otro día, pero la voz de Lena me martilleó las sienes.

así es como se acaba el mundo: no con una explosión, sino con un gemido

Que Lena estuviera recitando a T. S. Eliot no era buena señal. Cogí las llaves del Volvo y eché a correr.

El sol despuntó en el horizonte mientras conducía por Dove Street. Greenbrier, el único terreno de Gatlin deshabitado y accesible para todo el mundo, por ser el que marcaba la localización de la batalla de Honey Hill, también empezaba a cobrar vida. Las descargas de artillería se sucedían al otro lado de la ventanilla, pero, y eso era lo más curioso de todo, tenía tal barullo mental que ni las oía.

Boo
me estaba esperando y se puso a ladrar en cuanto subí a la carrera los escalones del porche de Ravenwood, donde también estaba Larkin, enfundado en una chupa de cuero apoyado sobre una de las columnas. Jugueteaba con la serpiente: ésta se enroscaba y desenroscaba en torno a su brazo; primero estaba su brazo y luego la serpiente. Pasaba de una a otra con ese gesto distraído típico del repartidor de cartas al barajar. Eso me pilló por sorpresa durante unos instantes. Eso y la reacción de
Boo
. Pensándolo bien, no estaba seguro de a quién ladraba, si a Larkin o a mí. El perro pertenecía a Macon, y nuestra relación no pasaba precisamente por un buen momento.

—Hola, Larkin.

Éste saludó con desinterés. Hacía frío y el aliento se le escapo de su boca, como la bocanada de un pitillo imaginario. El vaho se estiró hasta formar un círculo y luego se convirtió en una culebra que se mordió la cola y se fue devorando a sí misma hasta desaparecer.

—Yo que tú no entraría ahí. Tu chica está un poquito… ¿Cómo lo diría yo? ¿Venenosa?

El ofidio se retorció en torno a su cuello antes de convertirse en el cuello de su cazadora.

La tía Del abrió la puerta con fuerza.

—¡Por fin! Te hemos estado esperando. Lena está en su habitación y no deja entrar a nadie.

La miré. Iba desastrada: la bufanda le caía sobre un hombro, llevaba torcidas las gafas, e incluso le colgaban cabellos sueltos que se le habían soltado de su característico moño gris. Me incliné para abrazarla. Olía como uno de esos armarios antiguos de las Hermanas, llenos de sobrecitos de lavanda y ropa blanca que había pasado de una generación a otra. Reece y Ryan permanecían detrás de ella con un aire de familia afligida a la espera de malas noticias en el vestíbulo triste de un hospital.

La mansión volvía a estar más en sintonía con el humor de Lena que con el de su tío. O tal vez estaban los dos del mismo talante. Era imposible saberlo, pues no se veía a Macon Ravenwood por ninguna parte.

Resultaba posible imaginar la tonalidad de la ira mirando el color de las paredes; lo que colgaba de las arañas del techo era rabia, eso o cualquier otro sentimiento denso y profundo; el resquemor estaba en la urdimbre de las gruesas alfombras de los suelos; el odio parpadeaba por debajo de cada pestañeo de las luces. Cubría el suelo una sombra, una negrura especial que se había deslizado paredes arriba y ahora mismo caía sobre mis Converse hasta el punto de que no podía ni vérmelas. Era una oscuridad absoluta.

No estaba seguro de poder describir la estancia. Su aspecto me tenía demasiado desconcertado, hasta tenía cierta clase. Probé a pisar un escalón de la escalera que conducía hasta la habitación de Lena. Había subido esos escalones un centenar de veces, no era como si no supiera adónde iban, pero aun así, hoy parecían diferentes. La tía Del miró a Reece y a Ryan, que iban detrás de mí, como si yo abriera la marcha en dirección a un frente de batalla desconocido.

Toda la casa tembló hasta los cimientos cuando puse el pie en el segundo peldaño. Las miles de velas de la antigua araña oscilaron por encima de mi cabeza y me cayó cera sobre la cara. Fruncí el ceño y me la quité. Las escaleras se curvaron bajo mis pies sin previo aviso y dieron un tirón que me lanzó de espaldas y me hizo caer de culo contra el suelo, sobre cuya superficie pulida resbalé hasta acabar casi en el vestíbulo de la entrada. Reece y la tía Del se quitaron de en medio enseguida, pero me choqué con la pobre Ryan, que se cayó como si fuera unos bolos en una bolera.

Me incorporé y grité para que mi voz se oyera en el piso de arriba.

—Lena Duchannes, yo mismo informaré al comité de disciplina si vuelven a atacarme estas escaleras. —Pisé el primer escalón, y luego el segundo. No sucedió nada—. Llamaré al señor Hollingsworth y testificaré, diré que eres una loca peligrosa. —Entretanto, subí las escaleras de dos en dos todo el tramo hasta llegar al primer piso—. Porque lo serás si me haces daño, ¿lo oyes?

Entonces percibí cómo su voz fue desenroscándose en mi mente.

No lo comprendes.

Tienes miedo, lo sé, pero enfrentarte a todo el mundo no va a mejorar nada.

Vete.

No.

Lo digo en serio, Ethan. No quiero que te pase algo.

No puedo.

Estaba ya ante la puerta de su cuarto. Apoyé la mejilla contra el frío revestimiento de madera. Quería estar con ella, estar todo lo cerca que fuera posible sin sufrir un ataque al corazón. Y si esto era toda la proximidad que me permitía, por ahora me bastaba.

¿Estás ahí, Ethan?

Estoy aquí.

Estoy asustada.

Lo sé, L.

No quiero que te pase nada.

No me pasará nada.

¿Y si te pasa?

Voy a esperarte.

¿Incluso si me vuelvo Oscura?

Incluso si te vuelves muy, muy Oscura.

Abrió la puerta y me arrastró al interior. Tenía la música puesta a todo el volumen que se podía. Conocía la canción. Era una versión cargada de rabia, casi un tema de heavy-metal, pero daba igual: la reconocí en el acto.

Dieciséis años, dieciséis lunas.

Dieciséis de tus miedos más íntimos.

Dieciséis veces soñaste con mis lágrimas

cayendo, cayendo a lo largo de los años…

Parecía como si hubiera estado llorando toda la noche, y probablemente así era. Cuando le acaricié la cara, vi que la tenía llena de churretes por culpa de las lágrimas. La estreché entre mis brazos y nos balanceamos mientras continuaba sonando la canción.

Dieciséis lunas, dieciséis años

con el sonido del trueno en tus oídos.

Dieciséis millas hasta el reencuentro con ella.

Dieciséis que buscan lo que dieciséis temen.

Por encima de su hombro pude contemplar la habitación; estaba manga por hombro y destrozada, tal y como la dejaría un ladrón al asaltar un piso. Las paredes se habían agrietado y se había desprendido la pintura, el tocador estaba volcado y las ventanas estaban hechas pedazos. Sin los cristales, los paneles de las ventanas tenían toda la pinta de ser los barrotes de una mazmorra en un castillo antiguo, y la prisionera se aferraba a mí conforme nos envolvía la melodía.

Aun así, la música no cesaba.

Dieciséis lunas, dieciséis años.

Dieciséis son mis temores soñados

dieciséis que van a Vincular las esferas,

dieciséis gritos que sólo uno oye.

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