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Authors: Laurent Binet

Tags: #Bélico, Histórico

HHhH (13 page)

BOOK: HHhH
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Soy sensible al hecho de que mis dos héroes tardan en entrar en escena. Pero tal vez no venga mal que se hagan de rogar. Tal vez haya que darles un cuerpo. Tal vez la marca que han dejado en la Historia y en mi memoria pueda imprimirse más profundamente en mis páginas. Tal vez esta larga estadía en la antecámara de mi cerebro les devuelva un poco de su realidad, y no sólo una vulgar verosimilitud. Tal vez, tal vez… ¡pero nada hay menos seguro! Heydrich ya no me impresiona. Son ellos los que me intimidan.

Y aun así, los veo. O digamos que empiezo a percibirlos.

89

En los confines de la Eslovaquia oriental, se halla una ciudad que conozco muy bien, Košice (hay que pronunciar «Kochitsé»). En esa ciudad fue donde hice mi servicio militar: yo era el subteniente francés encargado de enseñar mi lengua natal a los jóvenes futuros oficiales del ejército del aire eslovaco. Es la ciudad de donde es originaria Aurélia, la hermosa joven con quien mantuve durante cinco años una pasión ardiente, hace ya diez años de eso. Es también la ciudad del mundo en la que he visto la mayor concentración de chicas guapas, y cuando digo guapas, quiero decir de una belleza realmente excepcional.

No veo ninguna razón para pensar que no fuese también así en 1939. Las chicas guapas han paseado desde tiempo inmemorial por la Hlavna ulica, la larguísima calle principal que constituye el corazón de la ciudad, bordeada de espléndidas casas barrocas de colores pastel, y remachada en su centro por una maravillosa catedral gótica. La única diferencia es que en 1939 uno puede encontrarse también con uniformes alemanes que saludan discretamente a las chicas al pasar. Eslovaquia ha logrado su independencia, al precio de traicionar a Praga, pero ve cómo se le impone la amigable y pegajosa tutela de Alemania.

Josef Gabčík, cuando sube por esta gigantesca arteria, no puede evitar ver todo eso: la chicas guapas y los uniformes alemanes. Y al cabo de varios meses, este hombre pequeño ha decidido reflexionar sobre lo que ve.

Hace dos años que ha dejado Košice para irse a trabajar a Žilina, en una fábrica de productos químicos. Vuelve hoy para reencontrarse con sus amigos del 14.º Regimiento de infantería, donde ha servido durante tres años. La primavera tarda en llegar y la nieve tenaz cruje bajo las botas.

Algunos cafés de Košice son como casas particulares. Por lo general, hay que entrar bajo un porche, o bien subir o bajar unas escaleras, para acceder a una sala bien caldeada. En uno de esos cafés es donde Gabčík se encontrará con sus antiguos camaradas, al caer la noche. Todos se regocijan con ese reencuentro en torno a una pinta de Steiger (una cerveza elaborada en la región de Banská Štiavnica). Pero Gabčík no ha venido a hacer una simple visita de cortesía. Quiere saber dónde está el ejército eslovaco, y cómo se posiciona en relación al gobierno de Tiso, el cardenal colaboracionista.

—Los oficiales superiores se han alineado con Tiso; como imaginarás, Jozef, para ellos la ruptura con el estado mayor checo supone la perspectiva de rápidas promociones…

—El ejército no ha rechistado, ni los oficiales, ni la tropa. Como nuevo ejército eslovaco, se han visto obligados a obedecer al nuevo gobierno independiente, es normal.

—¡Queríamos la independencia desde hace mucho tiempo y poco importa ahora cómo se ha obtenido! ¡Les está bien empleado a los checos! ¡Con menuda consideración nos habrían tratado, llegado el caso! Sabes perfectamente que los checos siempre se guardaban para ellos los mejores puestos en todas partes. En el gobierno, en el ejército, en la administración, ¡en todas partes! ¡Era asqueroso!

—De todos modos, no había otro remedio: si Tiso no decía que sí a Hitler, se lo habrían merendado como a los otros. Vale, de acuerdo, sé que esto parece una semiocupación, pero al final tenemos más autonomía que los checos.

—¿Sabes que en Praga han decretado el alemán como lengua oficial? Cierran todas las universidades checas, censuran cualquier actividad cultural checa, ¡hasta han fusilado a estudiantes! ¿Es eso lo que querrías aquí? Créeme, era la mejor solución…

—Era la única solución, Jozef.

—¿Por qué habríamos de luchar cuando el propio Hácha fue quien pidió la capitulación? No hemos hecho más que cumplir órdenes.

—Para Beneš es más fácil proseguir el combate porque está tranquilamente en Londres. Nosotros, en cambio, estamos aquí como gilipollas.

—Y eso que todo esto es culpa suya. Él firmó en Múnich, ¿no? No nos dejó luchar por los Sudetes, ¿no te acuerdas? En aquella época, nuestro ejército quizás hubiera podido, y digo bien quizás, rivalizar con el ejército alemán… Pero ahora, ¿qué podíamos hacer? ¿Has visto las cifras de la Luftwaffe? ¿Sabes cuántos bombarderos tienen operativos? Habrían entrado como en la mantequilla y nos habrían masacrado.

—¡Yo no quiero morir ni por Hácha ni por Beneš!

—¡Ni por Tiso!

—Bueno, hay algunos alemanes con uniforme que callejean por la ciudad, ¿y qué? No voy a decirte que me guste eso, pero es mucho mejor que una verdadera ocupación militar. ¡Vete a preguntarle a tus amigos checos!

—Por mi parte, no tengo nada en contra de los checos, pero siempre nos han tratado como paletos. Una vez fui a Praga y los tíos parecían no entenderme debido a mi acento. Siempre nos han despreciado. Ahora, ¡que se las apañen con sus nuevos compatriotas! ¡Ya veremos si prefieren el acento alemán!

—Hitler ya tiene lo que quería, ha dicho que no hará ninguna otra reivindicación territorial. Por lo que a nosotros respecta, jamás hemos sido parte alemana. ¡Si no fuera por él, Jozef, la que nos habría tragado a nosotros sería Hungría! Hay que ver las cosas como son.

—¿Qué quieres? ¿Un golpe de Estado? Ningún general tiene cojones para darlo. ¿Y luego, además, qué? ¿Echamos al ejército alemán nosotros solos? ¿Acaso crees que Francia e Inglaterra van a volar de repente en nuestra ayuda? ¡Llevamos un año esperándolos!

—Créenos, Jozef, tienes un empleo tranquilo, regresa a Žilina, busca una chica amable y pasa de toda esta historia. No nos va tan mal, después de todo.

Gabčík ha acabado su cerveza. Ya es tarde, él y sus camaradas están un poco achispados; fuera, la nieve cae. Se levanta para despedirse, saluda a la compañía y va a buscar su abrigo en el guardarropa. Mientras una chica se lo da, uno de sus compañeros de mesa se reúne con él. Le insinúa:

—Escucha, Jozef, por si quieres saberlo. Con la llegada de los alemanes, los checos han sido desmovilizados, pero algunos se han negado a volver a la vida civil. Será por patriotismo, o quizá porque no desean verse en el paro, no lo sé. El caso es que han pasado a Polonia y han creado un ejército de liberación checoslovaco. No creo que tengan mucho peso, pero me consta que también hay eslovacos entre ellos. Tienen su base en Cracovia. Mira, si yo hiciera eso, sería considerado como un desertor, y no puedo dejar a mi mujer ni a mis hijos. Pero si tuviera tu edad, si fuera libre… Tiso es un crápula, eso es lo que pienso, y la mayoría de los muchachos también. No todos se han hecho nazis, como puedes imaginar. Pero qué quieres, tenemos canguelo. Al parecer, lo que pasa en Praga es verdaderamente terrible, ejecutan a todo aquel que hace el menor ademán de protestar. Por mi parte, voy a tratar de amoldarme a la situación, ya ves, sin ningún entusiasmo, pero voy a permanecer tranquilo. Mientras no nos pidan deportar a los judíos…

Gabčík le sonríe. Se pone el abrigo, le da las gracias y sale. Fuera es de noche, las calles están desiertas y la nieve cruje bajo sus pies.

90

De vuelta en Žilina, Gabčík ha tomado ya su decisión. Al acabar su jornada de trabajo en la fábrica, saluda a sus camaradas como si tal cosa, pero declina la ritual invitación al bar de la esquina. Regresa rápidamente a su casa, no coge ninguna maleta sino un pequeño macuto, se enfunda dos abrigos uno sobre otro, se calza sus botas más resistentes, botas de soldado, y se marcha cerrando la puerta tras de sí. Hace una parada en casa de una de sus hermanas, de la que se siente más próximo, la única persona que está al corriente de sus proyectos, para dejarle las llaves. Ella le ofrece un té, que él bebe en silencio. Se levanta. Ella lo estrecha entre sus brazos sollozando. Luego él se dirige hacia la estación de autobuses. Allí, espera uno que lo lleve al norte, hacia la frontera. Se fuma unos cigarrillos. Se siente perfectamente sereno. No es el único que espera en el andén, pero nadie le presta atención, pese a su aspecto: para ser el mes de mayo, va excesivamente abrigado. El autobús llega. Gabčík se precipita en su interior y se acurruca en un asiento. Las puertas se cierran. El autobús arranca con un ronquido. Por la ventana, Gabčík mira cómo se aleja Žilina, donde nunca más volverá. Las torres románicas y barrocas del centro histórico se recortan en el horizonte oscuro que deja a su espalda. Cuando Gabčík echa un último vistazo al castillo de Budatin, situado en la confluencia de dos de los tres ríos que atraviesan la ciudad, ignora que será casi totalmente destruido unos años más tarde. Tampoco sabe que abandona Eslovaquia para siempre.

91

Esta escena es tan perfectamente creíble y tan absolutamente ficticia como la precedente. ¡Qué impúdico es tratar como una marioneta a un hombre muerto hace tanto tiempo, incapaz de defenderse! Hacerle beber té cuando resulta que sólo le gustaba el café. Hacerle ponerse dos abrigos cuando puede que no tuviera más que uno. Hacerle coger el autobús cuando pudo haber tomado el tren. O decidir que se fue por la noche y no por la mañana. Me da vergüenza.

Pero podría haber sido peor. He evitado hacer con Kubiš un tratamiento imaginativo parecido, sin duda porque conozco menos Moravia, de donde era originario, que Eslovaquia. Kubiš esperó hasta el mes de junio de 1939 para pasar a Polonia, desde donde llegó a Francia no sé cómo, para alistarse en la Legión Extranjera. Eso es cuanto puedo decir de él. Ignoro si pasó por Cracovia, primer punto de reunión de los soldados checos que habían rechazado la capitulación. Supongo que se incorporó a la Legión en Agde, al sur de Francia, con el primer batallón de infantería de las fuerzas armadas checoslovacas en el exterior. Puede incluso que el batallón, cuyas filas se veían engrosadas cada día más, se hubiera ya convertido en un regimiento. Algunos meses más tarde, será una división entera en toda regla la que combatirá al lado del ejército francés durante la «guerra de broma». Podría extenderme bastante hablando de la integración de las fuerzas checas libres en el ejército francés, sus 11.000 soldados, de los cuales 3.000 eran voluntarios y 8.000 eran checos expatriados movilizados de oficio, así como sus valerosos pilotos, entrenados en Chartres, que abatirán o contribuirán a abatir más de 130 aviones enemigos durante la batalla de Francia… Vaya, dije que no quería hacer un manual de historia, y el caso es que he hecho de aquella historia en concreto una cuestión personal. Ésta es la razón por la que mis visiones se mezclan algunas veces con los hechos probados. Pero bueno, así son las cosas.

92

Aunque para nada. Las cosas no son así. Eso sería demasiado simple. Al releer uno de los libros que constituyen la base de mi documentación, un conjunto de testimonios sobriamente reunidos por un historiador checo, Miroslav Ivanov, bajo el título
El atentado contra Heydrich
, publicado en la vieja colección verde «Aquel día» (en la que también se encuentran
El día más largo
y
¿Arde París?
), compruebo con estupor la cantidad de errores que tengo con respecto a Gabčík.

Desde noviembre de 1938, Košice ya no pertenecía a Checoslovaquia sino a Hungría, la ciudad estaba ocupada por el ejército del almirante Horthy, y por tanto es muy poco probable que Gabčík visitara allí a sus camaradas del 14.º Regimiento. Además, el 1.º de mayo de 1939, cuando él deja Eslovaquia para pasar a Polonia, hacía casi dos años que había sido trasladado a una fábrica en los alrededores de Trenčin, y con toda probabilidad no viviría ya en Žilina. El pasaje en el que cuento su último vistazo a las torres del castillo de su ciudad natal se me hace de pronto ridículo. Es cierto que él nunca dejó el ejército y que trabajaba en calidad de suboficial en aquella fábrica de productos químicos cuya producción iba destinada a fines militares. Ahora bien, he olvidado mencionar que no abandonó su puesto sin antes llevar a cabo un acto de sabotaje: vertió ácido en la iperita, lo que parece haber causado un gran daño, aunque no sé de qué tipo, al ejército alemán. ¡Olvido grave! Ante todo, porque le sustraigo a Gabčík su primer acto de resistencia, por menor que sea, aunque ya arriesgado. Y luego, porque omito un eslabón en la gran cadena causal de los destinos humanos: el propio Gabčík explica, en una nota biográfica que redactó en Inglaterra con el fin de proponerse como candidato para misiones especiales, que dejó su país como consecuencia de aquel acto de sabotaje, por el que infaliblemente sería arrestado si se quedaba.

En cambio, es absolutamente cierto que pasó por Cracovia, como yo había supuesto. Después de luchar al lado de los polacos durante el ataque alemán que desencadenó la Segunda Guerra Mundial, es probable que huyera por los Balcanes, como un gran número de los checos y de los eslovacos que llegaron a Francia atravesando Rumanía, Grecia, y, vía Estambul, Egipto hasta llegar a Marsella. O quizá, sencillamente, pasó por el Báltico, lo que sería más práctico, partiendo del puerto de Gdynia para arribar a Boulogne-sur-mer, etapa previa a su viaje al sur. Sea como fuere, estoy seguro de que ese periplo es una epopeya que merecería un libro entero. El punto determinante, para mí, sería el encuentro con Kubiš. ¿Dónde y cuándo se encontraron? ¿En Polonia? ¿En Francia? ¿Durante el viaje entre esos dos países? ¿Más tarde, en Inglaterra? Eso es lo que me gustaría saber. Todavía no sé si voy a «visualizar» (es decir, inventar) ese encuentro o no. Si lo hago, será la prueba definitiva de que, decididamente, la ficción no respeta nada.

93

Un tren entra en la estación. En el amplio vestíbulo de Victoria Station, el coronel Moravec, en compañía de unos cuantos compatriotas exiliados, espera en el andén. Un hombrecillo serio, con bigotes y frente despejada, desciende del tren. Es Beneš, el anciano presidente que dimitió al día siguiente de lo de Múnich. Pero hoy, 18 de julio de 1939, fecha de su llegada a Londres, es sobre todo el hombre que ha proclamado, al día siguiente al 15 de marzo, que la Primera República checoslovaca existe todavía, a pesar de la agresión de la que ha sido víctima. Las divisiones alemanas, ha dicho, han barrido de un plumazo las concesiones arrancadas a Praga por sus enemigos y por sus aliados en nombre de la paz, de la justicia, del buen sentido y de las prudentes razones invocadas durante la crisis de 1938. Ahora, el territorio checoslovaco está ocupado. Pero la República no ha muerto. Debe continuar luchando incluso fuera de sus fronteras. Beneš, reconocido por los patriotas checoslovacos como el único presidente legítimo, quiere formar lo más rápido posible un gobierno provisional en el exilio. Un año antes del llamamiento del 18 de junio, Beneš es un equivalente a De Gaulle + Churchill. En él habita el espíritu de la Resistencia.

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