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Authors: Laurent Binet

Tags: #Bélico, Histórico

HHhH (17 page)

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El Mariscal del Reich de la Gran Alemania

Delegado del plan de cuatro años

Presidente del consejo de ministros para la defensa del Reich

A la atención del

Jefe de la Policía de Seguridad y del SD

SS-Gruppenführer Heydrich

Berlín

En cumplimiento de la tarea que le ha sido encomendada por el edicto del 24 de enero de 1939 para resolver la cuestión judía por medio de la migración o de la evacuación de la manera más ventajosa, dadas las condiciones actuales, le encargo que efectúe todos los preparativos necesarios concernientes a los aspectos organizativos, prácticos y financieros, de cara a una solución global de la cuestión judía en el ámbito de influencia alemana en Europa.

En la medida en que las competencias de otras organizaciones centrales sean concernidas, éstas deben ser implicadas.

Goering se para y sonríe. Eichmann ha añadido este párrafo para dar gusto a Rosenberg. Heydrich también sonríe, pero sin poder disimular el desprecio que profesa por todos esos burócratas de los ministerios. Goering prosigue:

«Asimismo le encargo que me haga llegar a la máxima brevedad un plan general con las medidas preliminares de naturaleza organizativa, práctica y financiera, necesarias para la ejecución de la solución final de la cuestión judía tal como está proyectada.»

En silencio, Goering data y firma lo que va a pasar a la Historia como la
Ermächtigung
: la autorización. Heydrich no puede reprimir un rictus de contento. Guarda el valioso papel en su portafolios. Estamos a 31 de julio de 1941, es el acta de nacimiento de la Solución Final, y él va a ser su principal artífice.

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En un primer borrador, yo había escrito: «ceñido en un uniforme azul». No sé por qué lo veía azul. Es cierto que en las fotos se suele ver a Goering con un uniforme azul claro. Pero aquel día no sé si lo llevaba. También podía ser blanco, por ejemplo.

No sé tampoco si ese tipo de escrúpulos tiene todavía algún sentido a estas alturas de la historia.

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«Bad Kreuznach, agosto 1941. Por segunda vez acaban de tener lugar los campeonatos de esgrima alemanes. Han sido distinguidos los doce mejores de la
Reichssonderklasse
[literalmente “clase excepcional del Reich”] y van a recibir el broche de oro o de plata de la NSRL (Sociedad nacionalsocialista para la gimnasia). En el 5.º puesto ha quedado un Obergruppenführer [¿error de grado o adulación servil de cara a una promoción anticipada?] de la SS y general de la policía: Reinhard Heydrich, jefe de la policía de seguridad y del SD. Recibe con alegría las felicitaciones, pero toda su actitud refleja la modestia del vencedor. Quien lo conoce sabe bien que el descanso es para él un concepto desconocido. No concederse ningún reposo ni relajamiento es su principio fundamental, trátese del deporte o del servicio.» (Artículo publicado en la revista especializada
Gimnasia y Educación física
.)

Quien lo conoce sabe sobre todo que más vale no escatimar elogios hacia ese genial atleta de treinta y seis años, ni plantear la cuestión de la presión de los árbitros en el momento de valorar un toque contra el jefe de la Gestapo. Ni evocar a Cómodo o a Calígula, que luchaban en la arena contra unos gladiadores que habían comprendido perfectamente que les interesaba mucho más no resistirse demasiado frente al emperador.

Dicho esto, parece ser que durante las competiciones, el Obergruppenführer Heydrich tenía un comportamiento correcto. Un día que echaba pestes contra una decisión arbitral, el director del torneo le había puesto en su sitio secamente diciéndole, delante de todo el público: «¡En la pista de esgrima, las únicas leyes son las deportivas y nada más!» Estupefacto por la valentía de aquel hombre, Heydrich no protestó.

Reservaba sus accesos de
hubris
para fuera, ya que fue al salir de aquella competición de Bad Kreuznach donde habría confiado a dos amigos (¿pero desde cuándo Heydrich tiene algún amigo?), en términos muy encendidos, que no habría podido evitar la ira del propio Hitler, llegado el caso, si «el viejo se hubiera cagado en él».

¿Qué entendía por eso exactamente? Me habría gustado mucho saberlo.

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Ese verano, en el zoo de Kiev, un hombre entró en el foso del león. Cuando ya estaba a punto de saltar el pretil, le dijo a un visitante que quiso impedírselo: «Dios me salvará.» Se hizo devorar vivo. Si yo hubiera estado allí, le habría dicho: «No hay que creer todo lo que se cuenta.»

Dios no fue de ninguna utilidad para la gente que fue asesinada en Baby Yar.

En ruso,
yar
significa barranco. Babi Yar, el «barranco de la abuela», era un inmenso desnivel natural situado en las afueras de Kiev. Hoy no queda más que una hondonada cubierta de césped, bastante poco profunda, en cuyo centro hay una impresionante escultura erigida en estilo realismo socialista a la memoria de los muertos que cayeron ahí. Pero cuando quise ir hasta el lugar, el taxista que me llevaba se encargó de mostrarme hasta dónde se extendía Babi Yar en aquella época. Me condujo hasta una especie de zanja arbolada, donde, según me explicó gracias a la intermediación de una joven ucraniana que me acompañaba y me hacía de traductora, se arrojaba a los cuerpos haciéndolos rodar cuesta abajo por la pendiente. Luego volvimos al coche y me dejó en el emplazamiento del memorial,
situado a más de un kilómetro
.

Entre 1941 y 1943, los nazis hicieron en la «hondonada de la abuela» lo que probablemente sea la mayor carnicería de toda la historia de la humanidad: como indica la placa conmemorativa, traducida en tres lenguas (ucraniano, ruso y hebreo), allí perecieron más de cien mil personas, víctimas del fascismo.

Más de un tercio fue ejecutado en menos de cuarenta y ocho horas.

Aquella mañana de septiembre de 1941, los judíos de Kiev acudieron en masa al punto de reunión donde habían sido convocados, con sus pequeños enseres, resignados a ser deportados, sin sospechar el destino que el alemán les reservaba.

Lo comprendieron todo demasiado tarde, algunos en cuanto llegaron, otros solamente cuando estaban al borde de la zanja. Entre esos dos momentos, el procedimiento era expeditivo: los judíos entregaban sus maletas, sus objetos de valor y sus papeles de identidad, que eran hechos trizas delante de ellos. Luego debían pasar entre dos filas de SS bajo una lluvia de golpes. Los
Einsatzgruppen
los golpeaban con grandes porras o matracas, demostrando una extrema violencia. Si un judío caía, soltaban los perros contra él o era pisoteado por la masa enloquecida. Al salir de ese pasillo infernal, que desembocaba en una amplia explanada, los aturdidos judíos eran conminados a desnudarse por completo y luego se les conducía totalmente desnudos hasta el borde de una hondonada gigantesca. Allí, tanto los obtusos como los optimistas debían abandonar toda esperanza. El absoluto terror que los invadía en ese preciso instante los hacía gritar. Al fondo de la hondonada se apilaban los cadáveres.

Pero la historia de esos hombres, de esas mujeres y de esos niños no acaba abruptamente al borde de ese abismo. Llevados por esa preocupación por la eficacia tan alemana, los SS, antes de matarlos, obligaban previamente a sus víctimas a bajar hasta el fondo de la zanja, donde los esperaba un «apilador». El trabajo del apilador se parecía mucho al de las acomodadoras que te colocan en el teatro. Llevaba a cada judío hasta un montón de cuerpos, y cuando le había encontrado acomodo, lo hacía echarse boca abajo, un vivo desnudo recostado sobre unos cadáveres desnudos. Después, un tirador, caminando por encima de los muertos, disparaba a los vivos una bala en la nuca. Notable taylorización de la muerte en masa. El 2 de octubre de 1941, el Einsatzgruppe encargado de Babi Yar podía consignar en su informe: «El Sonderkommando 4.º, con la colaboración del estado mayor del grupo y de dos comandos del Regimiento Sur de la policía, ha ejecutado a 33.771 judíos de Kiev, los días 29 y 30 de septiembre de 1941.»

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Llegó a mis oídos una historia extraordinaria que sucedió en Kiev durante la guerra. Tuvo lugar en el verano de 1942 y no guarda relación con ninguno de los actores de «Antropoide»; no cabe, por tanto, a priori en mi novela. Pero una de las grandes ventajas del género es la libertad casi ilimitada que confiere al narrador.

Así pues, en el verano de 1942, Ucrania es administrada por los nazis con la brutalidad que los caracteriza. Sin embargo, los alemanes han querido organizar unos partidos de fútbol entre los diferentes países ocupados o satelizados en el Este. Enseguida hay un equipo que se distingue, engarzando una victoria tras otra contra sus adversarios rumanos o húngaros: el FC Start, creado de prisa y corriendo a partir de los restos de un difunto Dynamo de Kiev, prohibido desde el principio de la ocupación pero cuyos jugadores fueron llamados para tal evento.

La fama del éxito de ese equipo llega a los alemanes, que deciden organizar un partido de prestigio en Kiev, entre el equipo local y el equipo de la Luftwaffe. Durante la presentación de los equipos, los jugadores ucranianos son obligados a hacer el saludo nazi.

El día del partido, los dos equipos entran en el estadio, lleno a rebosar, y los jugadores alemanes extienden el brazo gritando: «¡Heil Hitler!» Los jugadores ucranianos extienden también el brazo, lo que supone sin duda una gran decepción para el público que, evidentemente, veía en ese partido la oportunidad de demostrar una resistencia simbólica al invasor. Pero en vez de apostillar su gesto con el «Heil Hitler» convenido, los jugadores cierran el puño, cruzan su brazo sobre el pecho y gritan: «¡Viva la cultura física!» El eslogan, impregnado de connotaciones soviéticas, entusiasma al público.

Apenas empezado el partido, un jugador alemán le fractura la pierna a un atacante ucraniano. En esa época no había sustituciones. El FC Start deberá jugar el resto del partido con diez. En superioridad numérica, los alemanes abren el marcador. La cosa se presenta muy mal. Sin embargo, los jugadores de Kiev se niegan a rendirse. Empatan entre los vítores de la multitud. Un poco más tarde marcan un segundo tanto y el estadio se viene abajo.

En el descanso, el general Ebherdardt, superintendente de Kiev, visita a los jugadores ucranianos en su vestuario y les echa este discurso: «Bravo, habéis practicado un juego excelente y a todos nos ha gustado mucho. Pero ocurre que ahora, durante el segundo tiempo, tenéis que perder. ¡Debéis hacerlo! El equipo de la Luftwaffe no ha perdido jamás, sobre todo en territorios ocupados. ¡Es una orden! Si no perdéis, seréis ejecutados.»

Los jugadores han escuchado en silencio. De regreso al terreno de juego, sin que se pusieran de acuerdo previamente, después de una breve incertidumbre, toman la decisión de seguir jugando. Marcan otro gol, y luego otro, hasta acabar ganando 5-1. Para el público ucraniano es el delirio. La parte alemana gruñe. Hay disparos al aire. Pero ninguno de los jugadores se inquieta todavía, porque piensan que los alemanes querrán lavar su afrenta sobre el terreno de juego.

Tres días más tarde se organiza un partido de revancha cuya promoción se hace con un gran despliegue de carteles. Mientras tanto, los alemanes mandan venir de emergencia desde Berlín a jugadores profesionales para reforzar el equipo.

El segundo partido comienza. El estadio está nuevamente lleno a rebosar, pero esta vez se han desplegado alrededor tropas de las SS, con la excusa oficial de mantener el orden. Los alemanes abren una vez más el marcador. Pero los ucranianos no se amilanan y vencen 5-3. Al acabar el partido, los seguidores ucranianos estallan de alegría, pero los jugadores están lívidos. Los alemanes disparan algunos tiros. El césped se invade. En la confusión, tres jugadores ucranianos desaparecen entre la multitud. Sobrevivirán a la guerra. El resto del equipo es arrestado y cuatro jugadores son llevados inmediatamente a Babi Yar, donde se les ejecuta. De rodillas delante del barranco, el capitán y guardameta, Nikolai Trusevich, tiene tiempo de gritar, antes de recibir una bala en la nuca: «¡El deporte rojo no morirá jamás!» A continuación, los demás jugadores serán asesinados también. Hoy en día hay un monumento dedicado a ellos delante del estadio del Dynamo.

Existe un increíble número de versiones de ese legendario «partido de la muerte». Hay quien afirma que hubo incluso un tercer encuentro durante el cual los ucranianos llegaron a ganar por ¡8-0!, y que sólo por ese resultado los jugadores fueran arrestados y ejecutados. Pero la versión que doy aquí me parece la más verosímil, aunque todas coinciden en líneas generales. Temo haber cometido algunas inexactitudes, porque no me he tomado el tiempo necesario de hacer una investigación en profundidad, ya que el asunto no guarda relación directa con Heydrich, pero no quería hablar de Kiev sin contar esta increíble historia.

113

Sobre la mesa del despacho de Hitler se amontonan los informes del SD que denuncian la escandalosa permisividad que reina en el Protectorado. Relaciones del Primer Ministro checo Alois Eliáš con Londres, actos de sabotaje, redes de la Resistencia todavía activas, proliferación de frases sediciosas en público, mercado negro en plena expansión, baja del 18% en la productividad, una situación que tal como la describen los hombres de Heydrich parece explosiva. Además, con la abertura del frente ruso, los resultados de la industria checa, una de las mejores de Europa, empiezan a cobrar un cariz vital para el Reich. Es preciso que las fábricas Škoda funcionen a pleno rendimiento para sostener el esfuerzo de guerra.

Con todo lo paranoico que es, sin embargo Hitler no se deja engañar: debe de suponer que Heydrich, que codicia el puesto de Neurath, protector de Bohemia-Moravia, tiene todo el interés del mundo en oscurecer el cuadro para desacreditar la política del viejo barón. Pero tampoco a Hitler le gustan los blandos (y menos aún si son barones), y las últimas noticias son la gota que colma el vaso. Una llamada al boicot de la prensa de ocupación, lanzada desde Londres por Beneš y su camarilla, ha sido ampliamente seguida por la población local durante toda una semana. En sí mismo, el daño no es muy grande, pero se trata de una demostración modélica de la influencia que aún conserva el gobierno checo en el exilio, y eso revela un estado de ánimo general enojoso para el ocupante. Cuando se recuerda el odio que Hitler siente por Beneš, no es difícil adivinar con qué rabia habrá encajado esa información.

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