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Authors: Laurent Binet

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: HHhH
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Si tuviera que contar todos los complots en los que Heydrich estaba involucrado, no acabaría nunca. A veces, cuando estoy documentándome, doy con una historia que opto por no relatar, ya sea porque me parece demasiado anecdótica, ya porque carezco de todos los detalles y no llego a reunir todas las piezas del puzle, o ya porque está puesta en tela de juicio. También me ocurre que haya varias versiones de una misma historia, y que esas versiones sean absolutamente contradictorias. En algunos casos, me permito contrastar, si no, lo dejo de lado.

Había decidido no mencionar el papel de Heydrich en la caída de Tujachevsky. En primer lugar, porque ese papel me parece secundario, incluso ilusorio. Luego, porque la política soviética de los años treinta excede un poco el embudo narrativo por el que trato de introducir mis capítulos. Y finalmente, quizá, por miedo a meterme en un nuevo terreno histórico: las purgas estalinistas, la carrera del mariscal Tujachevsky, los orígenes de su contencioso con Stalin, y todo eso requería a la vez erudición y minuciosidad. Corría el riesgo de que ese asunto me apartara un poco.

Pero me había imaginado una escena, en cierto sentido placentera: veía en ella al joven general Tujachevsky contemplando la derrota del ejército bolchevique a las puertas de Varsovia. Estamos en 1920. Polonia y la URSS están en guerra. «¡La Revolución pasará por encima del cadáver de Polonia!», ha dicho Trotski. No hay que olvidar que, aliándose con Ucrania y soñando con una confederación que incluiría también a Lituania y a Bielorrusia, Polonia amenaza la frágil unidad de la naciente Rusia soviética. Por otra parte, si los bolcheviques quieren llevar el triunfo de la revolución a Alemania, están forzosamente obligados a atravesar esa región.

En agosto de 1920, el contraataque soviético ha puesto el Ejército Rojo a las puertas de Varsovia y la suerte de los polacos parece estar echada. Pero la independencia de la joven nación va a prolongarse todavía diecinueve años. Lo que no sabrá hacer en 1939 frente a los alemanes, Polonia lo hace ahora frente a los rusos: rechazarlos. Es el «milagro del Vístula». Tujachevsky es vencido por un estratega sin par, Jozef Pilsudski, el héroe de la independencia, treinta años mayor que él.

Las fuerzas sobre el terreno están equilibradas: 113.000 polacos se enfrentan a 114.000 rusos. Tujachevsky, sin embargo, como está convencido de la victoria, toma la iniciativa. Coloca el grueso de sus fuerzas en el norte, donde Pilsudski lo ha atraído haciéndole creer en una concentración de tropas ficticia. De hecho, Pilsudski ataca por el sur, a la contra. Es en ese preciso momento cuando el episodio entra por el agujero de «Antropoide». Tujachevsky pide refuerzos al Primer Ejército de caballería del no menos legendario general Budienny, que lucha en el frente sudoeste para tomar Lvov. La caballería de Budienny es temible, Pilsudski sabe que su intervención puede invertir la suerte de las armas. Pero sucede entonces algo increíble: el general Budienny se niega a obedecer las órdenes y retiene su ejército en Lvov. Para los polacos sin duda ése es el auténtico milagro del Vístula. Para Tujachevsky, por el contrario, la derrota es amarga y quiere comprender la razón. No tendrá que ir muy lejos a buscarla: el comisario político responsable del frente sudoeste, a cuya autoridad Budienny estaba sometido, había hecho de la toma de Lvov una cuestión de prestigio. No iba a privarse de sus mejores tropas, y menos aún para evitar un desastre militar en un sector que no dependía de su responsabilidad. Poco importa que sea allí donde se juegue la suerte de la guerra. Las ambiciones personales de ese comisario se han impuesto sobre cualquier otra consideración. Se llamaba Iósif Dzhugashvili, y su apodo era Stalin.

Quince años más tarde, Tujachevsky ha sucedido a Trotski al frente del Ejército Rojo, mientras que Stalin ha sucedido a Lenin al frente del país. Ambos se detestan, están en la cima de su poder y sus análisis estratégico-políticos divergen: Stalin busca retrasar un conflicto con la Alemania nazi, Tujachevsky preconiza pasar a la ofensiva sin demora.

Yo aún desconocía todo esto cuando vi
Triple agente
, de Eric Rohmer. Pero decidí estudiar seriamente el asunto cuando oí que el personaje principal, el general Skoblin, un eminente ruso blanco refugiado en París, le dice a su mujer: «¿No te acuerdas? Te dije que en Berlín fui a ver al gran jefe del espionaje alemán, un tal Heydrich. ¿Y sabes lo que me callé? Ciertas cosas sobre mi camarada Tujachevsky, con quien me volví a encontrar en secreto en París cuando viajó a Occidente para las exequias del rey de Inglaterra. Es obvio que él no me iba a abrir su corazón, pero, de sus reservados comentarios pude hacer algunas deducciones. Ese encuentro debió de llegar a los oídos de la Gestapo, porque Heydrich, con indiferencia, me preguntó por él, pero le respondí con evasivas; me lanzó una mirada glacial y la cosa quedó ahí.»

Heydrich en una de Rohmer. Todavía no doy crédito.

En la réplica del diálogo, la mujer de Skoblin pregunta:

«Y ese tal Heydrich, ¿por qué quería esa información?»

Skoblin se limita a responder:

«Bueno, es lógico pensar que a los alemanes les interese especialmente comprometer al jefe del Ejército Rojo, ahora que ya saben probablemente que no cuenta con el favor de Stalin… supongo.»

Inmediatamente Skoblin se defiende de toda connivencia con los nazis, y, por lo que parece, ésta también es la tesis de Rohmer, aunque el director de cine pone mucho cuidado en cultivar la ambigüedad de su personaje (¿blanco, rojo, pardo?). Pero me cuesta mucho creer que ese Skoblin se tomara la molestia de ir a encontrarse con Heydrich en Berlín para no decirle nada.

Pienso más bien que Skoblin fue a ver a Heydrich para informarle de que Tujachevsky había urdido un complot contra Stalin, pero en realidad Skoblin actuaba por cuenta del NKVD, es decir, para el propio Stalin. ¿Con qué objeto? Propagar el rumor del complot con el fin de dar credibilidad a una acusación de alta traición (acusación que al parecer careció de fundamento).

¿Creyó Heydrich a Skoblin? En todo caso, vio la ocasión de eliminar a un adversario peligroso para el Reich: apartar a Tujachevsky en 1937 equivale a decapitar al Ejército Rojo. Decide, por tanto, alimentar el rumor. Sabe que un asunto como ése depende del Abwehr de Canaris, ya que se trata de una cuestión militar. Pero embriagado por la envergadura de su proyecto, llega a convencer a Himmler, e incluso al mismísimo Hitler, para que le confíe el mando de una minuciosa operación de intoxicación. Para llevarla a cabo, hace llamar a su mejor hombre al respecto, Alfred Naujocks, un especialista en trabajos sucios. Durante tres meses va a fraguar toda una serie de falsedades con las que comprometer al mariscal ruso. No necesita encontrar su firma: le basta con acudir a los archivos de la República de Weimar; en aquella época, numerosos documentos oficiales habían sido visados por Tujachevsky, cuando ambos países mantenían unas relaciones diplomáticas más amigables.

Una vez listo el dosier, Heydrich le encarga a uno de sus hombres que se lo venda a un agente del NKVD. La ocasión da lugar a un magnífico juego entre espías: el ruso le compra el falso dosier al alemán pagándolo con rublos falsos. Cada uno cree burlarse del otro, todo el mundo engaña a todo el mundo.

En definitiva, Stalin obtiene lo que quiere: pruebas de que su más serio rival prepara un golpe de Estado. Los historiadores desconocen la verdadera importancia que hay que atribuir a las maniobras de Heydrich en este asunto, ya que conviene hacer notar que el dosier fue transmitido en mayo de 1937 y que Tujachevsky fue ejecutado en junio. Para mí, la proximidad de las fechas indica una inequívoca relación de causa a efecto.

Finalmente, ¿quién ha engañado a quién? Pienso que Heydrich ha servido a los intereses de Stalin, al permitirle desembarazarse del único hombre susceptible entonces de hacerle sombra. Pero este hombre también era el más apto para dirigir una guerra contra Alemania. La desorganización total del Ejército Rojo, cogido desprevenido por la invasión alemana en junio del 41, será la última secuela de esta sombría historia. A fin de cuentas, no es que Heydrich haya realizado precisamente un golpe maestro, sino más bien que Stalin se pegó un tiro en el pie. Sin embargo, mientras éste emprende una serie de purgas sin precedentes, Heydrich está exultante. No duda en absoluto en atribuirse todo el mérito de la operación.

Me atrevería a decir que es legítimo.

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Tengo treinta y tres años, bastante más edad que Tujachevsky en 1920. Es 27 de mayo de 2006, día del aniversario del atentado contra Heydrich. La hermana de Natacha se casa hoy. No estoy invitado a la boda. Natacha me ha tratado de «pura mierda», creo que no me aguanta más. Mi vida parece un campo de ruinas. Me pregunto si Tujachevsky se sintió tan mal como yo cuando comprendió que había perdido la batalla, cuando vio a su ejército derrotado y fue consciente de su lamentable fracaso. Me pregunto si creyó que estaba quemado, acabado, pulverizado, si maldijo su suerte, la adversidad, a quienes le habían traicionado, o se maldijo a sí mismo. En todo caso, sé que renació. Es alentador, aunque fuera para ser aplastado quince años más tarde por su peor enemigo. La rueda gira, es lo que siempre me digo. Natacha no llama. Estoy en 1920, delante de las murallas estremecidas de Varsovia, y a mis pies corre, indiferente, el Vístula.

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Esa noche soñé que redactaba el capítulo del atentado y que empezaba así: «Un Mercedes negro iba a gran velocidad por la carretera como una serpiente.» Entonces comprendí que no podía demorar por más tiempo la escritura de todo lo que debía desembocar en ese episodio decisivo. Si seguía remontando hasta el infinito la cadena de casualidades, no hacía más que retrasar el momento de afrontar el sol de cara, la parte efectista de la novela, la escena clave.

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Hay que imaginar un planisferio, y unos círculos concéntricos que se estrechan en torno a Alemania. Una tarde del 5 de noviembre de 1937, Hitler expone sus proyectos a los altos mandos de los distintos ejércitos, Blomberg, Fritsch, Raeder, Goering, y a su ministro de Asuntos Exteriores, Neurath. El objetivo de la política alemana, tal como les recuerda (y creo que todos lo habían comprendido), consiste en garantizar la seguridad de la comunidad racial, garantizar su existencia y favorecer su desarrollo. Por consiguiente, es una cuestión de
espacio vital
(el famoso
Lebensraum
), y eso nos permite empezar a trazar círculos sobre el planisferio. No del más corto al más largo, para abarcar de una ojeada las intenciones expansionistas del Reich, sino, por el contrario, del más largo al más corto, con el fin de acompañar el movimiento de foco que va a cerrarse despiadadamente sobre las primeras víctimas del ogro. Por razones que considera inútil precisar, Hitler decreta que los alemanes tienen derecho a un espacio vital más grande que el de otros pueblos. El futuro de Alemania depende enteramente de la solución que se le dé al problema de esta necesidad de espacio. ¿Dónde encontrar ese espacio? No puede ser en alguna colonia lejana de África o de Asia, sino en el corazón de Europa —traza un círculo alrededor del Viejo Continente—, entre los vecinos inmediatos del Reich —cuyo círculo engloba a Francia, Bélgica, Holanda, Polonia, Checoslovaquia, Austria, Italia y Suiza, más Lituania, sin olvidar que el extremo de Alemania por esa época se extiende de Dánzig a Memel y limita con los países bálticos. La cuestión que plantea Hitler es, por tanto, la siguiente: ¿dónde puede obtener Alemania el mayor beneficio al menor precio? Su presunto poder militar y su alianza con Gran Bretaña excluyen a Francia del círculo, y con ella a Bélgica y a Holanda, dado el interés estratégico que ambas representan a los ojos del estado mayor francés. Naturalmente, la Italia mussoliniana está excluida de entrada. Una expansión hacia el este, hacia Polonia y los países bálticos, tropezaría prematuramente con las susceptibilidades soviéticas. Suiza, como ya se sabe, está preservada por su vocación de caja fuerte mucho más que por su neutralidad. El círculo se estrecha y se desplaza hacia una zona que se reduce a dos países: «Nuestro primer objetivo será golpear simultáneamente a Austria y a Checoslovaquia, para eliminar el peligro de un ataque por los flancos en una eventual operación contra el Oeste.» Como puede verse, una vez logrado su «primer objetivo», Hitler ya pensaba en ampliar el círculo.

Descontando a Goering y a Raeder, verdaderos nazis los dos, los proyectos de Hitler dejaron boquiabiertos a los demás asistentes, incluso en el sentido literal, ya que Neurath tuvo varias crisis cardiacas durante los días siguientes a la exposición de ese brillante programa. Blomberg y Fritsch, respectivamente ministro de la Guerra y comandante en jefe de las fuerzas armadas el primero y comandante en jefe del ejército de tierra el segundo, protestaron por la parte que les tocaba con una vehemencia completamente inapropiada para los usos y costumbres del Tercer Reich. El viejo ejército creía todavía, en 1937, que podía ser una fuerza influyente en el dictador a quien, imprudentemente, había ayudado a adueñarse del poder.

El ejército no había comprendido nada en absoluto a Hitler, pero Blomberg y Fritsch iban a pagar para aprender a conocerlo.

Poco tiempo después de esa crispada conferencia, Blomberg, que se había vuelto a casar con su secretaria, tuvo el disgusto de ver cómo se hacía público (y tal vez él mismo se enterase en ese momento) que su mujer, mucho más joven que él, había sido anteriormente prostituta. Y para que el escándalo fuera máximo, hicieron circular por todos los ministerios unas fotos de ella desnuda. Con valentía, Blomberg se negó al divorcio, pero tuvo que dimitir inmediatamente. Apartado de toda responsabilidad militar, fue fiel a su segunda mujer hasta el final, es decir, hasta 1946 en Núremberg, donde murió mientras aguardaba su proceso.

Fritsch, por su parte, fue víctima de una maquinación todavía más escabrosa, astutamente montada, como debía ser, por Heydrich.

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Heydrich, como Sherlock Holmes, toca el violín (pero aún mejor). Y, como Sherlock Holmes, se ocupa de casos criminales. Pero, a diferencia del detective, él no busca la verdad; él la fabrica, que es otra cosa.

Su misión es comprometer al general von Fritsch, comandante en jefe de los distintos ejércitos. Heydrich no necesita ser el jefe del SD para conocer de sobra los sentimientos antinazis de Fritsch, ya que éste nunca los ha ocultado. En Sarrebruck, en 1935, durante un desfile, se le pudo oír en medio de la tribuna despacharse a gusto en sarcasmos contra la SS, contra el Partido y contra varios de sus miembros eminentes. Sería muy fácil, por tanto, inventar un complot urdido por él.

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