Fui sensato y tomé un taxi hasta los billares de Houston Street, donde un chaval filipino me ganó unas cuantas partidas. Luego jugué contra su novia, que también me ganó. Me largué antes de que me ganara también el paragüero de la entrada.
Para disfrutar del oficio de periodista conviene ser joven y un poco inconsciente, como para enamorarse o firmar una hipoteca. El envejecimiento trae consigo la duda, el cinismo y la decepción. Se trabaja igual, quizá mejor, pero todo es menos divertido. Una buena descripción de ese proceso la hizo Dino Buzzati en
El desierto de los tártaros.
La novela cuenta la historia de un militar destinado en una lejana fortaleza fronteriza para explicar, en realidad, el desengaño vital de un redactor del
Corriere della Sera
, el propio Buzzati, que creyó malgastar su vida atado a la mesa de trabajo, esperando la gran noticia, la historia sensacional, el momento mágico que había de redimirle y justificar su existencia.
El periodista Julio Anguita firmaba sus textos con el segundo apellido, Parrado. Era joven y disfrutaba con su trabajo. Me lo presentó Albert Guasch, que estaba a punto de volver a Barcelona y cederle la corresponsalía neoyorquina de
El Periódico
a Idoya Noain. Albert e Idoya también eran jóvenes. Hice con Julio un par de viajes a Los Angeles, para asuntos de cine. Me pareció simplemente un colega simpático que lo pasaba muy bien hasta junio de 2001. El 10 de junio, para ser exactos. Julio Anguita, Julio A. Parrado para
El Mundo
, donde ejercía como «segundo» de Carlos Fresneda en la delegación estadounidense, e Idoya Noain vinieron conmigo a la ejecución de Timothy McVeigh, un veterano de la guerra del Golfo que el 19 de abril de 1995 hizo estallar una furgoneta cargada de explosivo ante un edificio de Oklahoma y mató a 168 personas. Con esa matanza quiso declarar la guerra al gobierno federal. Washington, como Bruselas en Europa, era considerada en mayor o menor medida una cueva de burócratas que malgastaban, limitaban las libertades del ciudadano y arruinaban las identidades locales. Una pequeña minoría, a la que pertenecía McVeigh, veía en Washington a un enemigo contra el que valía todo.
La ejecución estaba fijada para el 11 de junio en Terre Haute, Indiana, uno de esos lugares rubios y apacibles, perdidos en la inmensidad del continente, en los que la gente compra revólveres en las gasolineras y respeta el Día del Señor. Idoya y Julio no conducían y me tocó ejercer de chófer desde un aeropuerto remoto, diría que en Illinois, hasta Terre Haute. El motel céntrico donde habíamos reservado habitaciones era un tugurio y nos quedamos un solo cuarto, como oficina colectiva. Para dormir sin cucarachas encontramos un hotelito a unos veinte kilómetros.
En Terre Haute descubrí que viajaba con dos malditos periodistas jóvenes que iban de aquí para allá, hablando con unos y otros, haciendo el trabajo que se supone debe hacer un reportero, mientras yo me sentía paralizado por una enfermedad que se agrava con el tiempo: el empecinamiento (inútil) en comprender. Por qué McVeigh, un tipo inteligente y a su manera honesto, había declarado una guerra personal al gobierno de Estados Unidos; por qué durante meses había planeado esa matanza de inocentes sin sentir la menor duda ni el menor remordimiento; por qué tantos cientos de ciudadanos habían organizado su asistencia a la ejecución como un fin de semana familiar. Estaban en las piscinas de los hoteles y en los restaurantes, bromeando con sus hijos, haciendo cálculos sobre la hora a la que deberían levantarse al día siguiente para no perderse detalle del acontecimiento. Al término de la jornada, después de preguntar muchas veces por qué, yo seguía sin comprender. Idoya y Julio, en cambio, se habían limitado a conversar, a meterse en las casas, a palpar el ambiente, y tenían un montón de anécdotas y de testimonios interesantes o graciosos. Ésa es una lección que se olvida con frecuencia: no intentes comprender, no deduzcas, no interpretes: eso lo puede hacer cualquiera en una oficina a mil kilómetros de distancia. Da igual que la situación te resulte ininteligible. Cuenta lo que ves, lo cercano, lo comprobable. Ya está.
Pensé mucho en Idoya y Julio el 11 de septiembre de 2001, cuando «el mundo se vino abajo». Con estas palabras empezaba al día siguiente la crónica de Julio. Yo acababa de ser trasladado a Washington y viví las cosas desde allí. Fue un día muy largo. Pensé en todos los amigos de Nueva York, de los que poco a poco fui teniendo noticia directa o indirecta, pero sobre todo en Idoya y Julio. Habían llegado los tártaros y ellos, aún jóvenes y enteros, estaban de guardia en la fortaleza. Supuse que trabajarían muy bien, y lo hicieron.
Tardé unos días en desplazarme a Nueva York, adonde volvía frecuentemente por trabajo y casi todos los fines de semana, aunque fuera sólo un momento, para engañarme con la idea de que no me había ido del todo. Por debajo de Canal Street el aire era espeso y picante, de polvo y ceniza. Mi vieja barbería había sido engullida por la «zona cero». En el vestíbulo de The Printing House, mi antigua casa, habilitado como enfermería de urgencia el día de la tragedia, había carteles de desaparecidos, fotos, mensajes. Lo normal en una ciudad bombardeada o en un campo de refugiados. Había visto esos murales de notas desesperadas en Ruanda o Kosovo. En la opulenta Nueva York causaban una desazón distinta. Los papeles en las paredes, la montaña de escombros, el cielo inmenso y vacío sin las dos torres, las banderas por todas partes, las lágrimas, el redoble de los tambores de guerra.
En la parte baja de Manhattan, el viento susurraba el Apocalipsis y la gente caminaba como aterida de frío, aunque hiciera calor. Por otra parte, no había que hacer cola para comer en Nobu o el Odeón y se encontraban habitaciones en el Plaza por menos de cien dólares. Los martinis del Oak Bar seguían siendo excelentes y, poco a poco, volvían los turistas. Es la vida.
Conocí y traté bastante a una superviviente de las Torres Gemelas. Se llamaba Judith Francis, tenía treinta y cinco años. El 11 de septiembre de 2001, a las 8:45 de la mañana, cuando entraba en la oficina en la que trabajaba, AON Consulting, piso 85, torre sur del World Trade Center, vio por la ventana el impacto del primer avión contra la otra torre y la llamarada le hirió los ojos. Quedó casi ciega; recordaba sobre todo los sonidos. La megafonía: «Permanezcan quietos y tranquilos». La voz de su jefe, acatando las instrucciones: «Yo no me muevo de mi despacho». La voz de una secretaria que bajaba lentamente las escaleras con zapatos de tacón alto: «No voy a quitarme los zapatos, hoy me reuniré con Dios y quiero estar bien vestida». Judith arrastró consigo a la secretaria en una carrera furiosa hacia la calle, mientras sobre sus cabezas escuchaban el impacto del segundo avión (que desintegró al jefe que había permanecido «quieto y tranquilo» en la oficina a la espera de nuevas órdenes). Todo el edificio se tambaleaba. Fueron 85 pisos en 15 minutos, a 10,5 segundos por piso: casi una caída libre. Se le deformaron los pies y ahora usa zapatos ortopédicos. La calle temblaba y del cielo llovían personas. Dentro del fragor general, el impacto de los cuerpos de los suicidas sonaba «leve, como si fueran objetos semilíquidos».
Convencida de que iba a enloquecer, Judith echó a andar en dirección norte, sacó su ordenador de bolsillo y empezó a anotarlo todo, minuto a minuto. Los ataques de pánico y el insomnio llegaron al cabo de un par de meses. En agosto la despidieron y Judith dejó la ciudad. La invitaron a la conmemoración oficial del primer aniversario, pero no quiso asistir. No quería ver, dijo, «a los políticos hinchando el pecho», ni oír por enésima vez un discurso de George W. Bush sobre la «guerra planetaria».
No hizo falta mucho tiempo para que Nueva York recuperara el pulso. La tragedia del 11 de septiembre fue metabolizada y asumida por quienes no la habían sufrido ni de lejos y se convirtió en patrimonio de la América profunda: los mismos que durante la presidencia de Bill Clinton clamaban contra Washington y contra el gobierno federal dieron carta blanca a George W. Bush para hacer todo aquello que supuestamente no toleraban: espiar a los ciudadanos, saltarse la Constitución y gastar montañas de dólares del contribuyente. La guerra es la guerra.
Había pasado poco más de un año cuando entrevisté a Lou Reed en un restaurante de la Décima Avenida junto a la 14, muy próximo a su apartamento. «Nueva York vuelve a estar muy viva —dijo—. Creo que los que vivían en la parte alta de la ciudad se enteraron de las cosas relativamente, vieron el humo y las imágenes en televisión. Lo curioso es que el efecto parece haber sido más intenso en el resto de América. La reacción más fuerte, en términos de miedo y paranoia, está en la América suburbial que, como usted sabe, odia Nueva York. —Y añadió—: Para los que lo vivimos de cerca fue algo terrible, casi prefiero no hablar de ello, me falta distancia.» Acto seguido echó una bronca al camarero porque había pedido agua con gas y le habían traído un agua con un gas demasiado gaseoso.
Julio Anguita podía ser muy sentimental o muy cínico, según el momento. Poseía una vitalidad extraordinaria, una gran curiosidad y un desparpajo muy útil para manejarse en Nueva York. De todas las personas que conocí en la ciudad, Julio era probablemente quien más la gozaba. Eramos relativamente vecinos. El vivía junto a Washington Square con Stefano, su compañero, un hombre culto y bondadoso que, además, preparaba un risotto tremendo. No pertenecíamos al mismo circuito y sólo nos veíamos de vez en cuando, pero convivimos bastante en los viajes a Florida, cuando el puñetero recuento electoral, a California, a Indiana y a algún otro lugar. Era un maldito periodista joven, lleno de talento. Y una persona de generosidad exagerada, casi estrafalaria.
Un sábado, sería durante la guerra de Afganistán o en la inmediata posguerra porque recuerdo que la pared de la oficina estaba llena de mapas bélicos, me llamó a Washington para contarme que había hecho un cursillo del Pentágono. Les habían enseñado a ser corresponsales de guerra, me dijo riéndose. Me preguntó por mis experiencias y apenas pude explicarle nada. Yo he ido poco a la guerra y por casualidad, no por vocación. Le comenté cuatro cosas banales: que en ciertas situaciones la cobardía solía ser una virtud, que convenía llevar papel higiénico y un buen seguro y que si en la guerra participaban los americanos lo aconsejable era situarse detrás de ellos, no delante.
Julio y su amiga Mercedes Gallego, de
El Correo
, se fueron meses después a Irak, «empotrados» en unidades estadounidenses. Las crónicas de Julio demuestran que en aquel barullo atroz logró mantener la mirada fresca del periodista joven: son historias concisas, sin trampa, sin inventos.
Luego se discutió bastante sobre si llevaba un chaleco antibalas inadecuado, si viajaba sin seguro, si su empresa le había proporcionado las garantías necesarias. Creo que se fue a la guerra con la idea de que un nuevo éxito profesional (una nueva victoria sobre los tártaros) le permitiría librarse del temido retorno a Madrid y quedarse en Nueva York.
Un misil lo mató el 7 de abril de 2003, a las puertas de Bagdad.
Era mediodía en Estados Unidos cuando se confirmó que Julio Anguita Parrado había muerto. Desde Madrid me pidieron unas líneas sobre él. Eso es periodismo de veteranos: contar en menos de una hora lo que no sabes ni quieres contar, y hacerlo mal, pero hacerlo a tiempo. A falta de otras virtudes, se valora la puntualidad.
Julio Anguita y José Couso, a quien no conocí, fueron los dos periodistas españoles muertos en la segunda guerra del Golfo.
El último de los funerales por Julio se ofició en una iglesia católica del Village neoyorquino, la misma iglesia a la que Stefano, creyente, había conseguido arrastrarle en alguna otra ocasión. Stefano quiso una ceremonia religiosa y después una fiesta en la que los amigos recordaran a Julio vivo y sonriente. Me mantuve un poco al margen y luego intercambié comentarios cínicos con Isabel: el cinismo es un extraordinario analgésico.
Ricardo Ortega llegó tarde a la iglesia. Entró con prisa, permaneció un rato al fondo del templo y se largó enseguida porque se había citado con su novia. A Ricardo, que tenía toda la experiencia del mundo en cuestiones bélicas, no le habían enviado a Irak. Después de la campaña de Afganistán, donde, como solía, «adoptó» a los compañeros más jóvenes, fue siempre el primero en levantarse para preparar café e hizo crónicas estupendas, lo devolvieron a Nueva York. El alejamiento forzoso del conflicto iraquí no le hizo ningún bien. A Ricardo le gustaban las emociones brutales y las situaciones imprevisibles. Posiblemente le atraía también el riesgo. En la guerra se crecía.
Quizá se sentía en Nueva York como el oficial que aguarda en la fortaleza y otea inútilmente el horizonte del desierto a la espera de unos tártaros que no llegan. Y Ricardo Ortega no estaba hecho para sentarse ante una mesa y dejar pasar los días.
El funeral de Julio fue una doble despedida: adiós al amigo y adiós a la ciudad. Yo estaba a punto de trasladarme a Roma. Esa noche tomé algún martini de más, crucé apuestas insensatas y me prometí cambiar de vida. Dormí poco y por la mañana, muy temprano, fui al mercado del pescado de Fulton Street. Aquel viejo mercado tenía también las horas contadas porque se trasladaba al Bronx. Era un lugar fascinante, el último vestigio portuario en Manhattan. Luego di un paseo por el puente de Brooklyn y permanecí un rato embobado, mirando en la distancia la estatua de la Libertad. Me emocioné un poco. Hay que ser tonto para emocionarse con esa estatua. También hay que ser tonto para no hacerlo.
Escribo en Roma. Veo por la ventana un mar de tejas tostadas por el sol, la cúpula chata y gris del Panteón, el
cuppolone
de San Andrea de la Valle, un cielo azul, unas cuantas gaviotas.
Estaba aquí mismo, viendo por la tele un partido que jugaba el Inter contra no sé quién, cuando sonó el teléfono. Era tarde, quizá pasadas las 11. Lola había viajado a Barcelona y yo, solo en casa, veía al Inter, mi equipo, tumbado en el sofá con una cerveza en la mano. Sonó el teléfono y la conversación fue más o menos como sigue:
—
¿Enric González?
—Sí.
—
Hola, te llamo de la SER. Creo que eras amigo de Ricardo Ortega, ¿no?
—Sí.
Y dije que sí sin reparar en el pasado verbal y sin ninguna alarma.
—
Sabrás que Ricardo acaba de morir en Haití, queríamos grabarte unas palabras.