Historias de Nueva York (12 page)

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Authors: Enric González

Tags: #Biografía, Viajes

BOOK: Historias de Nueva York
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Harlem empezó a recibir inmigración negra a finales del XIX y se convirtió en un barrio casi exclusivamente negro durante la Primera Guerra Mundial, con la llegada de decenas de miles de jamaicanos que buscaban empleo en la industria neoyorquina. Pero el «renacimiento» negro de los años veinte, cuando no se podía vivir la noche sin pasar por el Cotton Club (que sigue abierto hoy), el Lennox Avenue Club o el Connie's Inn, y no se podía predecir el futuro de Estados Unidos sin leer a James Weldon Johnson, Alain Locke o Langston Hughes, los intelectuales de Harlem que aspiraban a crear una cultura alternativa a la blanca, no habría existido quizá sin un personaje formidable: Marcus Aurelius Garvey, emperador del Reino de África, Caballero Comandante de la Sublime Orden del Nilo y Gran Sachem de la Legión Africana.

Antes de Garvey existió Booker T. Washington, el admirable esclavo de Virginia que estudió y desde la dirección del Tuskegee Institute de Alabama forjó una generación de profesores negros, con el objetivo de elevar la condición social de la raza a través de la educación. Washington publicó en 1901, con gran éxito, su autobiografía,
Up from Slavery,
y llegó a ser asesor del presidente Theodor Roosevelt. Pero creía en los cambios graduales y en el fondo tenía algo de Tío Tom: era un negro con el alma blanca, lo peor que según los negros puede ser un negro.

Hacía falta alguien con más desparpajo y menos escrúpulos, y ése era el emperador del Reino de África. En 1914, Marcus Garvey había fundado en su Jamaica natal la Asociación para la Mejora de los Negros Unidos según las teorías del maestro Booker Washington, y en 1916 viajó a Estados Unidos para reunirse con él. Pero Washington acababa de morir, y Garvey se instaló en Harlem para predicar un nuevo evangelio: los negros debían ser orgullosos y autosuficientes, sin necesidad de imitar a los blancos. «Hay que enseñar negritud a los negros. Ideales negros, industria negra y religión negra en unos Estados Unidos negros», decía.

Esos «Estados Unidos negros» iban a crearse en el oeste de África, que las potencias coloniales cederían encantadas al propio Garvey en su autoproclamada calidad de «presidente-general provisional de todos los negros del universo». Garvey ya le había tomado la medida al cargo, al menos en lo tocante al vestuario: usaba un vistoso uniforme rojo lleno de entorchados, correajes y condecoraciones, se cubría la cabeza con un gorro napoleónico adornado con plumas y paseaba por el barrio en carruaje abierto, acompañado de alguno de sus ministros.

En 1919 ya era propietario de un periódico,
Negro World
, y de varios restaurantes y lavanderías, pero eran negocietes de poca monta, lejos del nivel imperial del personaje. Entonces fundó la Black Star Line, una naviera con 24 grandes buques (eso decía él, en realidad eran tres, de los que sólo dos flotaban) destinada a cambiar para siempre la fortuna de la negritud y del continente africano. Sus seguidores invirtieron millones de dólares en acciones de la Black Star Line y lo hicieron millonario.

Resultó, sin embargo, que las potencias coloniales carecieron de la delicadeza y la amplitud de miras necesarias para entregar sus posesiones africanas al emperador Garvey. Y resultó también que las organizaciones negras más radicales, como la Hermandad Negra Africana, se hartaron del «fantoche con chorreras». La naviera quebró, Garvey fue procesado por estafa y condenado a cinco años de cárcel, y los Estados Unidos negros se fueron al garete. Tras cumplir dos años, Garvey fue perdonado y se trasladó a Londres, donde llevó una vida más discreta que en Harlem. ¿Por qué fue importante ese tipo pintoresco? Porque galvanizó a la comunidad, porque soñó a lo grande, porque fue el primero en decir que no se podía contar con los blancos (en el sur prosiguieron los linchamientos racistas durante décadas) y porque sugirió la necesidad de buscar «una religión propia», algo que, más o menos, llegó más tarde con el islam americano. También porque era vistoso y simpático, y porque fue lo más parecido a un emperador decimonónico que se vio nunca en Harlem.

El mejor mes para las epifanías neoyorquinas es sin duda junio. Hay una vieja canción maravillosa,
How about You,
que habla de eso. Hay que vivir en Nueva York el final de la primavera, cuando se olvida la nieve, se guardan los abrigos donde quepan (ésa es tal vez la operación más complicada, porque el espacio no abunda) y los neoyorquinos recuperan la calle y la brisa con aroma de mar, de alquitrán, de monóxido de carbono y de savia nueva: una combinación embriagante. Es un estallido suave, una invitación a vivir.

Mi epifanía neoyorquina, mi revelación personal, ocurrió sin embargo en invierno. Salía del metro en la estación de la 157 con Broadway, ya había oscurecido y caía una nieve muy espesa. La zona, que de suyo es un guirigay de músicas latinas, bocinazos y gritos infantiles, estaba en silencio. Iba a la Hispanic Society, uno de mis lugares preferidos. Me quedé plantado en la acera, con nieve hasta los tobillos, y me sentí muy feliz de que aquella ciudad tremebunda, voraz e hiperactiva estuviera tan quieta y callada como yo, cubierta de blanco e inmóvil en un instante dulce. En ese momento decidí quedarme a vivir en Nueva York, para siempre, pasara lo que pasara.

Las ciudades nevadas me parecen de otra época y la epifanía de la Calle 157 tuvo mucho que ver con Archer Milton Huntington. Ese caballero, nacido multimillonario en 1870, fue contemporáneo de los Morgan y los Rockefeller y, como ellos, acumuló arte; a diferencia de ellos, sin embargo, no utilizó el arte para calmar su conciencia. Huntington era mucho más raro: su trabajo, desde muy joven, consistió en comprar España, un país que en aquel momento no interesaba a nadie.

Era hijo único de Collis Potter Huntington, fundador de la Central Pacific Railroad y de los astilleros Newport News y Drydock, y de una dama distinguida y francófila. El ambiente y los recursos le permitían cualquier manía, y optó por una realmente excéntrica. Durante un viaje a Londres compró el libro
The Zincali
, de George Borrow, una crónica bastante pesada sobre la vida de los gitanos españoles a mediados del siglo
XIX
; desde que la leyó, el joven Huntington empezó a obsesionarse con España. Hizo que sus padres contrataran a una maestra de Valladolid para que le enseñara español y acumuló una biblioteca de temas hispánicos. A los veinte años contrató a un profesor de árabe, idioma que consideraba muy relacionado con el país de sus sueños, e inició la preparación de su primer viaje a España. Muy sensatamente, se dedicó también a estudiar medicina: no esperaba encontrar médicos fiables fuera de las grandes ciudades, y quería estar preparado para curarse a sí mismo en caso de enfermar. En 1892 llegó a Bilbao. El resto de su vida fue un buceo frenético en la cultura española: excavó en Itálica, compró las mejores bibliotecas de Sevilla, se hizo con las primeras ediciones del
Quijote
y de
La Celestina
(un regalo del banquero Morgan), acumuló cuadros, mapas, restos arqueológicos, esculturas y manuscritos, trabó amistad con Ortega, patrocinó a Sorolla… El tesoro fue acumulado en un palacio feo y cargado de espaldas que en 1904 se alzaba sobre unos campos y hoy está rodeado por un barrio de denso aroma latino. El caserón de la Hispanic Society es poco visitado. Las salas y los ujieres evocan los museos cairotas de antes del turismo: polvo, soledad y silencio. Es un lugar maravilloso, uno de los pocos en que se puede contemplar a solas un goya o un velázquez. O un fantástico mapamundi de 1526 trazado por Juan Vespucci, el hermano de Americo, en el que Norteamérica es apenas el golfo de Florida y una breve masa continental con los bordes occidentales difuminados, como corresponde a las tierras inexploradas.

El oeste de Manhattan es considerado el lado «creativo» de la isla. Como simplificación, resulta aceptable. El Upper West es más entretenido que el Upper East y, en general, la parte occidental de Midtown encierra más sorpresas que la oriental. La Hispanic Society se encuentra al oeste. También están ahí dos lugares igualmente insólitos, los Cloysters y la catedral de Saint John. Lo de los Cloysters hay que verlo para creerlo: es un gran monasterio-palacio-catedral de estilo románico construido con edificios medievales pirenaicos, desmontados en Francia y España y ensamblados en la ribera del Hudson, frente a una franja costera continental en la que no se ha edificado y que ofrece al espectador un vago paisaje toscano. Se llevaron a Manhattan hasta las tumbas de los condes de Urgell. No estoy seguro de que me parezca mal.

En cuanto a Saint John, es otra fantasía imposible: una catedral gigantesca, en cuyo interior cabrían las de Notre-Dame y Chartres una junto a otra, inacabada (si todo va bien, hacia 2050 deberían techarse las torres) y consagrada a un delirio de estilos. Empezó a construirse en 1892 según criterios románicos y en 1911 varió al gótico porque cambiaron al arquitecto, y el nuevo tenía otros gustos. El portal, llamado del Paraíso, fue diseñado para contener una selección de figuras bíblicas masculinas; dada la incorrección política del asunto, se incluyeron sobre la marcha figuras femeninas. Hay un bestiario para la bendición de animales domésticos en la festividad de San Francisco, un Altar de la Paz, un Altar de las Víctimas del SIDA, un jardín de esculturas infantiles y, en general, todo tiene un aire híbrido, como de maravilla gótica planeada por un comité municipal progresista.

15

Juan Carlos Gumucio se pegó un tiro en su casa de Cochabamba. Lo recuerdo corpulento y sonriente. Era tan carismático que parecía capaz de curar un dolor de muelas con un apretón de manos.

Gumucio fue un gran periodista que pasó muchos años en Oriente Próximo, se casó bastantes veces, tuvo dos gatos llamados
Smith
y
Wesson
y contrajo en Londres una enfermedad del alma. Supongo que se dejó morir poco a poco. Se marchó a su país, Bolivia, quizás en busca del rincón tranquilo que eligen los gatos para morir en silencio, sin quejas. Al final, para acelerar los trámites, optó por la vía ejecutiva. Y se pegó un tiro.

Nueva York no es el mejor lugar para digerir según qué noticias. No es una ciudad reconfortante. Comparte esa calidad con Venecia: son sitios a los que hay que ir, o en los que hay que estar, con el ánimo bien dispuesto. Maravillosos cuando el alma goza de salud, potencialmente fatales en días escasos de esperanza.

Tomé el metro hacia el norte sin un destino fijo, masticando el recuerdo del Gumucio vivo, aquel tipo que fue tronante y feliz como un Otelo sin Desdémona, y después de muchas estaciones me apeé en una del Bronx para volver a pie hacia Manhattan. Más allá del Bronx, siguiendo Broadway en paralelo al Hudson, nacen Westchester y un mundo fluvial con bosques, aldeas delicadas, urbanizaciones caras y paisajes de un verdor inglés; más acá del Bronx se alza Manhattan, con sus esperanzas y sus rascacielos. La esperanza y los rascacielos forman parte de una misma ecuación: quiten a Manhattan sus torres y sus puentes y queda el paisaje urbano más triste del mundo. Queda algo así como el Bronx, una extensión desordenada en un continente inhóspito.

Soy injusto. Si en lugar de apearme en una estación cualquiera hubiera ido hasta Arthur Avenue, donde se cruza con Belmont, habría topado con la Little Italy contemporánea, un sitio donde se come bien, donde la gente se saluda y donde a mediados de agosto se celebra un Festival del Ferragosto entre vanguardista y kitsch. En el Bronx hay muchas cosas. El zoo. El estadio de los Yankees. Un río llamado Bronx. Y más de millón y medio de personas. Me gusta el mercado italiano de Arthur Avenue pero, en general, el Bronx me resulta indiferente.

Otra cosa es South Bronx, el barrio maldito de Nueva York. Aunque sus fronteras son vagas, la Calle 155 constituye una garantía: al sur de esa calle todo es South Bronx en estado puro, con sus canchas de baloncesto entre coches incendiados, sus matones de bíceps elefantiásicos, sus camellos, sus macarras y su actitud entre resignada y chulesca. La película
Fort Apache
, sobre la legendaria comisaría de policía de la zona, consolidó la fama de South Bronx como el lugar más peligroso de América. No es para tanto, pero si en Nueva York conviene andar atento, en South Bronx la atención es obligatoria.

Lo suyo habría sido homenajear a Gumucio con un largo paseo por South Bronx, seguido de borrachera y atraco. No se me ocurrió. Me quedé por el oeste desolado del Bronx, lleno de fachadas indefinibles y comercios hispanos. Hacía frío y entré a tomar un café, horrendo, en un antro llamado El Gallo Huevón.

El South Bronx es menos violento que hace 10, 15 o 20 años. Sus dramas de hoy son la obesidad y la melancolía. Conozco a un tipo heroico llamado Dave Holzweiss, un católico de origen coreano, duro como un general vietnamita, que gestiona un centro para muchachos en dificultades. Dice que la heroína y el crack le preocupan menos que las seis comidas diarias, los maratones de «culebrón» venezolano y la apatía existencial. Los jóvenes del Bronx comen, ven la tele y dejan pasar el tiempo. «A los catorce años se sienten adultos y se rebelan; algunos roban en los comercios, otros no, pero lo normal en este barrio es fracasar», comenta. Cuando a un chico le van bien las cosas, se larga. No hay modelos positivos. La población viene y va, en busca de empleo y alojamiento. Una de las pocas señas de identidad que sobreviven en el Bronx es el racismo contra los blancos.

Ricardo e Isabel habían ido a casa de su amiga Luisa, que vivía en un lugar de la costa de Nueva Jersey. Luisa había trabajado como productora y periodista para más empresas de las que recuerdo, conocía Nueva York como pocos y se había establecido en una playa cercana a Manhattan. Lola estaba en Washington y yo no me sentía de humor para ver el mar de cerca.

Se me ocurrió acercarme a la tumba del general Grant, pero no lo hice: habría sido ensañamiento. Es un lugar que agrava cualquier melancolía. Se trata, en invierno, del rincón más triste de Nueva York. Ulysses Grant, el gran general nordista de la guerra civil, fue un buen militar y un mediocre presidente. Salió de la Casa Blanca tan pobre como llegó a ella y en sus últimos años, alcoholizado y con un cáncer de garganta, escribió contra el reloj unas memorias de gran calidad literaria para dejar algún dinero a su viuda. Tras su muerte, casi cien mil personas entregaron donativos para la construcción de un mausoleo en el parque de Riverside cuya inauguración, en 1897, congregó a una multitud de más de un millón. Al edificio, un templete de mármol que sigue siendo el mayor mausoleo de Estados Unidos, acude hoy poca gente.

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