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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico, #Cuentos

Historias desaforadas (6 page)

BOOK: Historias desaforadas
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—Si no abrimos ¿a la larga se irá?

—Mejor hacernos a la idea de que vamos a estar sitiados. Tenemos alimentos para unos días.

—¿Oyó? Es como si rajaran madera. ¿Habrá volteado un árbol?

—Volteó la puerta. Voy a recibirlo. Mejor así: no puedo pasarme la vida huyendo. Usted se queda acá, tranquilo. Soy médico. Sé calmar a los furiosos.

¿Qué hago ahora? De poco valdrá mi ayuda contra alguien capaz de voltear semejante puerta. Huir por la ventana es imposible. Los barrotes están demasiado juntos. Los gemidos del profesor me ponen nervioso. No puedo pensar. No importa: voy a mantener la calma. Ese golpe seco debe de ser de un mueble, que tiró el gigante, contra la pared. No: en el hall no hay muebles. Si no fue un mueble, fue el cuerpo del pobre Haeckel. Ahora no se oye nada. Es horrible este silencio. Me parece que veo lo que hay detrás de la puerta. El cadáver de Haeckel en el suelo, el gigante mirando a su alrededor y preguntándose qué hacer. Aunque le cuesta pensar, de pronto recuerda que un criminal no deja testigos. Va a revisar la casa. Ojalá no empiece por este cuarto. Oigo el crujir de peldaños. Pasos muy pesados y lentos van subiendo. A lo mejor me salvo. En cuanto calcule que el gigante llegó al piso de arriba, corro afuera y me voy en el coche. Locarno está demasiado cerca. No paro hasta Italia. Hasta Sicilia. Siempre quise conocer Sicilia. Me cuidaré bien, si me salvo, de publicar la entrevista. El gigante no tendrá nada contra mí. Siguen los pasos. La escalera no acaba nunca. No puedo creerlo. Está bajando. Cambió de idea y va a empezar el registro por abajo. Escondo el grabador, detrás de unos libros, para que no lo destruya, si viene acá. Esos pasos, que no quiero oír, se acercan. Se abre la puerta. Apago el grabador.

EL RELOJERO DE FAUSTO
UN CONVENIO

La música de
Los bandidos
lo entristecía. No sólo estaba triste, sino enojado, lo que en las circunstancias era un poco ridículo. Odiaba las máscaras y odiaba los bailes y ahí lo tenían en un baile de máscaras, disfrazado de diablo. Se dejó arrastrar por una mujer tonta, que no le parecía linda. O mejor dicho, por el temor de que la mujer, si no la acompañaba, encontrara a otro y se le fuera.

Cuando empezaron a bailar sintió una revulsión interna, un estallido de amor propio. «Es demasiado. No puedo», protestó, casi audiblemente. Alegó cansancio, algún dolor en el viejo esqueleto y propuso:

—Por favor, Mariana, vamos a sentarnos.

Un inpiduo, (¿qué hacía en la pista de baile, sin compañera, ni siquiera disfrazado?) la invitó, como si él no existiese.

—¿Me concede este vals? —dijo con untuosidad.

Mariana le concedió una serie interminable, porque las mujeres no se cansan. Acodado en una mesita, junto a su vermouth, podía seguir las evoluciones de la pareja, que aparecía y desaparecía entre las otras. «Lo malo es que no llegué a esto por amor», reflexionó, «sino por necesidad. Si la pierdo, quizá no consiga reemplazante. Voy a extrañar a Mariana, por ser la última mujer de mi vida. Nada más que por eso». Alguien se había acercado y le hablaba. Era otro diablo, más gordo y, aparentemente, no más joven. Dijo:

—¿Usted es Olinden? Tenemos amigos comunes.
Permesso
.

Resoplando se dejó caer en la silla desocupada. Olinden pensó, «La presencia de este inpiduo le dará un pretexto para no volver. Tanto mejor. Es una idiota. Basta verla zangolotearse». Desde luego estaba triste, pero no por Mariana. Por él mismo. Porque se le acababa la vida.

—Lo noto apagado —dijo el otro diablo.

Olinden lo miró. El traje, quizá de terciopelo, era de color ciruela morada. Pensó: «Una ciruela gorda. Si no suda, es un diablo de verdad». Lo miró más detenidamente. La cara, verdosa, estaba cubierta de sudor. Tenía las ojeras y las grandes patillas de los bribones latinoamericanos de las viejas películas.

—Pienso que la vida se me acaba. Estoy melancólico. ¿Le parece ridículo?

—No es ridículo, pero debe reaccionar. Ánimo. Sin optimismo yo no podría vivir un minuto.

—Siempre fui optimista.

—No parece.

La idea, tal vez, de que la comedia, su comedia, había concluido, lo indujo a la franqueza.

—Tuve un optimismo estúpido, basado en una locura. Creí siempre que alguna vez encontraría a un médico que atrasara mi reloj biológico y me alargara la vida cincuenta o cien años. A lo mejor estoy triste porque descubro que no me queda mucho tiempo para ese encuentro.

—¿Con un médico?

—¿Con quién entonces? ¿Con un curandero?

—Conmigo, sin ir más lejos.

—¿Con usted? Por si acaso le aclaro que yo no creo en los curanderos.

—No me juzgue por el aspecto. Estoy disfrazado.

—Todo el mundo, aquí, está disfrazado.

—Yo, un poquito más. Me disfracé para que no me reconozcan.

—Hasta los chicos se disfrazan para que no los reconozcan.

—Muy gracioso —dijo el otro diablo, con irritación—; pero da la casualidad que yo no soy un chico. ¿Sabe quién soy?

—¿Quién es?

—Prometa que no se va a reír en mi cara. Acerqúese. Voy a hablarle en voz baja. ¿Está listo?

—¿Para qué?

—¿Para qué va a ser? Para oír una respuesta sorprendente.

—Estoy listo.

—Soy el Diablo.

—Bueno, bueno.

—No me cree. Nada me ofende más.

—Le digo que estoy triste y se viene con una pavada.

—Mida sus palabras. Usted sabe que soy vengativo. ¿Le pruebo quién soy?

—Como guste.

Apenas agitó un brazo, paró la orquesta.

—Haga que vuelva a tocar —pidió encarecidamente.

—Impresionado, ¿eh?

El diablo agitó el brazo y la orquesta rompió a tocar. Olinden explicó:

—Una persona venía a la mesa. No tengo ganas de verla.

—Vamos por partes, como decía Basile. ¿Porque menciono a Basile se asombra? Nunca me faltaron amigos en este mundo.

«¿Quién era Basile?», se preguntó Olinden. Por contestar algo, dijo:

—No puede hacer nada. No es médico.

—Hombre de poca fe, anda con suerte y a lo mejor por cabeza dura la deja pasar. Yo, si quiere, le doy el suplemento de años que pide.

—Si le vendo mi alma.

—Si me vende su alma.

—No quiere que me ría y dice pavadas. ¿Para qué le sirve mi alma? ¿Para leña del infierno? Porque si piensa que me va a convertir en un tipo malísimo se hace ilusiones. La gente mala me parece estúpida. Además, a un hombre de mi edad, ¿quién lo cambia?

—Nadie. Tiene razón.

—¿Entonces?

—Hay cosas difíciles de explicar. En el infierno, como en el cielo, puede creerme, somos anticuados. Nos regimos por leyes que en cualquier otra parte serían absurdas.

—Y usted, de vez en cuando, se da una vueltita por este mundo, comprando almas.

—Y… sí —dijo el diablo, un poco avergonzado.

—En ese caso, no veo inconveniente.

—¿Trato hecho?

—De acuerdo. ¿Hay algo que firmar?

—Ya le dije, somos gente a la antigua. Me basta su palabra.

—¿Para cuándo el rejuvenecimiento?

—No va a tardar, créame. Vaya tranquilo.

MESES DESPUÉS

Aquella noche rompió con Mariana. Después no la reemplazó. Como el rejuvenecimiento no llegaba (aunque notó signos alentadores), optó por retirarse, a la espera del fin. Increíblemente la situación no le resultó penosa. En eso estaba la mañana en que por no haber agua en la casa fue a los baños del club y se encontró con un amigo que le habló del doctor Sepúlveda.

—Un tipo extraordinario. Un bicho raro. ¡De una inteligencia…! Con decirte que descubrió el método para retrasarnos el reloj biológico.

—Si es una broma, te aviso que me muero de aburrimiento.

—No es una broma. Hablo por experiencia propia. Soy amigo y paciente del doctor Sepúlveda. Te doy la dirección: Paraguay 1957, planta baja. En la guía vas a encontrar el número de teléfono.

Olinden miró al consocio, movió la cabeza, pensó: «Para este resultado ni vale la pena pedir hora».

—No te cambia de un día para otro —previno el consocio—. El rejuvenecimiento es gradual.

En el transcurso de la conversación recordó quién era su amigo, cómo se llamaba, por qué, treinta o cuarenta años atrás, habían dejado de verse. Compañero en la Facultad de Letras, de lo mejorcito que había allá, Paco Anselmi se vinculó con un grupo de farristas insoportables, que practicaban el humor por medio de bromas pesadas y estúpidas.

UNA SEMANA DESPUÉS

Llamó para pedir hora.

—¿Le conviene el viernes próximo? —preguntó la secretaría.

—Sí —dijo Olinden.

Le pareció raro que el único médico en el mundo capaz de renovarle a uno la juventud, en seguida tuviera una hora libre. Un famoso desconocido.

—Véngase a las nueve, en ayunas.

—Solamente quiero hablar con el doctor.

—De acuerdo, pero véngase en ayunas, con la chequera.

Para no dejarle la última palabra, preguntó:

—¿Ustedes aceptan cheques de personas que no conocen?

—El señor Anselmi lo recomendó.

AQUEL VIERNES

La mañana era destemplada y muy gris. Entre la mole blancuzca de la Facultad de Odontología y vidrieras que le dejaron el recuerdo, sin duda falso, de bandejas donde se apilaban dentaduras postizas, caminó hacia el consultorio. Sentía una flojedad en las piernas, que atribuyó al hecho de no haber desayunado, y una inexplicable mezcla de aprensión y congoja. Aunque llevaba consigo la chequera, estaba resuelto a no empezar esa mañana el tratamiento. Se aferraba a la decisión, como a un salvavidas.

Una enfermera abrió la puerta. En la sala había una mesa con teléfono, sillas alineadas contra las paredes, un cuadro, firmado Carrière, de una mujer que parecía una momia deshilachada, una reproducción del Lacoonte.

—Tome asiento —dijo la enfermera.

—¿Hay que sacar tarjeta?

—Después me ve.

No sabía si alegrarse por no esperar que pasaran otros o preocuparse por ser el único. Ahí sentado recordó el miedo que tuvo, cincuenta y tantos años atrás, al oír que lo llamaban para dar su primer examen en Letras. Con una sonrisa forzada se decía que estaba, por segunda vez, en capilla, cuando oyó:

—Señor Olinden.

Se incorporó rápidamente y sintió un leve mareo. Entró en el consultorio.

El doctor, atento a un libro que reponía en su modesta biblioteca, le tendió una mano. Era un hombre flaco, de frente ancha, de cara angosta y pálida, de ojos grandes, febriles, oscuros. Nada en él parecía muy limpio.

—Odio trabajar en equipo —declaró con furia; suspiró y dijo:

—¡El que sólo tiene dos brazos no puede salvar a muchos! Le hablaré con toda claridad: yo elijo a mis pacientes.

—Comprendo —contestó Olinden.

Por los nervios, comprendía a medias. Se acordó de un recurso para recuperar el aplomo, que a veces daba resultado: formular una frase. La que pensó no lo tranquilizó: «Me tocó un médico anterior a la asepsia». El médico estaba diciendo:

—Bien. Le haré el planteo inevitable. ¿Qué razón me da para que le alarguemos la vida?

Se consideró estúpido por no haber previsto la pregunta. Debía decir algo, improvisar, tirar a la suerte el tan ansiado suplemento de cincuenta años. Ahora deseaba que lo aceptaran, que el tratamiento empezara esa mañana.

Sonó el teléfono. El médico atendió, giró con la silla, le dio la espalda y, encorvado sobre el aparato, mantuvo una larga conversación. A Olinden le llegaban susurros.

Se dijo: «Un llamado providencial, a condición de que yo lo aproveche». Trató de pensar rápidamente. ¿Era el sostén de una familia que iba a quedar en el desamparo? ¿O era un escritor y no quería dejar inconcluso un libro? ¿O era un hombre de ciencia y no se resignaba a interrumpir la investigación que tarde o temprano desembocaría en un descubrimiento beneficioso para la humanidad? Comprendió que no tenía coraje para formular tales embustes. La cara lo delataría. Oyó entonces palabras que lo apremiaban:

—Estoy esperando la respuesta.

Por no encontrar nada mejor, dijo lo que sentía:

—Tal vez no tenga un motivo especial. Me da pereza que se interrumpa…

—Que se interrumpa qué. ¿Su vida, su conciencia?

—Es claro, mi conciencia.

—Una respuesta adecuada. Que no me vengan a mí con grandes obras y con descubrimientos salvadores, para un mundo que tarde o temprano desaparecerá. Un deseo espontáneo, directo, como el suyo, es otra cosa. Merece atención.

No pudo menos que objetar:

—Sin embargo, doctor, usted sabe mejor que nadie que un gran descubrimiento es posible.

—¿Por lo del reloj biológico? Solamente hubo un golpe de suerte y la astucia necesaria para no desperdiciarlo. Óigame, Olinden: cada cual es dueño de hacer lo que quiera. Si pretende descubrir algo, o dejar obra, allá usted. Pero si quiere, encima, que lo apoyen, no cuente conmigo. Yo le diría «cada cual atiende su juego», como en el canto de los chicos. Está en el Eclesiastés: todo trabajo es ilusorio. Un juego para entretenerse. En cambio, cuando uno desea vivamente pone sentimiento. Algo que esté cerca de lo que podríamos llamar real. ¿Le parezco un sentimental asqueroso?

«No entiendo», se dijo Olinden, y no abrió la boca.

OTRO CONVENIO

En los días de cama pensó, recapacitó, soñó. El viernes de su llegada debió de estar perturbado por el susto, ya que ahora no recordaba el momento en que vio por primera vez buena parte de lo que había registrado en la memoria. Por ejemplo, la clínica donde se encontraba, una suerte de hospital de campaña, con la sala de operaciones y una hilera de cubículos que daban a un corredor, en uno de cuyos extremos había un baño, y en el otro, la puerta de comunicación con el consultorio. Conformaban cada cubículo cuatro cortinas de paño grueso, de color ciruela rojiza o morada, colgadas de anillos metálicos, que se corrían o descorrían por un armazón de caños niquelados. En uno de esos cuartitos estaba su cama.

También con la secretaria, única enfermera de la clínica, le pasó algo extraño. Por teléfono, la tomó por una mujer segura de sí misma, lo que para él no era necesariamente una cualidad admirable, y cuando lo recibió el viernes, confirmó la primera impresión. Según creía, apenas la había mirado. La primera vez que la vio detenidamente, fue en sueños, cuando lo durmieron. Lo atrajo tanto que se dijo (con una palabra que despierto no solía emplear) «Aquí empieza el romance de mi vida». Pasado el efecto de la anestesia, comprobó que era idéntica a la soñada (lo que induce a pensar que ya la había observado, conscientemente o no). Se llamaba Viviana, había nacido en Tucumán, era más bien linda, de pelo castaño claro, rasgos regulares, ojos pardos, que sabían expresar la comprensión y la alegría, piel blanca, estatura mediana. Olinden no podía explicar por qué lo atraía tanto, pero no le faltaban razones: lo atendió con devoción, con eficacia, con gracia natural, aun con ternura. En cuanto la necesitaba, aparecía (Viviana tenía siete pacientes a su cuidado; es verdad que los pacientes de Sepúlveda, por lo general no sufrían «complicaciones»). De la limpieza y del servicio de comida se ocupaba otra muchacha, quizá dejada, pero buena persona.

BOOK: Historias desaforadas
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