Filiberto se limitó a hacer una inclinación de agradecimiento con la cabeza. El que alabara algunas máscaras individuales, como la del búho-cerdo, o la del lagarto-nariz, tampoco condujo a ninguna parte.
Filiberto ofreció a Guzmán una botella fría de un extraordinario vino blanco de Michoacán, de sabor vigorizante y deliciosamente metálico en la lengua; habló un breve instante con Guzmán en náhuatl; después, se excusó diciendo que se requería su presencia en los ensayos. EI sonido de la música se había hecho más intenso.
—¿Es posible asistir a los ensayos después de cenar? preguntó Halperin.
—Es mucho mejor esperar a la representación final replicó Guzmán.
Halperin durmió mal aquella noche. Esperó a escuchar el ruido de Ellen Chambers al entrar en su habitación, contigua a la suya, pero o bien ya se había dormido cuando ella regresó, o bien estuvo fuera toda la noche.
Y ahora, finalmente, había empezado la fiesta. Halperin se pasó la mayor parte del día observando los preparativos: la colgadura de tiras de luces de colores alrededor de la plaza, el montaje de enormes imágenes de papel
maché
representando monstruos, dioses y unos payasos de piernas curiosamente largas y delgadas, el cierre de las tiendas y la limpieza de las mesas en las que se exponían las mercancías. A lo largo de todo el día el pueblo se fue llenando de gente. Sin duda alguna la gente acudía desde los distritos vecinos, las granjas aisladas en la jungla, los pequeños asentamientos remotos en la cresta de la sierra. Sin embargo, no vio ni a Guzmán ni a Ellen durante la mayor parte del día, aunque eso le pareció bien. Ahora ya se había acostumbrado a estar allí, y los nativos también parecían haberse habituado a su presencia. Bebió bastante mescal en una u otra de las cantinas que había alrededor de la plaza, intercalando alguna que otra botella de la excelente cerveza local. A medida que fue avanzando la tarde aumentó la presencia de la gente en la plaza, cada vez más tumultuosa, pero no parecía estar ocurriendo nada particularmente interesante, y Halperin se preguntó si no sería mejor regresar al hotel para cenar. En lugar de hacerlo así, tomó otro mescal. Y, de pronto, las luces de la plaza se encendieron, con colores rojos, amarillos y verdes, convirtiéndola en una alegre y psicodélica arena, y Halperin escuchó el sonido de la música, el sonido chillón de las flautas de bambú, el retumbar de los tambores, el seco susurro traqueteante de los tamboriles y la dura puntuación de los pequeños silbatos de arcilla. En la plaza entraron diez o quince muchachos saltando, dando saltos mortales, formando repentinamente pirámides humanas que no tardaban en desmoronarse ante las risas generales del público. No llevaban máscaras. Halperin, desilusionado e intrigado, miró a su alrededor como si tratara de hallar una explicación, y descubrió a Guzmán, suave y elegante, vestido con un traje gris, que estaba casi junto a su lado.
—¿No llevan máscaras? —le preguntó—. ¿No deberían llevarlas?
—Esto es sólo el principio —dijo Guzmán.
En efecto, era sólo la obertura. Los muchachos hicieron cabriolas, hasta perder toda disciplina; atravesaron la plaza y desaparecieron de la vista. Entonces, un viejo de pequeña estatura, que tampoco llevaba máscara, arrastró hasta el centro de la plaza a tres cabras blancas adornadas con elaboradas decoraciones de papel, y allí también las hizo hacer cabriolas. Dos hombres que caminaban sobre zancos representaron un duelo fingido. Tres trompeteros interpretaron una fanfarria terriblemente discordante, y fueron saludados con tales vítores que la tocaron una y otra vez. Guzmán era de los que gritaban. Halperin, que no había comido, se sintió repentinamente atraído por el aroma de un puesto ambulante en el que una vieja asaba tacos sobre un brasero y una parrilla de hojalata. Se dirigió hacia ella, pero en el camino se detuvo para tomar un tequila en una cantina improvisada que alguien había instalado en un rincón, utilizando como barra una gran caja de madera. Vio a Ellen Chambers entre la multitud del extremo opuesto de la plaza, y la saludó con la mano, pero ella no pareció haberle visto. Cuando volvió a mirar, ella había desaparecido.
La música fue aumentando de intensidad y finalmente aparecieron los primeros bailarines enmascarados. Un escalofrío le recorrió la espalda cuando contempló las figuras de pesadilla avanzando por la calle principal hacia la plaza: había rostros de murciélago, de calavera, de demonios, de criaturas con cuernos, búhos y jaguares. Algunas de las máscaras tenían hasta un metro de altura, convirtiendo a sus portadores en enanos malformados. Avanzaron lentamente, deteniéndose con frecuencia para retroceder, trazar círculos alrededor de otras máscaras, levantando las piernas a gran altura y haciendo oscilar los brazos alocadamente. Halperin, sudoroso, alerta y excitado, se dio cuenta de que los bailarines debían de haber estado bebiendo mucho, pues sus movimientos eran espasmódicos, desiguales y convulsivos. A medida que se acercaban a la plaza, vio que conducían a cuatro figuras vestidas con túnicas blancas y pálidas máscaras de rostro humano, que cantaban monótonamente algo repetitivo en náhuatl. Y volvió a escuchar entonces las palabras
amo tokinwan
. No es nuestro hermano.
—¿Qué dicen? —le preguntó a Guzmán.
—Rezan contra los
amo tokinwan
para proteger la fiesta en el caso de que cualquiera de los Señores de los Animales esté esta noche en la plaza.
Ahora, las personas que rodeaban a Halperin habían empezado también a cantar.
—Dígame qué significa —pidió Halperin.
Guzmán, acoplando su voz al ritmo de las demás voces, cantó la traducción:
¡ELLOS NOS COMEN!
Ellos no son nuestro hermano
Son gusanos, bestias salvajes.
¡Sí!
Halperin le contempló de un modo extraño.
—¿Ellos nos comen? —preguntó—. ¿Acaso son dioses caníbales?
—No literalmente. Son devoradores de almas.
—¿Y son ésos los dioses de esta gente?
—No, no son dioses. Son seres sobrenaturales. Vivían aquí mucho antes de que hubiera gente, y siguen manteniendo, naturalmente, el control sobre todo lo importante. Pero no son divinidades, en el sentido en que lo entienden los cristianos. ¡Mire, ahí llegan los murciélagos!
«Ellos nos comen», pensó Halperin temblando en la noche húmeda y cálida. Ahora llegaba un nuevo grupo de bailarines compuesto por media docena de máscaras de murciélago. Entre ellos creyó reconocer las largas piernas de Filiberto. Había oscurecido, y las luces oscilantes arrojaban un brillo más alegre e intenso. Halperin decidió tomar otro tequila, un mescal, una cerveza fría, lo que pudiera encontrar con mayor rapidez.
No es nuestro hermano
. Se excusó vagamente ante Guzmán y empezó a avanzar por entre la multitud.
Son gusanos, bestias salvajes
. La gente seguía cantándolo. Las palabras no significaban nada para él, excepto
amo tokinwan
, pero por las pausas y la puntuación, sabía lo que estaban diciendo.
Ellos nos comen
. Ahora, la multitud era fluida, y se movía libremente de un lugar a otro; resultaba difícil distinguir entre bailarines y público.
No es nuestro hermano
. Halperin encontró una de las pequeñas cantinas y pidió mescal. El propietario le sirvió en un vaso de papel y no quiso cobrarle. Se lo bebió de un trago, y volvió a sentirse caliente. Trató de regresar hacia donde había dejado a Guzmán, pero ya no lo vio entre la multitud enfebrecida. La música era muy fuerte. Halperin empezó a bailar —era más fácil que caminar—, y se encontró frente a uno de los bailarines-murciélago, un hombre de baja estatura cuya elegante máscara mostraba un murciélago en su posición de descanso, con las alas plegadas como mortajas negras. Halperin y el bailarín, muy cercanos el uno al otro a causa de la presión de la gente, representaron un accidentado
pas de deux.
—Quisiera poder comprar esa máscara —dijo Halperin—. ¿Qué quiere por ella? ¿Cinco mil pesos? ¿Diez mil? ¿Habla usted español? ¿No? Venga mañana al hotel con la máscara. ¿Me comprende? Venga mañana.
No hubo respuesta. Halperin ni siquiera estuvo seguro de haber pronunciado las palabras con voz suficientemente alta.
Siguió bailando hacia la plaza. A medio camino sintió que una mano le cogía por la muñeca. Era Ellen Chambers. Llevaba la blusa caqui casi abierta hasta la cintura y no llevaba nada debajo. Le brillaba la piel a causa del sudor, como si se la hubiera untado con aceite. Tenía los ojos muy abiertos y rígidos. Se le acercó y dijo:
—¡Baile! ¡Todo el mundo baila! ¿Dónde está su máscara?
—No ha querido decírmelo. Le he ofrecido diez mil pesos, pero no ha querido…
—Lleve otra diferente —dijo ella—. Cualquier máscara que le guste. ¿Le gusta la mía?
—¿La suya?
Quedó desconcertado. Ella no llevaba máscara alguna.
—¡Vamos! ¡Baile!
Ella se movió frenéticamente. Sus pechos estaban prácticamente desnudos y de vez en cuando relampagueaba un pezón. Halperin sabía que aquella actitud era incorrecta, que los nativos se mostraban muy cautos con respecto a la desnudez y que una mujer no debía exhibirse de aquel modo, especialmente si era una gringa. Medio borracho, extendió una mano hacia su blusa, tratando de abrocharle uno o dos botones, pero, para su desazón, la mano rozó uno de sus pechos. Ella se echó a reír y se apretó contra él. Por un instante, permaneció, encendida, apretada contra él, desde las rodillas al pecho, mientras él mantenía su mano estúpidamente entre sus cuerpos. Halperin se apartó, confundido. Un espacio libre parecía haberse abierto a su alrededor. Empezó a caminar tambaleante hacia algún lugar más tranquilo de la plaza, pero ella volvió a cogerle de la muñeca con una mueca de tigresa que mostraba la lengua y los incisivos.
—¡Venga! —le dijo con voz ronca.
Halperin se dejó conducir. Pasaron junto a los puestos de tacos, las cantinas y un pequeño grupo de muchachos borrachos; pasaron junto a la iglesia, en cuyos escalones danzaba el bailarín que llevaba la máscara de murciélago fálico haciendo juegos malabares con frutas de color verde pálido, golpeando de vez en cuando una de las frutas con el falo que le surgía del mentón. Se encontraron después en una de las calles laterales, entre los muros de las casas y con la fría luz de la luna por única iluminación. Avanzaron dos manzanas, tres, latiéndole desbocado el corazón, doliéndole los pulmones. Atravesaron un patio en el que no había ninguna puerta, perteneciente a lo que parecía ser una casa abandonada, con montones desperdigados de ladrillos caídos y un cactus de florecimiento nocturno dominándolo todo, como una maraña de terribles serpientes verdes. El cactus estaba en flor, y sus grandes flores blancas, semejantes a trompetas, emitían un perfume empalagosamente dulzón y de una gran intensidad. Él sintió deseos de marcharse de allí, pero Ellen no le dio tiempo. Se le abrazó, apretándose ferozmente contra él, forzándole contra un montón de ladrillos de adobe rotos. A la extraña luz de la luna, la piel de ella brillaba y después pareció hacerse transparente, de tal modo que él pudo ver la caja de sus costillas, la placa alargada y plana de su esternón, y el latido de su corazón de color púrpura tras ella. Ellen era todo dientes y huesos, como un tótem nacido a la vida en el Día de la Muerte. Halperin no comprendía nada, pero no pudo resistirse. Había perdido su voluntad. Las manos de ella le recorrieron el cuerpo, tan frías que le quemaron la piel, poniendo en marcha oleadas de vapor a medida que los dedos helados le acariciaban. Algo parecía fluir de él hacia ella, su calor, su esencia, su vitalidad, y eso le pareció bien. El mescal, la cerveza, el tequila y la espesa fragancia de las flores del cactus contribuyeron a tranquilizar su ánimo. Desde lejos llegó la extraña música disonante, las flautas y tambores, las risas, los gritos, los cánticos. ELLOS NOS COMEN. La respiración de ella era como humo en el rostro de él.
Son gusanos, bestias salvajes
. Mientras se abrazaban mutuamente, Halperin se imaginó que ella era algo insustancial, una columna de neblina, y él mismo empezó a sentirse nebuloso, haciéndose cada vez más delgado y menos sólido a medida que su fuerza vital fluía hacia ella. Y entonces, por primera vez, se sintió invadido por la angustia y el temor. A medida que se iba sintiendo extraído de su cuerpo, con su alma avanzando y saliendo de él, saliendo y saliendo, impotente, atraída inconteniblemente, la calma inducida por el calor dio paso al pánico.
Ellos no son nuestro hermano
. Forcejeó, pero fue inútil. La esencia de su cuerpo le abandonaba rápidamente, como si ella le hubiera enchufado a una línea eléctrica. Los murciélagos aleteaban sobre él, con las caras pintadas con dibujos amarillos, verdes y de un ultramarino brillante. El cielo no era más que una cortina de exuberantes buganvillas. Estaba perdiendo la batalla. Se sentía demasiado débil para resistirse, e incluso para preocuparse. Ni siquiera podía escuchar ya su propia respiración. Se desplazó libremente, como flotando en el aire, sostenido sobre las alas de los murciélagos.
Después hubo confusión, alboroto, lucha. Halperin escuchó unas voces que hablaban bruscamente en español y en náhuatl, pero no comprendió las palabras. Rodó sobre un costado y encogió las rodillas hacia el pecho, y se quedó allí, tembloroso, con la mejilla contra la tierra caliente y húmeda. Alguien le estaba sacudiendo. Una voz le dijo en inglés:
—Vamos, despierte. Ella no está aquí.
Halperin parpadeó y levantó la mirada. Guzmán estaba inclinado sobre él, pálido, con una expresión de aturdimiento y castañeteándole los dientes. Tenía los ojos muy abiertos y la mirada tensamente fija.
—Sí —dijo Guzmán—. Regrese a nosotros. Aquí. Siéntese. Permítame que le ayude.
El brazo del propietario de la galería de arte le rodeó los hombros. Halperin se sentía débil y tembloroso, y se dio cuenta de que Guzmán también temblaba. Vio unas figuras al fondo…Filiberto, el propietario del hotel, y su hijo Elustesio, y el mayordomo don Luis, el alcalde y uno de los alguaciles.
—¿Ellen? —preguntó con indecisión.
—Ella se ha ido. Eso se ha ido. Nosotros la hemos expulsado.
—¿Eso?
—
Amo tokinwan
. Le estaba devorando su espíritu.
—No —musitó Halperin.
Se incorporó, aun débil, con las rodillas temblorosas. Don Luis le ofreció un frasco. Halperin lo rechazó con un gesto de la mano, pero después cambió de opinión, lo cogió y tomó un largo trago. Era brandy. Dio cuatro o cinco pasos, recuperando poco a poco la fuerza. El aroma de las flores del cactus era nauseabundo. Volvió a ver mentalmente las costillas desnudas, el corazón palpitante, los agudos dientes blancos.