Llegó al pueblo a últimas horas de la tarde, cuando ya empezaba a pensar que se había equivocado al seguir el mapa de Guzmán. Para su sorpresa, resultó ser un pueblo bastante imponente y grande, el mayor que había visto desde que abandonara la carretera principal: una gran plaza ribeteada por bancos de piedra, un mercado en un lado de la misma, una enorme iglesia de pesados muros en el otro lado, árboles gigantescos y retorcidos, gallinas, perros, niños corriendo por todas partes, y casas de adobe desmenuzado extendiéndose por las faldas de una montaña gris de cara plana situada a la derecha, que caía desde la densa oscuridad de una profunda barranca llena de helechos y espigas de elefante a la izquierda. Los últimos cien metros que daban entrada al pueblo estaban cubiertos de un muro impenetrable de cactus, alineados a ambos lados del camino, como grandes columnas espinosas sin brazos, plantadas una junto a la otra. Había buganvillas de numerosos matices de rojo, púrpura y naranja, que caían en cascada, como llamativas colgaduras, sobre las paredes y los techos.
En el extremo más alejado de la plaza, Halperin vio unos pocos Volkswagen viejos y un destartalado autobús, y aparcó el coche a su lado. Todo el mundo se lo quedó mirando cuando bajó. Bueno, ¿por qué no? El era allí una novedad, quizás el primer extranjero que habían visto en seis meses. Pero la presión de aquellos ojos oscuros y sesgados le puso nervioso. Todas aquellas gentes eran indios, nahuas, indemnes en todas las cosas importantes a las influencias no sólo del siglo veinte, sino del diecinueve, del dieciocho, de todos los siglos anteriores hasta Moctezuma. Poseían bonitos nombres cristianos, como Santiago, Francisco y Jesús, y acudían servicialmente a la iglesia para asistir a misa cuando creían que debían hacerlo, y conocían la existencia de los coches, las radios de transistores y la Coca Cola. Pero todo eso sólo estaba en la superficie. En el fondo de sus corazones, pensó Halperin, seguían siendo aztecas. Viajeros en el tiempo, tan extraños como marcianos.
Se encogió de hombros, tratando de desembarazarse de su incomodidad. Aquí, él era el marciano, como caído de un planeta distante para efectuar una rápida visita. Que miraran: se lo merecía. No tenían intención de hacerle daño alguno. Halperin se dirigió hacia ellos y preguntó en español:
—Por favor, ¿dónde está el hotel del pueblo?
Los rostros permanecieron impasibles.
—¿El hotel? —volvió a preguntar, mirando hacia la plaza—. Por favor. ¿Dónde?
Nadie le contestó. Y eso le irritó. Seguramente sólo hablaban náhuatl, pero era inconcebible que allí no se conociera el español. Hasta en los pueblos más remotos había siempre alguien que lo hablaba.
—¡Por favor! —dijo, exasperado.
Cuando se aproximó a ellos, retrocedieron como si estuviera ardiendo. Halperin miró hacia unas tiendas que había en las sombras.
—¿Habla usted español? —preguntó una y otra vez, encontrándose sólo con el silencio por respuesta.
Estaba en el borde de la plaza del mercado, contemplando un caos de puestos de frutas, de taco, montones de brillantes chales, sandalias ligeras y sombreros apilados, y otros donde los vendedores exponían las chucherías para la fiesta del Día de la Muerte, esqueletos de azúcar y gallardetes verdes adornados con calaveras rojas.
—¿Por favor? —dijo en voz alta, sintiéndose muy ridículo.
Una mujer vestida con unos pantalones de equitación y una chaqueta deportiva se materializó de pronto delante de él y le dijo en inglés:
—No tienen la intención de ser groseros. Sólo son muy tímidos con los extranjeros.
Halperin quedó desconcertado. Se dio cuenta de que se había imaginado a sí mismo como un intrépido explorador, que se abría paso con dificultad a través de un territorio primitivo y misterioso. Y, en un instante, ella había destrozado toda aquella imagen, incluyendo la intrepidez y las dificultades.
Tenía unos treinta años, un pelo corto moreno y brillante, unos ojos alertas y era atractiva. Evidentemente, se trataba de una norteamericana. El se esforzó por ocultar la sensación de decepción creada por su aparición, y dijo:
—Trataba de encontrar el hotel.
—Está al otro lado de la plaza, a tres bloques por detrás del mercado. Vayamos a su coche y desde allí seguiremos hacia el hotel.
—Soy de San Francisco —dijo él—. Me llamo Tom Halperin.
—Es una ciudad muy bonita. A mí me encanta San Francisco.
—¿Y usted?
—De Miami —contestó ella—. Soy Ellen Chambers.
Ella parecía estar midiéndole con los ojos. Él observó que llevaba un par de chucherías del Día de la Muerte: un esqueleto de madera toscamente labrado con grandes ojos de cristal, y una serpiente de goma cuya cabeza era una brillante calavera humana hecha de plástico blanco. Cuando llegaron junto al coche, ella preguntó:
—¿Ha venido usted solo?
Halperin asintió con un gesto y preguntó a su vez:
—¿Y usted?
—Sí —contestó ella—. He venido desde Taxco. ¿Cómo ha encontrado usted este lugar?
—Un comerciante de antigüedades de Acapulco me habló de él. Antonio Guzmán López. Yo colecciono máscaras mexicanas.
—Ah.
—Pero nunca había visto antes las danzas.
—Aquí representan una bastante insólita —dijo ella mientras él conducía por una calle bordeada por muros altos, desgastados, del color del barro, llenos de parches, que parecían tener mil años de antigüedad—. Se la llama el Señor de los Animales. Ha desaparecido del resto del país. Se trata de un rito shamánico prehispánico con el que se invocan divinidades protectoras y espíritus de la fertilidad.
—Guzmán me dijo algo de eso, aunque no mucho. ¿Es usted antropóloga?
—Sólo aficionada. Gire aquí, a la izquierda.
Había una calle pequeña, una puerta abierta de hierro y un camino de gravilla blanca. A una considerable distancia se hallaba un tugurio cuadrado y desalentador que hacía las funciones de hotel. Sólo tenía un piso, y en el techo de baldosas rojas desportilladas crecían las malas hierbas. Ni siquiera las exuberantes buganvillas y las grandes macetas de arcilla repletas de deslumbrantes geranios podían ocultar la fealdad del edificio. Efectivamente, se trataba de una especie de Cucaracha Hilton, pensó Halperin con severidad.
—Este es el lugar —dijo ella—. Puede aparcar aun lado.
El aparcamiento estaba vacío.
—¿Somos usted y yo los únicos huéspedes? —preguntó él.
—Eso parece.
—Creía que Guzmán estaría aquí. Es un hombre de apariencia muy tranquila, con una calva brillante, que viste como un financiero.
—No le he visto —dijo ella—. Quizá se le estropeó el coche en el camino.
Bajaron y un muchacho de unos catorce años, que caminaba arrastrando los pies, se acercó para recoger el equipaje de Halperin. Él le indicó su única maleta y siguió a Ellen al interior del hotel. Ella se movía de una forma elegante y graciosa, lo que despertó en él la idea de que algo podría surgir entre ambos en aquel lugar desamparado. Pero en cuanto surgió la idea en su mente, se desvaneció como la espuma: ella se mostraba amistosa, era hermosa, pero irradiaba una vibración de distanciamiento inconfundible, lo que haría inapropiada cualquier aproximación por su parte. Demasiado malo. A Halperin le gustaba la compañía de las mujeres, y no le resultaba difícil ni complicado establecer relaciones con ellas allí donde se encontrara, pero esta le dejaba perplejo. ¿Sería lesbiana? Habitualmente, se daba cuenta de ello, pero con ella no lograba llegar a ninguna conclusión, excepto que tenía la intención de mantenerle a distancia. Al menos por el momento.
El hotel era horrible, una serie de habitaciones desequilibradas situadas alrededor de un pequeño patio que servía como una especie de vestíbulo. Unas gallinas y un gallo deambulaban por allí, y una brillante iguana verde, enorme, como un dinosaurio en miniatura, dormitaba sobre una rama de un gran hibisco de flores amarillas. Todo estaba a punto de desmoronarse según la habitual forma tropical, de modo casual. Nadie parecía estar a cargo del hotel. El mozo dejó la maleta de Halperin frente a una habitación, en el extremo más alejado del patio, y se marchó sin decir una sola palabra.
—Tiene usted la habitación contigua a la mía —dijo Ellen—. Allí está el comedor y al lado la cantina. Hay una ducha ahí atrás, y una letrina un poco más lejos, en la jungla.
—Maravilloso.
—La comida no es mala. Supongo que ya sabe usted lo suficiente como para llevar cuidado con el agua. Hay chinches, pero no mosquitos.
—¿Cuánto tiempo hace que está usted aquí? —preguntó Halperin.
—Siglos —contestó ella—. Le veré dentro de una hora y podremos cenar, ¿de acuerdo?
Su habitación era un cubículo irregular pintado de blanco que olía débilmente a desinfectante. Contenía una cama estrecha y desigual, una pileta, una gran cómoda de caoba que podría haber sido traída por los españoles, y un candelabro ornamentado. La destartalada puerta no se podía cerrar con llave, y la ventana desde la que podía observar una inquietante vista de la jungla, no tenía cristales, y no era más que un agujero abierto en la pared. Pero había una máscara asombrosa montada sobre la cama: era un hombre con rostro de armadillo que tenía una gran boca abierta; y cerca de la cómoda había una extraordinaria máscara-casco muy estropeada por el tiempo, que representaba a un hombre de nariz larga, con un búho en lugar de una oreja y un coyote en lugar de la otra; sobre la cama había otra máscara doble, de búho y cerdo, más exquisita que cualquier otra cosa que hubiera visto en un museo. Halperin experimentó tal acometida de ansia posesiva que empezó a sudar. El agrio olor punzante del sudor llenó la habitación. ¿Podría comprar aquellas máscaras? ¿A quién? ¿Al mozo de mirada apagada? Había reunido toda su colección comprando las máscaras en galerías de arte, y no tenía la menor idea de cómo debía comportarse para comprarlas a los nativos. Recordó la advertencia de Guzmán en el sentido de que no intentara comprarles a ellos. Pero aquellas máscaras ya no debían de ser sagradas si es que servían como simple decoración en un hotel. «Supongamos», pensó, «que me llevo esa de búho y cerdo en el momento de marcharme y dejó tres mil pesos en la pileta. Eso debe de ser una fortuna aquí. Quizá cinco mil. ¿Podrían encontrarme? ¿Tendría problemas en el momento de abandonar el país? Probablemente». Apartó aquella idea de su cabeza. Él era un coleccionista, no un ladrón. Sin embargo, aquellas máscaras eran magníficas.
Deshizo su equipaje y después se dirigió hacia la ducha, un cubículo de cuerdas trenzadas, una crujiente tubería y un agua tibia y amarillenta. Después se cambió de ropa y llamó a la puerta de Ellen, quien ya estaba dispuesta para la cena.
—¿Le gusta su habitación? —preguntó ella.
—Las máscaras compensan cualquier otra cosa que pueda faltar. ¿Las tienen en todas las habitaciones?
—Las tienen en todas partes —contestó ella.
Miró por encima del hombro de Ellen, hacia el interior de su habitación, extrañamente vacía, sin equipaje ni ropas desperdigadas en parte alguna, y vio dos máscaras en la pared. No eran tan exquisitas como las que había visto en su propia habitación, pero eran lo bastante buenas. Ella no le invitó a entrar para observarlas más de cerca, y cerró la puerta. Le condujo hacia el comedor. Ya hacía tiempo que se había hecho de noche, y la jungla estaba viva con sonidos, gorjeos, golpeteos apagados y algo que sonaba como si fuera la risa de un jaguar. El comedor, rectangular e iluminado con velas, tenía tres mesas, y otras tantas máscaras colgadas de la pared: un rostro de demonio, con un lagarto por nariz; una doncella toscamente labrada, y una llamativa máscara de cazador de tigre. Deambuló por la estancia, estudiándolas con admiración, y dijo:
—Éstas no son locales. Han sido traídas desde Guerrero.
—Quizá su amigo Guzmán se las vendió al propietario —sugirió ella—. ¿Posee usted muchas?
—Docenas. Podría aburrirla durante horas hablando de ellas. ¿Conoce usted San Francisco? Tengo un viejo y enorme edificio Victoriano de tres pisos en Noe Valley, y allí hay máscaras en todas las habitaciones. He coleccionado toda clase de arte primitivo, pero cuando descubrí las máscaras mexicanas abandoné todo lo demás, incluso el material indio del noroeste. Usted también colecciona, ¿verdad?
—En realidad no. No soy compradora. Quiero decir de cosas. Yo viajo, observo, aprendo, me muevo de un lado a otro. ¿Y usted? ¿Qué hace cuando no colecciona cosas?
—Bienes raíces —contestó él—. Compro y vendo casas. ¿Y usted?
—Nada de lo que valga la pena hablar —repuso ella.
Apareció el mozo, dispuso silenciosamente su mesa y les trajo una botella de vino tinto sin que nadie se lo hubiera pedido. A continuación trajo una sopera con sopa de albóndigas, y después tortillas, tacos, y una decente
mole
de pavo. Sin decir una sola palabra, sin un solo cambio de expresión.
—Ese muchacho, ¿es todo el personal? —preguntó Halperin.
—Su hermana es la que limpia las habitaciones Supongo que su madre es la cocinera. El patrón es Filiberto, el padre, pero él está ocupado ahora organizando la fiesta. Es uno de los bailarines importantes. Ya le conocerá. ¿Quiere tomar más vino?
—No, gracias. Ya he tomado bastante.
Fueron a dar un paseo después de la cena, rodeando el borde de la jungla y atravesando después una zona residencial en estado ruinoso. Escuchó música y palmas procedentes de la plaza, pero se sintió demasiado cansado para ver qué estaba ocurriendo allí. En la oscuridad de la noche tropical, podría haber atraído fácilmente a Ellen contra el, pero también se sentía demasiado cansado para eso y, por otra parte, ella se las arreglaba para ser amable y cortés, pero distante, Representaba un misterio para él. Sin duda alguna, tenía dinero. Pero ¿era divorciada, viuda joven, lesbiana, o qué? No es que desconfiara de ella, pero no veía en aquella mujer nada que se relacionara con nada más.
Regresó a su habitación hacia las nueve y media, se tumbó sobre la desvencijada cama y cayó inmediatamente en un sueño profundo que duró hasta después del amanecer. Cuando despertó, en el hotel no había nadie, excepto el muchacho.
—¿Cómo se llama? —le preguntó Halperin, recibiendo una extraña mirada provocativa, probablemente por haberse dirigido a un simple mozo con una frase tan formal.
—Elustesio —murmuró el—chico.
¿Había visto a la señorita norteamericana? Elustesio no había visto a nadie. Le trajo a Halperin algo de fruta y tortillas frías para desayunar y desapareció. Más tarde, Halperin se encaminó lentamente hacia el pueblo.