Horror 2 (35 page)

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Authors: Stephen King y otros

Tags: #Terror

BOOK: Horror 2
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Una vez que el fabricante de pigmentos hubo raspado un trozo del carbón, lo machacó hasta convertirlo en un polvo muy fino y a continuación lo vertió sobre un viejo plato de bronce donde ya se habían realizado numerosas mezclas anteriormente. Añadió agua, y finalmente el aglutinante, una mezcla que Castelgni había aprendido de su padre, y éste del suyo, diciéndose que dicho conocimiento procedía del mismísimo estudio del gran Veronese. Una vez que lo hubo hecho, Castelgni llamó a Michaelis, quien hasta entonces había estado ocupado poniendo al descubierto lo que al viejo artesano romano le pareció un lienzo grande y oscuro.

—¿Qué aspecto tiene el color?


Nerissimo
—contestó el artesano—. Más negro que cualquier otro.

De hecho, el plato plano, apenas cubierto con una capa de dos centímetros del nuevo pigmento, parecía contener más de medio litro, como si de repente se hubiera abierto por el fondo para transformarse en un gran jarrón, pues las leyes ordinarias de la profundidad y el escorzo habían dejado de ser ciertas.

—Desmenúzalo y mézclalo todo…, pero hazlo muy cuidadosamente —le advirtió Michaelis—. Lo necesitaré todo. Y tráemelo en cuanto hayas terminado.

El hombre recogió todo el resto del carbón vegetal, envolviéndolo cuidadosamente en su recubrimiento de roca.

—En cuanto lo hayas terminado, ¿has comprendido? No importa la hora que sea. Deja el plato aquí. Tengo que probarlo.

Una vez que Castelgni se hubo marchado, el artista cogió el plato, contempló una vez más sus profundidades y, colocando un poco de la mezcla en la paleta, se situó frente al lienzo puesto al descubierto.

Ni siquiera la noche romana era lo bastante tenebrosa para las sutilidades de oscuridad que ya había logrado él en el lienzo. Las cortinas del estudio estaban echadas dobles. La luz de dos pequeñas velas montadas en candelabros de pared había sido amortiguada con pantallas pintadas de negro. En medio de esta extraña oscuridad se hallaba la nueva pintura de Michaelis, la síntesis del trabajo de toda su vida, distinta a cualquier obra que hubiera concebido con anterioridad.

Era un autorretrato de tamaño natural en el que Michaelis aparecía disfrazado de grande de España de la era anterior. En la pintura, estaba medio dando la espalda al observador, como si se dispusiera a alejarse y, llamado de repente, se hubiera girado un poco para ver quién le llamaba; se trataba de una posición muy difícil de conseguir, incluso aún haciéndola con un modelo. Para tratarse de un autorretrato resultaba extraña, sobre todo porque el cuidado y las habilidades técnicas de Michaelis permitían asegurar que el retrato hubiera podido ser un compendio de todo refinamiento imaginable de proporción y perspectiva.

Pero el ángulo inusual del sujeto poseía otro propósito más importante: dejar libre más de la mitad del espacio del lienzo para una zona que rellenaría con el nuevo pigmento. Se trataba de la zona ocupada por la gran capa que llevaba Michaelis, que caía pesadamente de sus anchos hombros, a plomo, y que oscilaba ligeramente a la altura de sus botas para reflejar un movimiento repentino, como inducido por la exorbitante fuerza de la gravedad.

Toda esta zona estaba preparada desde hacía tiempo para admitir el nuevo color. Hacía meses que la había cubierto con una base confeccionada por él mismo y que permitiría que el lienzo absorbiera completamente el pigmento húmedo. Una vez secada, el artista había pintado la zona con negro de humo, el matiz más oscuro del que había podido disponer. Para cualquier otro, ése podría haber parecido el final del trabajo. Michaelis, sin embargo, lo había contemplado dolorosamente, sabiendo lo muy lejos que el negro de humo se hallaba de su ideal de matiz. Una vez se hubo secado, rascó monótonamente toda la zona de la capa pintada, y descubrió con satisfacción lo bien que se había conservado la capa base que le había dado. La cuchilla utilizada era tan fina que casi atravesó el lienzo en ciertos puntos y por detrás de su frágil superficie se podía discernir con claridad el rostro de una persona, aunque era negro por ambas partes; ahora ya estaba totalmente preparado para la aplicación final.

Michaelis decidió introducir otro refinamiento…, que era casi una broma. Dejaría un estrecho ribete del negro de humo, de unos dos centímetros, perfilando el nuevo pigmento con varias líneas más de negro de humo, como caídas verticales que sugirieran la existencia de pliegues en la capa. Deberían aparecer casi blancas en contraste con el nuevo negro que pensaba aplicar.

Introdujo un pincel en el plato, llevando cuidado de no equivocarse a causa de su curiosa profundidad. Lo sacó impregnado de un negro intenso sobre el fino pincel de pelo de camello, y lo elevó hacia el lienzo.

El pigmento casi salpicó sobre el retrato. Sólo una débil mancha oscura permaneció en el pincel. El resto fue absorbido instantáneamente por el lienzo previamente preparado, contrastando con los demás negros de éste como una mancha de eternidad.

Rápida y ávidamente, Michaelis volvió a humedecer el pincel y aplicó más pigmento sobre el cuadro, ampliando la mancha inicial, añadiéndole más negro, y después más aún, hasta que el plato volvió a parecer plano, y el pigmento, configurando un espacio del tamaño de la mano de un hombre, cubría la esquina superior derecha de la capa dibujada.


Nerissimo
—susurró Michaelis, repitiendo la palabra de Castelgni—. Más negro que cualquier otro.

El artista se acercó a una silla y se sentó, contemplando fijamente el lienzo, valorando su trabajo, admirando el nuevo color, hasta que parecieron haber transcurrido todas las horas de la noche. Cuando finalmente abandonó su estudio, en respuesta a la llamada del ama de llaves, que golpeó la puerta con los nudillos, quedó asombrado al descubrir que ya hacía tiempo que había amanecido.

Durmió con un sueño ligero, a intervalos, durante las últimas horas de la mañana y las primeras de la tarde. En una ocasión se despertó parcialmente al escuchar la voz de William en el exterior: su amigo pretendía entrar, pero fue firmemente rechazado por la protectora ama de llaves del artista.

Castelgni llegó al anochecer, acompañado de un aprendiz que le ayudaba a transportar una gran tinaja cubierta. Cuando Michaelis levantó la tapa, contempló las intensas profundidades del pigmento negro. Había sido mezclado maravillosamente bien.

El artesano se disculpó por la tardanza. Su esposa, dijo el viejo, no le permitió que entrara en su casa el bloque de carbón vegetal. La vieja y supersticiosa tonta había encendido velas y se había pasado todo el día rezando letanías. Castelgni se había visto obligado a pedirle a un artesano compañero que le prestara su taller para completar la mezcla.

Tras escuchar esto, el estúpido aprendiz, asustado ya por la intensa negrura del pigmento, se puso a lloriquear y solicitó permiso para marcharse.

—Pero ha sido un pigmento muy fácil de hacer —dijo el flemático viejo con una sonrisa—. Como si estuviera ávido por convertirse en pintura para el
signore.

—Se dice que el gran Frans Hals conocía veintisiete matices diferentes de negro, y que sabía cómo utilizar cada uno de ellos para lograr el efecto más perfecto. El propio Rembrandt utilizó veintinueve matices diferentes de negro para los sombreros, jubones y fondos para diferenciar a cada uno de los médicos en su cuadro
Lección de anatomía
. Los chinos poseen toda una escuela de pintura a la tinta en la que no se admite la utilización de colores. Sus gradaciones van desde los grises, tan confusos como para parecer la mancha del dedo de una virgen sobre el pétalo de un crisantemo blanco, hasta los negros más profundos, utilizados para escribir una sola palabra en ese curioso lenguaje visual suyo…, el que significa descanso eterno. Sus negros alcanzan la cifra de treinta.

»Yo ya he descubierto un matiz más que ellos. Estoy familiarizado, lo mismo que aquellos mandarines, con esos diversos matices, como si cada uno de ellos tuviera nombre y carácter propios. Existe un espectro de seis matices negros, con bases de óxido de hierro y el atisbo más ligero de escarlata, que me parecen los verdaderos colores de la avidez de sangre en la batalla, y de las fiebres de la peste. Otros matices de negros, que poseen indicios de marrones y verdes, son lujuriosos, como si estuvieran impregnados de una felpa aterciopelada. Algunos negros tienen los colores de ciertas prácticas de los cortesanos romanos, de los que he oído hablar en susurros a mujeres enmascaradas durante las impúdicas fiestas callejeras de la ciudad, mientras que otros negros hablan de serenas diplomacias, de cortesías ensombrecidas, de las palabras finales y nobles pronunciadas por hombres y mujeres de alta alcurnia que encontraron la muerte a causa de la traición, en el tajo producido en sus cuerpos por sus ejecutores. Otros negros resultan casi encantadores; uno de ellos, con un atisbo de índigo azulado, resulta tan áspero como una
soubrette
parisina. Otros, por el contrario, son tan sombríos como el luto de una viuda, tan pesados como las maldiciones nunca escuchadas de prisioneros que han pasado décadas en calabozos malolientes. Me he familiarizado con todas esas variantes de la desesperación y, en correspondencia, he inventado nuevos matices para reflejar esos nuevos estados de desaliento que yo mismo he experimentado.

»Un negro de humo puro de Liverpool es tan negro que, bajo una luz intensa, brilla casi como si fuera blanco. ¡Pero helo aquí! Eso no hace más que demostrar mi punto de vista. Yo quería encontrar un pigmento que no reflejara hacia el exterior, sino hacia el interior, mediante secretos refinamientos sobre la naturaleza.

Michaelis dejó de hablar y se sumió en un hosco silencio. William no pudo hacer otra cosa que suspirar.

—¿Empezarás esta noche? —preguntó

—En cuanto te marches. Y trabajaré hasta haberlo terminado.

—En tal caso, te deseo buenas noches. Mañana por la mañana me marcho a Pisa y después iré a Venecia. Pero regresaré a Roma antes de que la exposición abra sus puertas. Prométeme que ese día regresarás conmigo a Estados Unidos.

—Después de la exposición ya no necesitaré ir a ninguna parte —dijo el artista—. Ya habré llegado adonde quería.

Eran las primeras horas de la mañana del día siguiente cuando Michaelis aplicó los últimos restos de pigmento al trozo final aún no cubierto del lienzo. Al igual que había sucedido con cada una de sus pinceladas anteriores, la pintura pareció saltar del pincel al lienzo, como si volviera a unirse con aquella porción de sí misma en el mismo acto de la aplicación.

Durante su agotador trabajo, el artista apenas si había mirado el lienzo que tenía ante sí o, si lo hizo, sólo fue para asegurarse de que el nuevo pigmento se extendía de un modo uniforme a lo largo de la línea de negro de humo que había bosquejado para marcar todo su perímetro.

Ahora, una vez terminado, retrocedió para inspeccionar su retrato e instantáneamente sintió como si algo le agarrara en el fondo de la garganta. Era precisamente tal y como él lo había previsto: la figura en su posición insólita contra el fondo en penumbras, con el rostro semioculto por el brillante dominó de negro de humo que levantaba con una mano embutida en un guante negro; las sombras, los otros treinta matices individuales de negro que había utilizado para la vestimenta, matices de negros plateados, preparados para sugerir el brillo del satén, los negros dorados delicadamente realzados para mostrar la extensión plateada de su jubón y sus pantalones, los negros azulados e índigos en espirales y los minúsculos círculos utilizados para expresar íntimamente las texturas de una arruga en el cuello, o los pliegues de la camisa que surgía de cada una de las mangas negras, los negros amarronados que, con pinceladas cuidadosas, configuraban los detalles del pelo y los bordes del sombrero ancho que llevaba, todo ello realizado con tanto genio como para ofrecer una paleta tan rica y compleja como los brillantes cromatismos de David y Delacroix, sus contemporáneos.

Y aun cuando uno fuera tan miope para no comprender todas aquellas sutilidades del negro, lo que dominaba el autorretrato era el nuevo pigmento: la extremada e inmensa oscuridad de la capa.

Contemplando el cuadro, Michaelis tuvo la sensación de estar mirando a través de un portal hacia una dimensión totalmente nueva, intrínsecamente opuesta a cualquiera vista por el hombre con anterioridad. Allí donde terminaba el borde del negro de humo y empezaba la nueva pintura, se producía una delineación tan intensa que parecía señalar la existencia de otra realidad. La capa negra se curvaba hacia el interior gracias a una curiosa propiedad del pigmento, atrayendo su visión hacia ella, formando espirales que giraban en sentido inverso al de las agujas del reloj, más y más profundas en su interior, hasta que Michaelis se sintió ingrávido, incapaz de fijarse en cualquier inestable apuntalamiento del suelo, las paredes o el techo. Repentinamente, temeroso de caer en la oscuridad de la capa, se apartó del lienzo y se sentó meticulosamente en un sillón situado a bastante distancia del caballete.

Pero esta precaución contribuyó poco a disipar sus impresiones. Desde unos cuatro metros de distancia, en el fondo de la habitación, la sensación de la zona recién pintada del cuadro, que era más o menos la de una superficie plana, se veía intensificada como si él hubiera ayudado a representar los mismos abismos del cielo, un cielo sin estrellas que, de algún modo, latía vivo con la misma negación de la materia.

Otro curioso efecto secundario del nuevo pigmento era que el propio estudio, grande y en penumbras, parecía ahora más pequeño, casi íntimo, especialmente en el extremo del mismo, allí donde estaba situado el lienzo. Uno podía llegar a la conclusión de que hasta la, luz era incapaz de ejercer sus poderes o proporciones habituales en el mismo local donde se encontrara aquella extrema falta de luz.

Aquella pintura ultranegra era un triunfo amargo, pero era un triunfo lo que Michaelis experimentaba. Tan absorto estaba en la contemplación de su creación, que se pasó horas sentado frente a ella, antes de quedarse dormido sobre el duro diván del estudio.

Cuando despertó de un sueño prolongado pero nada refrescante, el día, más allá de sus ventanas, era húmedo, gris y sin viento. Aún se sentía fatigado, con escalofríos producidos por la repentina humedad que envolvía la ciudad, y se pasó la tarde y la noche embelesado con su obra maestra, descubriendo en sus fauces de un negro absoluto los ecos de todo el sufrimiento y la desilusión que había experimentado desde hacía tanto tiempo.

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