Se había acostumbrado tanto al fracaso, que el éxito le cogió por sorpresa. Una nubecilla de humo apareció en el pentágono trazado en el suelo. Un demonio adquirió forma lentamente; y Frank, que tanto había anhelado aquel momento, se encontró temblando de miedo. De algún modo, durante todos aquellos años nunca había llegado a decidir exactamente qué pediría cuando apareciera un demonio.
La nubecilla de humo se convirtió en una enorme forma gris. Frank deambuló de uno a otro lado de la habitación, se retorció las manos, acarició al gato, rechinó los dientes, se mordió las uñas y trató desesperadamente de pensar. Un deseo y sólo un deseo, ésa era la regla. Pero ¿qué podía pedir? ¿Riqueza? ¿O acaso el poder era más valioso? ¿Debía considerar la eventualidad de pedir la inmortalidad? ¿O sería más seguro un deseo algo más modesto?
Ahora, el demonio ya había adquirido su forma. Su cabeza puntiaguda rozaba el techo, y sus labios se hallaban retorcidos en una expresión demoníaca.
—¿Cuál es tu deseo? —preguntó el demonio con un tono de voz tan fuerte que tanto Frank como el gato retrocedieron.
Pero, después de veinte años de esfuerzos, Frank quería pedir el mejor deseo posible. Volvió a pensar en las diversas ventajas que le ofrecían el poder, o la riqueza, o la inmortalidad. Y entonces, cuando estaba a punto de decidirse, vio que el demonio le miraba con una sonrisa burlona.
—Es algo irregular —dijo el demonio—, pero creo que cumple con las condiciones.
Frank no supo de qué estaba hablando el demonio. Entonces se sintió invadido por una oleada de vértigo, y la habitación se oscureció. Cuando recobró la visión, Frank vio que el demonio se había marchado.
«Una ocasión perdida», pensó. El demonio había desaparecido y todo seguía como antes.
Bueno, no exactamente igual. Porque Frank notó que sus orejas se habían alargado, y que su nariz se había agrandado aún mucho más. Tenía un pelo grisáceo en lugar de su piel, y le había salido un rabo. ¡Aquel demonio traicionero le había convertido en una bestia!
Entonces, Frank escuchó un ruido tras él. Y se dio cuenta de lo ocurrido. Echó a correr con la velocidad que sólo da la desesperación, alrededor de una habitación que ahora se cernía enorme sobre él.
Un solo golpe cayó sobre él, y vio un rostro con bigotes y unos dientes gigantescos listos para morder…
Y Frank supo entonces que sus dudas habían provocado su ruina. Ahora, le resultaba horriblemente evidente que su gato había tenido un deseo antes que él…, un deseo que el demonio había aceptado.
Y, del modo más natural, su gato había deseado cazar un ratón.
Q
uizá no haya existido nunca un hombre que amara tan profunda y desesperadamente como el pobre Johnny Dix. Era un hombre extraño, de humor variable, bastante desmañado y socialmente inepto, pero con un buen olfato para los negocios. Fue una desgracia para él enamorarse de Jane Davies, una reina de belleza en sus tiempos, tan astuta como hermosa. Algunos dicen que ella era despiadada, pero la propia Jane señala que trató de desanimar a Dix desde el principio, y que no se debió a ella la trágica cadena de circunstancias que surgieron a raíz de su pasión.
Según Jane, rechazó durante cinco años las ofertas de matrimonio que le hizo Dix. No le vio por espacio de seis meses; finalmente, estuvo de acuerdo en verle una última tarde y despedirse para siempre de él. Ella afirma que había llegado a sentir miedo de él…, aunque nadie se imagina a Jane teniendo miedo.
Dix la llevó a pasear por su propiedad rural recientemente adquirida. Los negocios le habían ido bien, pero había fracasado en el amor. Con un estado de ánimo sombrío, cercano a la desesperación, le propuso matrimonio por última vez…, y fue rechazado como siempre.
Y entonces, él perdió los estribos. Jane dice que aún puede recordar aquellas manos grandes y toscas cerrándose alrededor de su cuello…, y toda su inteligencia y su belleza no le sirvieron de nada cuando perdió el conocimiento.
Se recuperó varias horas más tarde, y se encontró en una cueva. Le habían pasado una larga y pesada cadena alrededor del tobillo izquierdo, bien sujeta por un cerrojo antiguo. A la débil luz de una vela, pudo ver a Dix sentado sobre una roca.
Jane examinó la cadena y dijo:
—Ábreme esto inmediatamente.
—Nunca —dijo Dix—. Hace tiempo que lo tengo planeado, estamos en una caverna situada bajo mi propiedad. Nadie encontrará jamás este lugar. Ni a ti. Ni a mí.
Jane miró a su alrededor y vio que la caverna estaba llena de cajas de alimentos enlatados, libros, velas y medicinas. Cerca había un profundo estanque de agua clara; de hecho, allí había todo lo que se necesitaba para pasar una larga temporada. Y también comprendió que Dix estaba mentalmente perturbado.
—Hay aquí lo suficiente para pasar treinta años —le dijo Dix—. Lo he planeado muy cuidadosamente. Puede que ahora me odies, Jane, pero está bien. Puedo esperar un año o dos. Terminarás por amarme.
Después, con un ademán grandilocuente, Dix sacó otra pesada cadena. Al igual que la de Jane, estaba sujeta a la pared de la cueva. Ajustó la cerradura de hierro alrededor de su tobillo, la cerró y arrojó la llave al profundo estanque de agua. A continuación, se sentó, cruzó los brazos sobre el pecho, y empezó a esperar… Y cada vez que Jane cuenta la historia, señala que ése fue el momento de mayor horror.
Cuando se le pregunta cómo logró escapar, Jane dice que fue fácil. Dix, con los brazos cruzados sobre el pecho, terminó por quedarse dormido; y Jane logró abrir la cerradura con una horquilla para el pelo. Después, salió de puntillas de la cueva.
—¿Y qué ocurrió con Johnny Dix? —le pregunta siempre alguien.
Y Jane se encoge de hombros.
—No tengo ni la menor idea —responde ella—. Supongo que salió poco después que yo, y que se ha sentido demasiado avergonzado como para mostrarse en público. No podía dejarle solo e indefenso en aquella cueva. Por muy loco que estuviera, pensé que merecía una oportunidad. De modo que, antes de marcharme, le dejé la horquilla para el pelo a su lado…
—Confío en que el pobre hombre fuera capaz de utilizarlo —añade Jane—. Para eso se necesita tener un olfato especial, ya sabe…
T
ravis había llegado al final de su cuerda…, al menos por decimosegunda vez. Acababa de ser despedido del trabajo; sabía que no había nada por lo que valiera la pena vivir, y en sus manos tenía los medios para poner fin a una existencia que no le ofrecía otra cosa que la humillación. El veneno de aquella botella —
bellis annabula
se llamaba— era rápido, seguro y absolutamente indoloro. Lo había robado del laboratorio donde había trabajado hasta una semana antes. Allí se utilizaba para fijar los hidrocarbonos. Travis tenía la intención de fijarse a sí mismo, de una vez por todas.
Los pocos amigos que le quedaban pensaban que no era más que alguien que buscaba la atención de los demás, puesto que ya había intentado llevar a cabo aquella clase de acto una docena de veces. Bien, ¡esta vez ya les enseñaría él! Ya verían si tenía o no el valor para hacerlo, y después lo sentirían. Hasta era posible que su propia esposa lo sintiera…
Fue el pensamiento de su esposa lo que realmente endureció la decisión de Travis. Durante los diez años de matrimonio, el amor de ella había pasado por la indiferencia y se había convertido en odio…, un odio incisivo, dominante y ácido contra el que él se sentía indefenso.
«¡Hazlo ahora!», pensó. Cerró los ojos y levantó la botella…
¡Y una mano le arrebató la botella!
—¿Qué te piensas que estás haciendo? —preguntó la voz endurecida de su esposa.
—Creo que, eso es evidente —contestó Travis con un desamparado encogimiento de hombros.
Ella estudió la expresión de su rostro. Era una mujer disparatadamente grande, dotada de la extraña facultad de odiar sin límites. Ahora, sin embargo, la expresión de su rostro se suavizó.
—Esta vez iba en serio, ¿verdad?
—No importa —dijo Travis—. Ya lo haré mañana, o la semana que viene.
—Nunca creí que tuvieras la intención de hacerlo —dijo ella—. Supongo que te he hecho la vida imposible. Soy una persona que siempre tiene que salirse con la suya, a cualquier precio
—No comprendo por qué me lo has impedido dijo Travis Después de todo, me odias.
Su esposa no dijo nada. No era posible que ella estuviera cambiando sus sentimientos… Pero era la primera vez que Travis la veía así.
—Te he juzgado mal—dijo ella finalmente—. Creía que no eran más que fanfarronadas. ¿Recuerdas cuando amenazaste con saltar desde la ventana? Te asomaste a la ventana… así.
Su esposa se asomó por la ventana, con el cuerpo inclinado hacia la calle, veinte pisos más abajo.
—¡No hagas eso! —dijo Travis—. Me da vértigo. Ella retrocedió, sonriendo.
—Eso es extraño, viniendo de ti. ¡No me digas que vuelves a sentir cierto amor por la vida!
—Podría sentirlo —replicó Travis—, si tú y yo…
—Quizá —dijo ella, y Travis experimentó una repentina sensación de esperanza. ¡Las mujeres eran seres tan raros! Ella sonreía. Le puso las manos sobre los hombros y le dijo—: Estaba equivocada, querido. No tienes ni la menor idea de lo que siento por ti.
A Travis le fue imposible responder nada. Se sentía conmovido. Las manos fuertes y acariciantes de su esposa sobre sus hombros le empujaron violenta e inefablemente… a través de la ventana abierta. Mientras caía hacia la calle, Travis aún la oyó gritarle:
—¡Sólo quería hacerlo a mi manera, querido!
Robert Silverberg
H
alperin llegó a San Simón Zuluaga a finales de octubre, un par de días antes de la fiesta en honor del santo patrón local, durante la que los hombres del pueblo bailarían vestidos con máscaras. Y él quería verlo. Aquella parte de México era famosa por sus máscaras, grotescas y terroríficas, que representaban demonios y monstruos. Halperin las había estado coleccionando desde hacía tres años. Pero las máscaras colgadas de una pared son una cosa, y las que se ponían los bailarines en la plaza del pueblo otra muy diferente.
San Simón era un pueblo de montaña situado a medio camino entre Acapulco y Taxco.
—Los turistas no van allí —le había dicho Guzmán López—. La carretera de acceso es horrible y el único hotel es un Cucaracha Hilton, con cinco habitaciones y colchones de paja.
Guzmán dirigía una galería de arte en Acapulco, en la que Halperin había adquirido numerosas máscaras. Era un apacible cosmopolita procedente de Ciudad de México, con una suave piel oscura y una calva que brillaba como si la hubiera pulido.
—Pero aún bailan allí la Danza del Murciélago, la danza del Señor de los Animales. Es el único lugar donde todavía se baila esa danza. Esto procede de San Simón Zuluaga—añadió Guzmán, señalando una máscara intrincada y asombrosa, en color púrpura y amarillo, que representaba un murciélago con las alas de cuero extendidas y que, de algún modo, también era un cráneo humano y un jaguar.
Halperin hubiera pagado hasta diez mil pesos por ella, pero Guzmán no estaba interesado en venderla.
—Vaya a San Simón —le dijo—. Allí verá otras como ésta.
—¿En venta?
Guzmán se echó a reír y se cruzó de brazos.
—No se le ocurra sugerirlo. Si estuviera en Roma, ¿haría una oferta de compra por las vestiduras del papa? Estas máscaras son sagradas.
—Quiero una. ¿Cómo consiguió usted esa?
—A veces se hacen favores. Pero no a desconocidos. Quizás pueda conseguir algo para usted.
—¿Quiere decir que también estará usted allí?
—Cada año acudo a ver la Danza del Murciélago—dijo Guzmán—. Es importante para mí, para estar en estrecho contacto con el México real y antiguo. Soy demasiado español, y no tanto azteca, de modo que voy allí a beber de las fuentes. ¿Me comprende?
—Creo que sí—asintió Halperin—. Sí, desde luego.
—¿Quiere usted ver el México verdadero?
—¿Siguen arrancando corazones con una daga de obsidiana?
—Si lo hacen, a mí no me lo dicen —replicó Guzmán con una mueca—. Pero allí conocen a los viejos dioses. Debería usted ir. Aprendería mucho. Incluso puede que experimente peligros interesantes.
—El peligro no me interesa en absoluto —dijo Halperin.
—Pero México sí que le interesa. Y si pretende relacionarse con México, tiene que relacionarse también con ciertos de sus peligros, como la sal de tequila. Si quiere luz del sol, debe tener un poco de oscuridad. En cualquier caso, debe usted ir a San Simón. —Los ojos de Guzmán centellearon—. Nadie le hará daño. Allí son todos amables. Manténgase alejado de los demonios y no le ocurrirá nada. Debe ir.
Halperin decidió mantener su habitación en el hotel de Acapulco y alquiló un coche con tracción a las cuatro ruedas. Invitó a Guzmán a acompañarle, pero el comerciante se marchaba aquella misma tarde para San Simón, y tenía que detenerse en Chacalapa y Hueycantenango para recoger diversos artefactos. Halperin no podía marcharse tan pronto.
—Le reservaré una habitación en el hotel —le prometió Guzmán y le entregó un detallado mapa de carreteras.
La carretera era tortuosa y apenas si estaba asfaltada, convirtiéndose en un caótico camino de tierra y gravilla más allá de Chichihualco. Los últimos cuatro kilómetros estaban llenos de baches como el lecho de un río de montaña. Halperin condujo la mayor parte de ese tramo en primera, agarrado desesperadamente al volante, absorbiendo cada tumbo y cada descenso en su espalda y sus riñones. Haber salido de la rosada y acicalada Acapulco para meterse en aquel paisaje primitivo, era como retroceder quinientos años en el tiempo. Pero allí arriba el aire era fresco y limpio, y la jungla era exuberante tras las recientes lluvias, y de vez en cuando Halperin observaba algún que otro pequeño y misterioso pueblo embutido entre el espeso follaje: los perros ladraban, los niños desnudos salían corriendo, saludándole con la mano, y las curtidas y viejas gentes del pueblo nahua le miraban gravemente y le enviaban saludos que él no comprendía. Una vez escucho un golpe tremendo en los bajos del vehículo y estuvo convencido de que había roto el depósito de aceite al golpear contra una roca, pero cuando miró debajo, todo le pareció intacto. Dos kilómetros más adelante se metió en un bache gigantesco, y creyó que se había roto un eje, pero no fue así. Se inclinó sobre el volante, dolido y tenso y se imaginó aquella espléndida máscara de murciélago, o su gemela, iluminada contra una severa pared blanca en su estudio. ¿Podría Guzmán conseguirle una? Probablemente. El hecho de que hubiera hablado de las dificultades no era más que una forma de aumentar el precio. Pero aun cuando Halperin regresara con las manos vacías de San Simón, el viaje habría valido la pena, aunque sólo fuera para haber contemplado la danza, aquel extraño rito de una perdida civilización pagana. Sabía que coleccionar máscaras mexicanas representaba algo más que adquirir objetos para colgarlos de la pared.