En aquellos momentos en que era capaz de apartar la vista del lienzo, y sobre todo de las fauces abismales de la capa, se sintió invadido por una vaga sensación de inquietud y desasosiego. Tomó una cena solitaria, iniciada distraídamente, y después se desprendió, sin haberlos leído, de media docena de volúmenes de poesía y filosofía hacia los que, en otros tiempos, había pretendido volverse para hallar en ellos un bálsamo en sus momentos más melancólicos. Aquella noche, cuando se deslizaba en brazos de un sueño profundo, creyó escuchar el distante sonido de las aguas de la inundación.
Michaelis pasó los días subsiguientes tratando de superar una sensación de debilidad que persistía extrañamente. Su ama de llaves le dijo que confiaba en que no estuviera enfermo, pero como él no pudo encontrar ningún sistema específico del que quejarse, el médico al que llamó no halló nada malo en el estado de salud del artista, y volvió a marcharse atónito, prescribiéndole descanso.
Michaelis aprovechó la circunstancia para evitar activamente todo contacto con otras personas, cuya presencia había empezado a experimentar como algo intolerable para su sensibilidad. Pidió que le dejaran la comida ante la puerta de su apartamento, donde, a menudo, Antonia volvía a encontrarla horas después, intacta. Pasaba del sueño al despertar en transiciones cada vez más fáciles que antes, y con mayor frecuencia durante el día. No tardó en resultarle difícil separar estos dos estados de la conciencia con su habitual convicción anterior.
Comenzó así a vivir en un estado intermedio, en el que se encontraba mirando por las ventanas durante horas o, con mucha mayor frecuencia, apoyado contra la jamba de la puerta del estudio, al tiempo que su sala de trabajo se hacía diminuta ante sus ojos, con excepción del retrato, que parecía inmenso y cuyas terribles profundidades alimentaban extraños presentimientos.
Empezó a escuchar sonidos suaves que parecían provenir del interior del lienzo: sonidos como los que, en un principio, le parecieron los de la inundación, como si algún líquido de una gran gravedad hubiera cobrado de pronto vida a una gran distancia; el movimiento causaba una ligera pero clara impresión de charca oscura y viscosa cuyas aguas rompieran con insistente monotonía contra el borde del lienzo.
Aparecieron fantasías inexplicables, ya fuera estando despierto o dormido, en las que surgía una criatura pequeña y deformada —tan negra como la negrura de la capa—, que se ocultaba dentro del pigmento y que se quejaba suavemente, solicitando que se le satisficiera una necesidad terrible por lo imposible de cumplir.
Una vez escuchada, el delicado chapoteo del agua cesó por completo. Pero el quejido continuó, a veces durante horas; en ocasiones era apenas audible, pero otras veces era tan fuerte que él apenas si podía pensar. Y tampoco podía escapar. Descubrió que era incapaz de ir más allá de un radio invisible, pero bien definido, alrededor del lienzo, sin experimentar al hacerlo un pánico inespecífico, pero que no por ello dejaba de apoderarse de él más plenamente, así como un dolor físico concretado en forma de migrañas. A veces, se imaginaba que el quejido estaba tan cerca de él que parecía proceder de sus propias venas y arterias. No se atrevía a cortarse por temor a que su sangre no fuera de color rojo, sino también de un ébano absoluto.
El quejido infantil se aproximaba a la puerta de su dormitorio. Aunque dormía y soñaba, el quejido seguía avanzando por todas las dimensiones y detalles de su dormitorio, negro y pequeño, casi viscoso, avanzando con lentitud hacia el borde de su cama. ¡Era algo terrible! Se revolvió en la cama, pero no pudo despertarse. Aquella cosa llegó hasta la cama y lenta, viscosamente, se subió a ella, introduciéndose entre las sábanas, al tiempo que el quejido se transformaba en un suave jadeo que parecía una respiración hacia adentro. Incapaz de despertarse o apartarse, se acurrucó aún más, temeroso de su aproximación, retorciendo su cuerpo como un niño para evitarlo. Ahora, el sonido enloquecedor estaba en su propio oído, y la criatura procedente del interior del lienzo se extendía lentamente a su lado, con su forma viscosa ejerciendo una presión cada vez mayor sobre su espalda, sus piernas, su nuca, como si se tratara de un niño helado de frío que se aproximara tímidamente a un cuerpo extraño en busca del calor, haciéndole temblar, después tiritar, y finalmente estremecerse tan intensamente con la sensación de una negrura viva, de una nada que absorbía de él el calor, el color y la vida, que terminó por despertarse con un sobresalto, saltó de la cama y abandonó precipitadamente el dormitorio.
En el armario del comedor encontró una botella de coñac y bebió una copa para calentarse y serenarse. El alcohol, encerrado en la botella desde hacía medio siglo, ayudó a disipar las palpitaciones causadas por la terrible pesadilla, y él se envolvió en su batín y, ya más conscientemente, bebió otra copa de coñac hasta que sus manos dejaron de temblar alrededor de la copa, y su respiración ya no pareció helar el borde del cristal. Sin embargo, no se atrevió a dormirse de nuevo, y pasó las restantes horas hasta el amanecer acurrucado en una silla del comedor, mirando alternativamente hacia la puerta del estudio que estaba medio abierta, y hacia la ventana, en espera de los primeros rayos del sol.
La pesadilla tuvo la virtud de hacerle salir del letargo de la semana anterior. Se bañó y se vistió rápidamente y antes de que acudiera Antonia bajó a la planta baja, por primera vez desde la llegada del pigmento, y pidió que le sirviera el desayuno en la mesa común que ella preparaba diariamente para su familia y otros pensionistas.
Tras una ausencia tan larga y completa, todos se mostraron contentos de volver a ver a Michaelis entre ellos, y le felicitaron por su recuperación, evidenciada por el prodigioso apetito que mostraba.
Sintiéndose contento, se puso un sombrero de ala ancha para protegerse del sol romano, y decidió dar un largo paseo matinal. Dio permiso a Antonia para que limpiara y aireara sus habitaciones, una tarea que ella aceptó encantada después de que él se la hubiera denegado durante tanto tiempo.
Michaelis regresó a la
pensione
pasado ya el mediodía. La mayoría de los romanos habían escapado al debilitante calor exterior para dormir la siesta. El artista se sentía renovado, y los temores de la noche habían sido dispersados por el benigno sol de la mañana. Acababa de sentarse ante la mesa, y estaba leyendo el
Corriere
semanal, tratando de ponerse al día de las noticias de la ciudad, en espera de la cena prevista para aquella misma noche con su amigo, que regresaba a la ciudad, cuando Antonia apareció ante él, sosteniendo en las manos los diversos objetos de su trabajo, y con una expresión arqueada en el rostro.
—Ha trabajado usted mucho,
Signore
. Eso no es bueno para su salud. Esta mañana, cuando bajó usted a nuestra mesa, todos estábamos convencidos de que era un espíritu siniestro.
Michaelis se limitó a murmurar la respuesta adecuada.
—Nunca he conocido a un artista tan perseverante como usted —siguió diciendo ella, señalándole con un dedo, en un gesto de reprimenda—. ¿Por qué pinta incluso cuando duerme?
—¿Qué quiere usted decir?
—Venga a ver —dijo ella, dirigiéndose hacia el dormitorio—. ¡Mire! Esas manchas negras han resistido todos mis esfuerzos para limpiarlas.
Junto a la cama, en el extremo más alejado al que solía dormir Michaelis, había dos manchas del nuevo pigmento sobre el suelo. El artista se preguntó si, durante los últimos procesos de su trabajo sobre el lienzo, había estado tan distraído como para haberse llevado el pincel al dormitorio sin darse cuenta. Despidió a Antonia, asegurándole que le pediría al fabricante de pigmentos un disolvente adecuado para quitar las manchas.
Sin embargo, una vez que ella se hubo marchado, Michaelis regresó junto a la cama para contemplar una vez más las manchas. Ahora adoptaron una apariencia más definida. Una era un mancha de apenas unos dos centímetros, en forma de confuso semicírculo. Pero al inspeccionarlas más de cerca se le ocurrió pensar que la otra marca no podía ser otra cosa que la palma y los tres primeros dedos de un pie: era la impresión grande y clara que podía dejar un niño que se pusiera de pie para subirse a la cama, y que llevara los pies manchados de pintura.
—Estaba seguro de que la pintura ya estaría terminada —protestó William—. Tienes el aspecto de haber estado trabajando sin un momento de sueño desde que me marché.
—Sólo una noche más de trabajo y habré terminado —replicó el artista, sin dejar de percibir la vigorosa salud de su amigo, que representaba casi una censura a su propio aspecto.
—¿Aún tienes la intención de exponerlo? La exposición se inaugura mañana.
—Estará preparado a tiempo.
Pero William aún no se sentía satisfecho.
—Esta noche íbamos a celebrar su terminación. Y también mi regreso. Teníamos previsto salir a cenar. Ya había aceptado una invitación para los dos en casa de la marquesa de B…
—Tendrás que ir solo. Mañana por la noche, después de la inauguración, lo celebraremos. Te ruego que tengas un poco más de paciencia con un viejo amigo.
—En tal caso, mañana por la noche —aceptó William—. Y no tendrás modo de escaparte, te lo aseguro. Tengo ganas de ver lo que has hecho con ese lienzo. Sus últimas fases de trabajo me temo que han supuesto una terrible exigencia para ti.
Aunque agotado y triste, Michaelis estaba tranquilo, algo que William percibía erróneamente como la serenidad que precede a la obra casi acabada, antes que a la resignación que realmente significaba.
—Permíteme que entre en esta farmacia —dijo el artista—. Me han prometido entregarme algo para mantenerme durante las últimas horas de trabajo.
William dejó a su amigo ante la herboristería. Michaelis recibió su receta y regresó lentamente a la
pensione
. Una vez allí, mezcló los poderosos estimulantes que el farmacéutico le había preparado, añadiéndolos a un jarro de expreso fuerte y caliente que se llevó consigo al estudio.
Había dos grandes latas frente al lienzo ahora cubierto. Se las habían traído el fabricante de pigmentos y su aprendiz, siguiendo sus órdenes. Michaelis levantó las tapas y se tomó la primera taza de café expreso y estimulantes de la media docena que consumiría a lo largo de las siguientes horas.
Necesitó hacer un gran esfuerzo inicial para introducir el pincel en el recipiente que estaba frente a él, y un esfuerzo aún mayor para elevar el pincel hacia la zona del lienzo donde el ébano absoluto acababa de secarse. Pero Michaelis endureció sus nervios. Sólo su corazón fue como un vacío desierto helado en el momento en que aplicó el pincel al lienzo, iniciando así la destrucción de su obra maestra con el más puro y espeso pigmento blanco de zinc procedente del taller de Castelgni.
Quizá fuera a causa de las precauciones que había tomado antes de iniciar su trabajo —las docenas de candelabros encendidos con las velas más brillantes que iluminaban la habitación como si se celebrara en ella la mayor de las fiestas—, o quizá debido a otras razones desconocidas, lo cierto fue que, cuando ya había empleado uno de los grandes recipientes del nuevo pigmento en el lienzo y se disponía a empezar con el segundo, comenzó a sentir las pulsaciones del pigmento negro que aún quedaba en el cuadro.
Apresuró su trabajo, humedeciendo el pincel con mayor rapidez y aplicando el blanco sistemáticamente para tapar grandes zonas de negro.
Entonces cobró conciencia del sonido del chapoteo, tan suave al principio, que apenas si lo percibió: en las puntas de su pelo, en la misma superficie de la piel de su rostro. Un sonido cuya intensidad aumentó, hasta que Michaelis ya no pudo escuchar ninguna otra cosa, al tiempo que se apresuraba a trabajar con mayor rapidez para cubrir las zonas del terrible negro que aún quedaban. En varias ocasiones sintió como si el pincel que utilizaba se retorciera para caérsele de las manos, impulsado por alguna extraña fuerza interior.
Cuando sólo quedaba por cubrir un trozo del pigmento original, cambió de pincel, cogiendo otro más grande y basto. Y entonces comenzó a escuchar el quejido que, al igual que el sonido del chapoteo anterior, también se inició de un modo casi inaudible para ir aumentando de intensidad a medida que el pintor humedecía el pincel y lo elevaba hacia el lienzo empapado de más blanco de zinc, configurando un sonido de queja lastimosa tan abrumador que estaba convencido de que debía escucharse en por lo menos media docena de calles a la redonda.
Se cubrió los oídos con cera derretida que extrajo de las numerosas velas que le rodeaban y, protegido así temporalmente, siguió trabajando febrilmente.
Ahora sólo quedaban por cubrir unos pocos centímetros cuadrados de negro. Pero cuando introdujo el pincel en el recipiente de blanco de zinc se dio cuenta de que éste se hallaba vacío. Había utilizado todo el pigmento. Rascó frenéticamente los restos de las paredes de ambos recipientes y obtuvo lo suficiente para recubrir una sección minúscula. Finalmente, lanzó un juramento y pateó los recipientes vacíos.
El gran lienzo comenzó a hincharse, como si tratara de rechazar la aplicación del blanco, como si lo que hubiera en su interior presionara para salir… y lanzarse sobre él.
Michaelis ignoró este hecho lo mejor que pudo, temblando, tratando de concentrar toda su atención en imaginar la forma de cubrir la mancha de negro que aún quedaba. Su corazón latía apresuradamente ante el recuerdo del visitante de la noche anterior y de las huellas que había visto, así como con el quejido que ahora atravesaba incluso la cera que cubría sus oídos, como si el sonido surgiera del interior de su propio cerebro.
No quedaba ni una gota de pigmento blanco. Eran las cuatro de la madrugada y, por lo tanto, no podía obtener más blanco a aquella hora. ¿Cómo podía cubrir el resto?
Michaelis casi se volvió loco en aquel instante. Percibió la existencia de un gran poder dentro de aquella diminuta mancha de negro que quedaba. Y tenía que cubrirla para aniquilarla. El lienzo seguía estremeciéndose, a veces vertical, otras diagonalmente, como si intentara expulsar la nueva pintura con aquellos movimientos. Y lo haría. Él sabía que lo conseguiría, a menos que lograra cubrir la última mancha de negro.
Y entonces, en un rapto de inspiración, recordó de pronto sus propios suministros, a los que no prestaba atención desde hacía varios años, cuando empezó a utilizar colores oscuros. Ah, allí estaba, en el pequeño armario. No había mucho, pero allí estaba todavía el viejo tubo de blanco de zinc que había utilizado para pintar los vestidos de los niños y las manos de las jóvenes. Ensordecido, cercano a la locura a causa del penetrante quejido, extrajo el pigmento, vertiéndolo sobre un plato. Levantó la mirada y vio cómo el lienzo se abombaba como si fuera la vela mayor de un clíper durante un tifón.