Authors: Dan Simmons
Mi plan es repetir de memoria partes del largo discurso de Fénix, y luego desviarme para incluir mis propias sugerencias. Pero veo que Odiseo me mira con el ceño fruncido desde el otro lado de la tienda y sé que no voy a tener oportunidad.
¿Y si la tengo, qué? He considerado el hecho de que los dioses estarán observando esta comida: es una de las escenas clave de la
Ilíada
, después de todo, aunque quizá sólo Zeus lo sabe de antemano. Pero incluso sin ese conocimiento anticipado, algunos de los dioses y diosas deben de estar observando este encuentro en sus piscinas de vídeo y en su tabulaimagen. Zeus les ha ordenado que no intervengan hoy, y la mayoría obedece este ultimátum, pero eso debe aumentar todavía más su curiosidad por la embajada ante Aquiles. Si Aquiles acepta el soborno de Agamenón y se deja persuadir por Odiseo esta noche, entonces la ofensiva de Héctor y tal vez la voluntad del propio Zeus estarán condenadas. Aquiles es un ejército de un solo hombre.
¿Y si lo tiento con la herejía esta noche, como he planeado, si intento que Aquiles se alce en pie de guerra contra los dioses, no intervendrá Zeus de inmediato, arrasando esta tienda y a todos sus ocupantes? Y aunque Zeus contenga su ira, puedo imaginar a Atenea o a Hera o a Apolo o a cualquiera de las otras partes interesadas bajando a destruir a este... «Fénix», por sugerir un curso de acción perjudicial para sus fines. He imaginado estas cosas, naturalmente, pero confiaba en que el medallón TC y el Casco de Hades me salvaran.
Pero, ¿y si me vuelvo a salvar huyendo pero estos héroes acaban muertos o la ira de los dioses los disuade? Todo el plan habrá sido para nada y los dioses se enterarán de mi participación. El Casco de Hades y el medallón TC no me servirán de nada entonces: me seguirán hasta los confines de la tierra, hasta la prehistórica Indiana si es necesario. Y eso, como dicen, será todo.
Tal vez Odiseo me haya hecho un favor al no dejarme hablar.
Pero entonces, ¿por qué estoy aquí?
Cuando todos hemos comido bien, hemos apartado los platos vacíos, sólo quedan cortezas de pan en las canastillas y estamos preparados para nuestra tercera copa de vino, veo que Ayax le hace un leve gesto a Odiseo.
El gran estratega capta la indirecta y alza su copa y brinda por Aquiles.
—¡A tu salud, Aquiles!
Todos bebemos y el joven héroe inclina su cabeza rubia en agradecimiento.
—Veo que no falta de nada en este banquete —continúa Odiseo, la voz sorprendentemente baja y suave, casi meliflua. De todos los grandes capitanes aqueos, este hombre barbudo es el que mejor habla y el más sibilino—. No carecemos de nada en el campamento de Agamenón, ni aquí, en casa del hijo de Peleo. Pero no es el deleite del festín lo que ocupa nuestras mentes en esta noche tormentosa... no, es un terrible desastre, preparado y dispuesto por los dioses, lo que nos preocupa y tememos esta noche.
Odiseo continúa hablando despacio, sin apresurarse, buscando apenas un efecto retórico. Describe la derrota de la tarde, la victoria de los troyanos, el pánico aqueo y la voluntad de huir, y la complicidad de Zeus.
—Esos soberbios troyanos y sus aliados han levantado sus tiendas a un tiro de piedra de nuestras naves, Aquiles —continúa Odiseo, hablando como si Aquiles no se hubiera enterado ya de todo esto por Patroclo, Atumedonte y sus otros amigos. O, simplemente, lo hubiera visto desde su tienda en lo alto de la colina.
—Nada puede detenerlos ahora —continúa Odiseo—. De eso se vanaglorian, y miles de hogueras refrendan ese alarde esta noche. Planean llevar esas llamas a nuestras naves con las primeras luces, y luego lanzarse contra nuestros negros cascos para masacrar a los supervivientes. Y Zeus, hijo de Cronos, les envía signos de ánimo, rayos que caen en nuestro flanco izquierdo mientras Héctor ataca furiosamente ebrio de fuerzas. No teme a nada, Aquiles, ni hombre ni dios. Héctor es como un perro rabioso y frenético hoy, y el demonio de la
katalepsis
lo tiene asido.
Odiseo calla. Aquiles no dice nada. Su rostro nada denota. Su amigo Patroclo observa el rostro de Aquiles todo el tiempo, pero el héroe ni siquiera lo mira. Aquiles seria un jugador de póquer cojonudo.
—Héctor ansía que llegue el amanecer —continúa Odiseo, la voz aún más baja—, ya que, al alba, amenaza con cortar los cuernos de nuestras proas, encender esas naves con fuego abrasador, y, con todos nuestros comandantes atrapados contra los cascos en llamas, derrotarnos y matarnos y destruirnos. Una pesadilla, Aquiles. La temo con todo mi corazón. Temo que los dioses den a Héctor los medios para cumplir todas esas amenazas y que nuestro destino sea morir aquí en las llanuras de Ilión, lejos de las colinas donde pastan los caballos de Argos.
Aquiles no dice nada cuando Odiseo vuelve a hacer una pausa. Las ascuas moribundas chasquean. En alguna tienda cercana, alguien toca una lenta melodía con una lira. Del otro lado llega la risa de un soldado ebrio que obviamente se sabe condenado.
—Depende de ti entonces, Aquiles —dice Odiseo, alzando la voz por fin—. Ahora, ven con nosotros, aunque sea tarde, si quieres salvar a los hijos condenados de los aqueos de la masacre troyana.
Y ahora Odiseo le pide a Aquiles que descarte su ira y acepte la oferta de Agamenón, usando las mismas palabras que éste empleó para describir sus trípodes y su docena de caballos, etcétera, etcétera. Creo que se extiende demasiado en la descripción de la intacta Briseida y las vírgenes troyanas que esperan ser violadas y las tres hermosas hijas de Agamenón, pero acaba con una apasionada perorata, recordando a Aquiles el sacrificio de su propio padre, el consejo de Peleo de valorar la amistad por encima de las disputas.
—Pero si tu corazón odia demasiado al Atrida para que aceptes estos regalos —termina Odiseo—, al menos compadécete del resto de los aqueos. Únete a la lucha y sálvanos ahora, y te honraremos como a un dios. También, recuerda que si tu cólera te impide combatir, si el desprecio te hace volver a casa cruzando el mar de color vino antes de que esta guerra con Troya haya terminado, nunca sabrás si habrías podido matar a Héctor. Esta es tu oportunidad para esa
aristeia
, Aquiles, ya que el frenesí asesino de Héctor lo hará entablar combate cuerpo a cuerpo mañana después de todos estos años de aislamiento tras las altas murallas de Ilión. Quédate y lucha con nosotros, noble Aquiles, y ahora, por primera vez, podrás enfrentarte a Héctor en combate singular.
He de admitir que el discurso de Odiseo ha sido cojonudo. Yo me habría dejado convencer, si hubiera sido el joven semidiós que está sentado en los cojines a dos metros de mí. Todos permanecemos en silencio hasta que Aquiles suelta su copa de vino y responde.
—Noble hijo de Laertes, semilla de Zeus, pródigo en recursos, querido Odiseo... he de decirte sincera y honradamente lo que siento y cómo terminará todo esto, para que no sigáis atosigándome, enviando una embajada tras otra, coaccionando y murmurando uno tras otro como una fila de pichones.
»Tanto como detesto las puertas del Orco, las oscuras puertas del Hades, tanto detesto al hombre que dice una cosa con la boca pero esconde otra en su corazón.
Parpadeo al oír esto. ¿Es una pulla a Odiseo, «pródigo en recursos», conocido por todos los aqueos como alguien que retuerce la verdad cuando le conviene? Tal vez, pero Odiseo no reacciona de ninguna forma, así que mantengo la expresión de Fénix neutral.
—Lo diré claramente —continúa Aquiles—. ¿Me recuperará Agamenón, me persuadirá con todos estos...
regalos
? —El héroe casi escupe la última palabra—. No. En modo alguno. Ni podrían todos los capitanes y ejércitos de los aqueos convencerme para que regrese, ya que su gratitud es demasiado escasa y llega demasiado tarde... ¿Dónde estaba la gratitud de los aqueos durante mis años de guerra contra sus enemigos, batalla tras batalla, año tras año, luchando cada día sin un final a la vista?
»Doce ciudades he conquistado con mis naves; once he conquistado mojando el fértil suelo de Ilión con sangre troyana. Y de todas estas ciudades conseguí montones de botín, montañas de despojos, grandes y gimientes rebaños de hermosas mujeres, y siempre di el mejor lote a Agamenón,
a ese hijo de Atreo
, a salvo en sus negras naves o escondido tras las líneas. Y él lo aceptaba todo... todo y más.
»Oh, sí... a veces os repartía migajas a ti y a los otros capitanes, pero siempre se quedaba con la parte del león. A todos vosotros, cuya lealtad necesita para sostener su régimen, os da... sólo lo que toma de mí, incluida la esclava que habría sido mi novia. Bueno, pues al carajo con él y al carajo con ella y al carajo con todo. Que Agamenón se acueste con Briseida... que se la meta hasta el fondo, si el viejo está preparado para ello.
Tras airear de nuevo sus afrentas, Aquiles pasa a cuestionar por qué sus mirmidones y los aqueos y los argivos deberían estar siquiera librando esta guerra.
—¿Por Helena con su cabello suelto y brillante? —pregunta despectivo, y dice que Menelao y su hermano Agamenón no son los únicos hombres que echan de menos a sus esposas, y le recuerda a Odiseo a su propia mujer, Penélope, que lleva sola diez largos años.
Y yo pienso en Helena sentada en la cama hace unas pocas noches, su melena suelta y brillante sobre los hombros, sus pálidos pechos blancos a la luz de las estrellas.
Es difícil prestarle atención a Aquiles, aunque este discurso es tan hermoso y sorprendente como describió Homero. En su breve charla, Aquiles socava el código heroico que lo convierte en un superhéroe, el código de conducta que hace de él un dios a los ojos de sus hombres e iguales.
Aquiles dice que no tiene ambición alguna por combatir al glorioso Héctor, ni voluntad de matarlo ni de morir a sus manos.
Aquiles dice que va a llevarse a sus hombres y zarpar al amanecer, dejando a los aqueos abandonados a su suerte... a merced de Héctor cuando él y sus hordas crucen mañana el foso y las murallas.
Aquiles dice que Agamenón es un perro sinvergüenza y que no se casaría con una sola de las hijas del viejo rey aunque acabara teniendo el aspecto de Afrodita y las habilidades de Atenea.
Luego Aquiles dice algo verdaderamente sorprendente: confiesa que su madre, la diosa Tetis, le dijo que dos posibles destinos marcarían el día de su muerte: en uno se queda aquí, asedia Troya, mata a Héctor y luego muere él mismo unos días después. En esa dirección, su madre le dijo, se encuentra la gloria eterna en la memoria de hombres y dioses por igual. Su otro destino está en la huida: volver a casa, perder el orgullo y la gloria, pero vivir una vida larga y feliz. La decisión es suya, le dijo su madre hace años.
Y, nos cuenta Aquiles ahora, elige la vida. Aquí este... este... héroe, esta masa de músculos y testosterona, este semidiós, esta leyenda viviente... prefiere la vida a la gloria. Es suficiente para que Odiseo bizquee incrédulo y Ayax se quede boquiabierto.
—Así pues, Odiseo, Ayax, hermanos míos —dice—, volved con los grandes generales aqueos. Comunicadles mi respuesta. Que decidan ellos cómo salvar las cóncavas naves y a los hombres que serán empujados hasta esas mismas naves ardientes mañana a esta hora. Y en cuanto al silencioso Fénix, aquí presente...
Doy un respingo cuando se vuelve hacia mí. Me he perdido tanto preparando lo que tengo que decir y sus implicaciones morales, que he olvidado que estábamos en medio de una discusión.
—Fénix —dice Aquiles, sonriendo indulgente—, mientras Odiseo y Ayax van a informar a su
amo
, puedes pasar la noche aquí con Patroclo y conmigo, y volver a casa con nosotros al amanecer. Pero sólo si Fénix lo desea... nunca obligaría a ningún hombre a marchar.
Ésta es mi oportunidad para hablar.
Ignorando el ceño fruncido de Odiseo, miro alrededor, me levanto torpemente, me aclaro la garganta para empezar el largo discurso de Fénix. ¿Cómo empieza? Todos esos años enseñándolo y estudiándolo, aprendiendo los matices de cada palabra griega, y ahora mi mente está en blanco.
Ayax se pone en pie.
—¡Mientras este viejo bobo intenta decidir si huir contigo o no, Aquiles, te diré que eres tan idiota como el viejo Fénix!
Aquiles, el ejecutor de hombres que no tolera ningún insulto de nadie, el héroe que dejará que todos sus amigos aqueos sean asesinados antes que sufrir la injuria de Agamenón debido a una esclava, se limita a sonreír y alza una ceja ante el insulto directo de Ayax.
—Renunciar a la gloria y a veinte mujeres hermosas por una mujer que ni siquiera puedes haber... ¡Bah! —exclama Ayax, y se vuelve—. Vamos, Odiseo este chico dorado nunca ha bebido de la teta de la amistad humana. Dejémoslo con su cólera y entreguemos nuestro oscuro mensaje a los aqueos que esperan. El amanecer de mañana vendrá rápido, y yo, para variar, necesito dormir un poco antes de la batalla. Si voy a morir mañana, no quiero morir con sueño.
Odiseo asiente, vuelve a asentir en dirección a Aquiles, y luego sigue a Ayax el Grande y ambos salen de la tienda.
Yo sigo de pie, con la boca abierta, dispuesto a largar el largo discurso en tres partes de Fénix (¡ese inteligente discurso!), con mis propias sagaces enmiendas y mis planes ocultos.
Patroclo y Aquiles se ponen en pie, se desperezan e intercambian miradas. Obviamente estaban esperando esta embajada y ambos hombres conocían con antelación la sorprendente respuesta de Aquiles.
—Fénix, viejo padre, amado por los dioses —dice este último cálidamente—, no sé qué te ha traído aquí realmente esta noche tormentosa, pero bien recuerdo cuando era un chiquillo y me tomabas en brazos y me llevabas a la cama después de mis lecciones. Quédate aquí esta noche, Fénix. Patroclo y Automendonte te prepararán un suave lecho. Por la mañana, zarparemos a casa y podrás venir... o no.
Hace un gesto, se marcha a su dormitorio de la parte trasera de la tienda y yo me quedo aquí de pie como el bobo que soy, sin habla en todos los sentidos, anonadado por esta radical desviación del argumento de la
Ilíada
.
Aquiles tiene que ser persuadido para quedarse, aunque no se una a la lucha, para que la
Ilíada
se resuelva de esta forma: con los troyanos que vencen de nuevo y los griegos en plena retirada con todos sus grandes comandantes heridos (Odiseo, Agamenón, Menelao, Diomedes, todos ellos); luego, compadeciéndose de sus amigos aunque sabe que Aquiles nunca se unirá a la batalla, Patroclo se pone la armadura dorada de Aquiles y hace retroceder a los troyanos hasta que, en combate singular con Héctor, Patroclo muere, su cuerpo es violado y mancillado. Eso hace que Aquiles salga de su tienda, lleno de cólera asesina, sellando así el destino de Héctor e Ilión y Andrómaca y Helena y todo el resto de nosotros.