Authors: Dan Simmons
—¿Quién? —le preguntó a Orphu. Le daba igual que su amigo lo considerara tonto.
—Próspero —respondió Orphu.
Hasta ahora todo ha sucedido tal como dijo Homero.
Los troyanos han encendido centenares de hogueras ante la zanja aquea, la última línea de defensa griega en la playa, pero los aqueos, tan contundentemente derrotados a lo largo del día y la noche, han olvidado incluso sus fogones en la confusión. Me he morfeado en el viejo Fénix y espero cerca de la tienda de Agamenón, donde el sollozante hijo de Atreo (¡está llorando, este rey de reyes griegos está llorando!) insta a sus comandantes a reunir a sus hombres y huir.
He visto a Agamenón utilizar esta estrategia antes: fingir que quiere huir para desafiar a sus hombres y lanzarlos al combate, pero esta vez, está claro, el rey está ansioso. Agamenón, los cabellos despeinados, la armadura ensangrentada, las sucias mejillas arrasadas de lágrimas, quiere que sus hombres huyan para salvar sus vidas.
Es Diomedes quien desafía a Agamenón. Casi llama cobarde a su rey y promete que, solo con Esténelo si todos los demás huyen, «se quedará luchando hasta ver el fin de Ilión». Los otros aqueos muestran su apoyo a esta bravata, y entonces el viejo Néstor, apelando a su edad como pasaporte para hablar, sugiere que todos se calmen, que tomen algo de comer, pongan centinelas, envíen hombres a vigilar el foso y las murallas y enciendan sus hogueras. El puñado de fuegos de los griegos (a los que pronto se une el fuego del festín de Agamenón) parece minúsculo comparado con los cientos de hogueras de vigilancia teucra del otro lado del foso, cuyas chispas se alzan hacia las nubes más bajas.
En el festín del consejo de Agamenón, al que asisten todos los jefes y comandantes aqueos, el diálogo continúa tal como contó Homero. Néstor habla primero, alabando el valor y la sagacidad de Agamenón pero diciéndole, esencialmente, que metió la pata hasta el fondo cuando decidió robarle a Aquiles la esclava Briseida.
—En eso no mientes, viejo —es la sincera respuesta de Agamenón. Fue una locura. Estuve loco y ciego al ofender así a Aquiles. —El gran rey calla, pero ninguno de los jefes congregados en torno al fuego central se levanta para discutírselo—. Loco y ciego estuve —continúa Agamenón—, y ni siquiera yo lo negaría. Zeus ama a ese joven de tal forma que Aquiles vale por un batallón... ¡no, por un ejército entero! —Los demás siguen sin discutírselo—. Y como yo estuve loco y ciego por mi propia cólera, arreglaré las cosas ahora mismo pagando el rescate de un rey para que vuelva a las filas aqueas.
Entonces los jefes congregados, Odiseo incluido, hacen ruidos de acuerdo mientras siguen comiendo buey y pollo a grandes bocados.
—Ante todos los que estáis aquí reunidos, contaré mis regalos en su esplendor para conseguir el amor del joven Aquiles —gime Agamenón-—. Siete trípodes que no han sido aún puestos al fuego, diez talentos de oro, veinte calderas espléndidas y relucientes y doce corceles robustos vencedores en los juegos...
Y bla bla bla. Tal como escribió Homero. Tal como yo ya predije. Y, tal como también predije, Agamenón jura devolver a Briseida, intacta, además de a veinte mujeres troyanas (después de que Ilión caiga, por supuesto) y, como una especie de
pièce de résistance
, la guinda de las tres hijas del mismísimo Agamenón, Crisotemis, Laodice e Ifinasa. Como inveterado escólico, advierto el error de continuidad con relatos anteriores y posteriores, sobre todo la ausencia de Electra y la posible confusión del nombre de Ifigenia, pero eso ahora carece de importancia. Y luego, como remate, Agamenón deja caer lo de las «siete ciudadelas», fuertemente defendidas.
Y, tal como cuenta Homero, Agamenón ofrece estas cosas en vez de una disculpa.
—Todo esto le ofreceré si pone fin a su cólera —grita el hijo de Atreo a sus comandantes. Los truenos rugen y los relámpagos restallan en el cielo, como si Zeus estuviera impaciente—, ¡Pero que Aquiles se someta a mí! Sólo Hades, el dios de la muerte, es tan inexorable e implacable como este advenedizo. ¡Que Aquiles ocupe su sitio y se incline ante mí! Yo soy el mayor, y el rey más regio. Soy, os digo, más hombre.
Bueno, se acabaron las disculpas.
Ahora está lloviendo. Cae una llovizna persistente, mezclada con los rayos de Zeus y los gritos de los borrachos de las líneas troyanas situadas a menos de cien metros de distancia, sobre la zanja y los parapetos empapados. Quiero que elijan la embajada a Aquiles para poder caminar con Odiseo y Ayax y unirme a ella. Es la noche más importante de mi vida (bueno, de esta segunda vida como escólico), y sigo ensayando lo que le diré a Aquiles.
Si quieres cambiar nuestros destinos, tienes que encontrar el fulcro.
Creo que he encontrado ese fulcro (o al menos
un
fulcro). Desde luego, nada será lo mismo para los griegos y los dioses (ni para mí) si hago lo que planeo hacer esta noche. Cuando el viejo Fénix hable en esta embajada ante Aquiles, no será sólo para acabar con la cólera de éste, sino para hacer causa común con Héctor: para volver a griegos y troyanos contra los propios dioses.
—Atrida, generoso general y señor de hombres, nuestro Agamenón —exclama de pronto Néstor—, ningún hombre, ni siquiera nuestro príncipe de hombres, Aquiles, hijo de Peleo, podría despreciar esos regalos. Vamos, enviemos una pequeña embajada de hombres cuidadosamente escogidos para que lleven esas ofrendas y nuestro amor a la tienda de Aquiles esta noche. ¡Rápido, quienes yo elija, que se encarguen de ese deber!
Vestido con la carne del viejo Fénix, me aproximo al círculo, cerca de Ayax el Grande, para que me vea Néstor.
—Ante todo —-exclama Néstor—, que Ayax el Grande se encargue de esta tarea. Y con Ayax, que nuestro sagaz e inteligente rey, Odiseo, añada su consejo. Como heraldos, escojo a Odío y Euríbates para que escolten nuestra embajada. ¡Agua para sus manos ahora! Y un momento de oración en silencio mientras todos suplicamos a Zeus a nuestro modo... ¡que el gran dios nos demuestre piedad y permita que Aquiles sonría ante nuestros regalos!
Me quedo a un lado, anonadado, mientras se realizan las abluciones y los comandantes inclinan la cabeza en silenciosa oración.
Néstor rompe el silencio instando a la embajada (¡la embajada de cuatro, no de cinco!), gritando a los hombres que ya se marchan:
—¡Intentadlo con fuerza! ¡Convencedlo y haced que se apiade de nosotros, nuestro invencible, implacable Aquiles!
Y los dos embajadores y los dos heraldos dejan el círculo de la hoguera y se marchan caminando por la playa.
¡No me ha elegido! ¡Fénix no ha sido elegido! ¡Ni siquiera se le ha mencionado!
¡Homero estaba equivocado! ¡Los acontecimientos de esta Ilión acaban de desviarse de los acontecimientos de la
Ilíada
, y de repente estoy tan ciego ante los acontecimientos futuros como Helena y todos los demás partícipes de esta historia, tan ciego como los dioses del cielo, tan ciego como el propio Homero, malditos sean mis ojos perdidos! Tambaleándome sobre mis piernas viejas y flacas (sobre las piernas inútiles, viejas y flacas de Fénix), me abro paso entre el círculo de caudillos griegos y corro por la orilla para intentar alcanzar a Ayax y Odiseo.
Los alcanzo en la playa, a medio camino del campamento de Aquiles. Ayax y Odiseo están solos, hablando en voz baja mientras caminan por la suave arena mojada. Se detienen cuando los alcanzo.
—¿Qué ocurre, Fénix, hijo de Amintor? —pregunta Ayax el Grande—. Me ha sorprendido verte en el banquete del rey, ya que se ha corrido la voz de que has permanecido junto a tus curadores mirmidones durante los últimos meses. ¿Te ha enviado Agamenón con algún último consejo para nosotros?
Jadeando como si de verdad fuera el viejo Fénix, digo:
—Saludos, noble Ayax y regio Odiseo. En verdad, nuestro señor Agamenón me ha enviado para que me una a vosotros en la embajada a Aquiles.
Ayax el Grande parece perplejo, pero Odiseo está claramente receloso.
—¿Por qué te elige Agamenón para esta tarea, venerable anciano? ¿Por qué estabas siquiera en el campamento de Agamenón en esta noche peligrosa, cuando los troyanos acosan nuestro foso como perros hambrientos?
No tengo respuesta para la segunda pregunta, así que trato de tirarme un farol con la primera.
—Néstor ha sugerido que me una a vosotros para contribuir a que Aquiles os preste atención, y a Agamenón le ha parecido una sugerencia sabia.
—Ven entonces —dice Ayax el Grande—. Únete a nosotros, Fénix.
—Pero no hables hasta que yo te lo diga —dice Odiseo, todavía mirándome como si fuera el impostor que soy—. Néstor y Agamenón puede que hayan visto algún motivo para que visites la tienda de Aquiles, pero no puede haber ningún motivo para que hables.
—Pero... —empiezo a decir. No tengo ningún argumento. Si no se me permite hablar, después de Odiseo pero antes que Ayax según cuenta Homero, perderé todo punto de apoyo, perderé el fulcro, fracasaré. Si no se me permite hablar, los acontecimientos de esta noche divergirán de la
Ilíada.
Pero, advierto, ya han divergido. Fénix debería haber sido elegido por Néstor, su presencia en la embajada secundada por Agamenón.
¿Qué está pasando aquí?
—Si te unes a nosotros en la tienda de Aquiles, viejo Fénix —me advierte Odiseo—, debes esperar en el vestíbulo con los heraldos, Odío y Euríbates, y entrar o hablar sólo sí te lo ordeno. Ésas son mis condiciones.
—Pero... —empiezo a decir de nuevo y veo lo inútil de toda protesta. Si Odiseo recela aún más y me hace volver al campamento de Agamenón, se descubrirá mi estrategia y, con ella, todo mi plan para volver a los mortales contra los dioses—. Sí, Odiseo —digo, asintiendo como hacía el viejo jinete y tutor Fénix—. Como tú ordenes.
Odiseo y Ayax el Grande caminan junto al ruidoso mar y yo los sigo.
He mencionado la tienda de Aquiles y puede que imaginen una especie de tienda de camping, pero el hijo de Peleo vive en un complejo de lona de tamaño parecido a la carpa de un circo de los que recuerdo de mi infancia...
que estoy empezando a recordar
de mi infancia. Thomas Hockenberry tuvo una vida, parece, y después de casi una década aquí, algunos de los recuerdos regresan a mi mente.
Esta noche, los cientos de tiendas y hogueras alrededor de la tienda principal de Aquiles forman una escena tan caótica como el resto del campamento aqueo, con algunos de los leales mirmidones de Aquiles preparando sus negras naves para zarpar, otros vigilando la muralla para defender su parte de playa si los troyanos se abren paso antes del amanecer, y otros reunidos en torno a las hogueras del campamento igual que hacían los comandantes de Agamenón.
Odío y Euríbates han anunciado nuestra llegada a los capitanes de la guardia, y los guardias personales de Aquiles se ponen firmes y nos conducen al complejo interno. Dejamos la playa y subimos por la baja duna hasta el promontorio donde está situada la tienda de Aquiles. Sigo a los aqueos al interior; Ayax tiene que agachar la cabeza para pasar por la entrada interior más baja, pero Odiseo, casi un palmo más bajo que su compañero, entra sin tener que agacharse. Odiseo se vuelve y me indica un lugar en el vestíbulo, cerca de la entrada. Podré ver y oír lo que pase dentro, pero no participar si me quedo aquí.
Aquiles, tal como describió Homero, está tocando su lira y cantando una canción épica sobre unos héroes antiguos no muy distinta a la misma
Ilíada
. Sé que la lira fue un trofeo de guerra, ganado cuando Aquiles conquistó Tebas y mató al padre de Andrómaca, Eetión. La esposa de Héctor había crecido escuchando sonar esta misma lira de plata en su palacio real. Ahora Patroclo, el leal amigo de Aquiles, está sentado frente a él, esperando a que termine su parte de la canción para cantar los versos restantes.
Aquiles deja de tañer el instrumento y se pone en pie, sorprendido, cuando Ayax y Odiseo entran. Patroclo se pone en pie también.
—¡Bienvenidos! —exclama Aquiles. Hace un gesto a Patroclo—. Mira, han venido unos queridos amigos. Mucho me deben necesitar cuando vienen aquí, mis amigos más queridos en todas las filas aqueas, incluso en mi enojo lo reconozco.
Indica a los dos emisarios dos escabeles bajos y los cubre de ricas alfombras púrpura.
—Ven, hijo de Menetio —le dice a Patroclo—, trae la más grande de las cráteras. Aquí... ponla aquí. Mezclaremos vino más fuerte. Una copa para cada uno de mis nobles invitados... ya que es a estos hombres que ahora están bajo mi techo a quienes más quiero.
Observo el despliegue de estos rituales de hospitalidad heroica sorprendentemente amables. Patroclo echa un pesado leño al fuego y coloca en los asadores los lomos de una cabra y una oveja, además de la espalda de un jabalí. Automendonte, amigo y auriga de Aquiles y Patroclo, sujeta la carne mientras Aquiles la corta, la sazona y la coloca en la espeta. Patroclo alimenta el fuego un minuto y luego dispersa las ascuas y coloca las carnes en la parte más caliente del fuego, sazonando de nuevo cada una.
Advierto que estoy muerto de hambre. Si me llamaran para hablar ahora (si todos nuestros destinos dependieran de ello), no podría porque la boca se me ha hecho agua.
Como si oyera mi estómago rugir, Aquiles mira hacia la entrada y casi se queda petrificado por la sorpresa.
—¡Fénix! ¡Honorable mentor, noble jinete! Creía que estabas enfermo en tu tienda estas últimas semanas. ¡Pasa, pasa!
Con eso el joven héroe sale al vestíbulo, me abraza y me conduce al centro de su hogar, que ahora huele a cerdo y cordero asado. Odiseo me fulmina con la mirada, advirtiéndome sin decir palabra que guarde silencio durante las discusiones.
—Toma asiento, querido Fénix —dice Aquiles, antiguo estudiante de este anciano. Pero me sienta sobre cojines rojos, no púrpura, y más lejos del fuego que a Odiseo o Ayax. Aquiles es leal a sus viejos amigos, pero entiende el protocolo.
Patroclo trae canastillas de mimbre con pan recién horneado y Aquiles retira la carne de las brasas y sirve las humeantes porciones en platos de madera.
—Hagamos ofrenda a los dioses, queridos amigos —dice Aquiles, asintiendo a Patroclo, quien tira a las llamas las primicias, las primeras tiras de carne.
—Ahora, comamos —ordena Aquiles, y todos nosotros atacamos el pan y la carne y el vino con ansia.
Aunque mastico y disfruto de la comida, mi mente corre: ¿cómo hago la declaración que tengo que hacer para cambiar los destinos de todos los presentes, de los propios dioses? Parecía sencillo una hora antes, pero Odiseo no se ha tragado que Agamenón me ha enviado como emisario. En el poema, Odiseo habla pronto (transmitiendo la oferta de Agamenón), y luego Aquiles replica con lo que he definido a mis estudiantes como el discurso más poderoso y hermoso de toda la
Ilíada
, luego Fénix suelta su largo monólogo en tres partes (historia personal, parábola de las «Oraciones» y alegoría de la situación de Aquiles en el mito de Meleagros), un
paradigma
en que un héroe mítico espera demasiado tiempo para aceptar los regalos ofrecidos y luchar por sus amigos. En conjunto, el discurso de Fénix es con diferencia el más interesante de los tres que dan los embajadores enviados a persuadir a Aquiles. Y, según la
Ilíada
, es el argumento de Fénix el que convenció al colérico Aquiles de retirar su juramento de marcharse a la mañana siguiente. Cuando hable Ayax, después de mí, Aquiles accederá a quedarse al día siguiente para ver qué hacen los troyanos y, si es necesario, proteger sus naves de éstos.