Authors: Dan Simmons
¿
Va a marcharse de verdad?
No puedo comprenderlo. No sólo no he encontrado el fulcro y he cambiado las cosas, sino que ahora la
Ilíada
entera se ha salido de madre. En mis más de nueve años como escólico, anotando y observando e informando a la musa, ni una sola vez ha habido una discrepancia grave entre los acontecimientos de la guerra y lo que Homero cuenta en su poema. Y ahora... esto. Si Aquiles se marcha, cosa que parece va a suceder al amanecer, los aqueos serán derrotados, sus naves serán quemadas, Ilión se salvará, y Héctor, no Aquiles, será el gran héroe de la epopeya. Parece improbable que la
Odisea
de Odiseo llegue a ser realidad algún día... desde luego no tal como se canta ahora. Todo ha cambiado.
¿Sólo porque el verdadero Fénix no estuvo aquí para dar su auténtico discurso? ¿O porque los dioses han manipulado este fulcro antes de que yo tuviera oportunidad de hacerlo?
Nunca lo sabré. Mi oportunidad de persuadir a Aquiles y Odiseo en el consejo, mi astuto plan, se ha perdido para siempre.
—Vamos, anciano Fénix —dice Patroclo, tomándome del brazo como sí fuera un niño, guiándome a una habitación lateral de la gran tienda donde han tendido mis cojines y mantas—. Es hora de irse a la cama. Mañana será otro día.
—¿Qué es esto? —preguntó Harman. Daeman y él se encontraban a la sombra de la Muralla Occidental de Jerusalén, unos pocos pasos detrás de Savi, y los tres contemplaban el sólido rayo de luz azul que subía en vertical hacia el cielo oscuro.
—Creo que son mis amigos —dijo la anciana—. Mis nueve mil ciento catorce amigos... todos los antiguos que fueron recogidos en el último fax.
Daeman miró a Harman y advirtió que los dos ponían en duda el estado mental de Savi.
—¿Tus amigos? —dijo Daeman—. Eso es una luz azul.
Savi apartó la mirada del rayo (ahora iluminaba la parte superior de los antiguos edificios y murallas que los rodeaban, bañándolo todo con un resplandor azul a medida que la luz del día menguaba) y los miró con lo que podría haber sido una sonrisa triste.
—Sí. Ese rayo de luz azul. Mis amigos.
Hizo un gesto para indicar que la siguieran y dejó atrás el patio, la muralla por donde habían venido, apartándose del haz de luz azul.
—Los posts nos dijeron que el último fax era una forma de almacenarnos mientras limpiaban el mundo —continuó Savi, en voz baja pero que resonaba en los estrechos callejones—. El plan era, explicaron, reducir nuestros códigos (todos éramos códigos de fax para los posthumanos, incluso entonces, amigos míos), reducir nuestros códigos y ponernos en un bucle continuo de neutrinos durante diez mil años mientras arreglaban el planeta.
—¿Qué significa eso? —dijo Harman—. ¿Arreglar el planeta?
Pasaron bajo un arco y Daeman apenas pudo ver la cara de Savi cuando volvió a sonreír.
—Las cosas se volvieron confusas hacia el final de la Edad Perdida —dijo—. Más confusas todavía después del rubicón. Entonces llegaron los Tiempos Dementes. ARNistas autónomos recuperaron a los dinosaurios y las Aves Terroríficas y formas botánicas extinguidas desde hacía siglos, fastidiando la ecología del planeta mientras la biosfera y la datasfera empezaban a mezclarse en la noosfera autoconsciente, la logosfera. Los posthumanos ya habían huido a sus anillos para entonces; la noosfera sentiente de la Tierra ya no confiaba en ellos, y por buenos motivos: los posts estaban experimentando con teleportación cuántica, abriendo portales a sitios que no comprendían, abriendo puertas que no deberían haber abierto.
Harman se detuvo cuando llegaron a una calle más ancha.
—¿Quieres hablar con claridad, Savi? No entendemos dos tercios de lo que estás diciendo.
—¿Cómo podríais hacerlo? —preguntó Savi, mirando a Harman con expresión de dolor o de incomodidad—. ¿Cómo podríais comprender nada? Sin historia. Sin tecnología. Sin libros.
—Tenemos libros —dijo Harman, a la defensiva.
Savi se echó a reír.
—¿Qué tiene que ver toda esta charla de dinosaurios y noosferas con el rayo azul? —preguntó Daeman.
Savi se sentó en un muro bajo. Se había levantado brisa, que silbaba en las tejas rotas de los tejados. El aire se enfriaba rápidamente.
—Necesitaban quitarnos de en medio mientras limpiaban las cosas —repitió Savi—. Un toro de neutrinos, dijeron. Sin masa. Sin lío. Diez mil años para limpiar la tierra. Menos de un parpadeo para nosotros los antiguos. Eso dijeron.
—Pero te dejaron atrás —dijo Harman.
—Sí.
—¿Por accidente?
—Lo dudo —respondió la anciana—. Muy poco de lo que hacían los posts era por accidente. Tal vez tenían algún propósito para mí. Tal vez me estaban castigando por sacar a la luz historias que habrían estado mejor enterradas. Eso es lo que yo era, ¿sabéis?: historiadora. Historiadora cultural. —Se rió de nuevo, por ningún motivo que Daeman pudiera imaginar.
—¿Entonces los neutrinos son azules? —preguntó Daeman. Estaba decidido a obtener una respuesta clara.
Ella volvió a reírse.
—Lo dudo mucho. No creo que los neutrinos tengan ningún color... ni encanto. Pero ese rayo azul aparece cada
Tisha B'av
, cada nueve de Av, y algo me dice que el resto de los humanos antiguos, todos mis amigos, están almacenados y codificados en ese rayo azul. No creo que esa máquina esté generando el rayo. Creo que la Tierra pasa a través del rayo de neutrinos cada año en este punto de su órbita, y la máquina simplemente hace que el rayo sea visible.
—Pero no han pasado diez mil años —dijo Harman—. Sólo cuatro mil, dices, desde el último fax.
Savi asintió, cansada.
—Y las cosas no se han arreglado tanto desde el último fax, ¿verdad, mis jóvenes amigos?
Se puso en pie, recogió su mochila y empezó a bajar por la estrecha calle antes de detenerse de pronto.
—¡Un voynix! —dijo Daeman—. Ahora no tendremos que regresar caminando al sonie. Haremos que traiga un carruaje y...
El voynix, una silueta de hierro y cuero en los arcos que tenían delante, retrajo de pronto sus manipuladores y sacó en su lugar sus cuchillas cortantes. Luego los atacó directamente, corriendo al lado del edificio, a cuatro patas, como una araña frenética.
Savi había estado rebuscando en su mochila desde que Daeman lo señalara, y ahora sacó el aparato de metal y plástico (una pistola, la había llamado) y apuntó al voynix que atacaba.
Daeman estaba demasiado aturdido para moverse. Era quien estaba más cerca del escurridizo voynix, que se hallaba todavía a dos metros de altura en la pared y corría horizontalmente a cuatro patas, pero la criatura parecía concentrada en Savi y pasó a Daeman de largo. De repente el aire de la tarde fue roto por un ruido (RRRllIIPPPPPPPP), como si arrastraran palas de madera contra lajas de piedra, y la pared voló en un chorro de trozos de ladrillo, el voynix cayó hacia atrás entre los guijarros y Savi dio un paso adelante, apuntó y volvió a disparar.
Docenas de agujeros del tamaño de yemas de dedos aparecieron en el caparazón del voynix y en su cubierta metálica. Su brazo derecho se levantó como si fuera a arrojar algo, pero entonces más flechitas lo golpearon y el brazo se desgajó y voló hacia atrás. El voynix se esforzó por incorporarse, una cuchilla cortante todavía girando.
Savi volvió a dispararle, casi cercenándolo por la cintura. Su fluido interno azul y lechoso salpicó las paredes y las piedras del pavimento. Lo que quedaba del voynix cayó, se retorció y quedó inmóvil.
Harman y Daeman se acercaron con cautela, intentando no pisar el fluido azul ni los pedazos de la criatura. Era el segundo voynix que veían destruir en dos días.
—Vamos —dijo Savi, sacando el casquillo de su flechita de cristal del arma y colocando uno nuevo—. Si hay otro cerca, tendremos problemas serios. Tenemos que llegar al sonie. Y rápido.
Savi los condujo por una calle estrecha, se internó en un callejón aún más estrecho, luego se metió por un lugar más angosto todavía que el callejón: una grieta entre edificios de piedra. Salieron a un amplio patio polvoriento, pasaron bajo un arco de piedra y llegaron a un patio más pequeño.
—Aprisa —susurró Savi. Los guió por una escalera exterior, cruzaron un tejado cubierto de polvo y subieron por una escalerilla de madera podrida hasta un tejado.
—¿Qué estamos haciendo? —susurró Harman cuando los tres salían al frío aire de la noche—. ¿No tenemos que volver al sonie?
—Lo llamaré para que venga —dijo Savi. Se apoyó en una rodilla junto a la pared del tejado y activó su función de cercanet cubriendo su brillo sobre la palma. Harman se agachó a su lado.
Daeman permaneció de pie. El aire allí arriba era fresco tras el calor de las calles empedradas y los estrechos callejones, y el panorama era interesante desde aquel punto de la colina. A su derecha se alzaba el rayo azul, bañando todas las cúpulas y tejados y calles con su clara luz. Ya estaba oscuro y las estrellas eran visibles en el cielo. La ciudad no tenía luces encendidas, pero las antiguas cúpulas y torres y algunos arcos brillaban con la luz azul. Savi les había dicho que el complejo amurallado de la colina donde ardía el rayo se llamaba
Haram esh-Sharif
, o Monte del Templo, y las dos estructuras con cúpula en la base de la máquina del rayo eran la Cúpula de la Roca y la mezquita Al-Aksa.
—
¡Itbah al-Yahud!
—sonó de pronto un chillido amplificado en las calles. El grito se repitió desde el amasijo de callejas estrechas al oeste, entre ellos y el sonie.
—
¡Itbah al-Yahud!
Savi levantó la cabeza.
—¿Qué es eso? —preguntó Harman con un susurro nervioso—. Los voynix no hablan.
—No —dijo Savi—. Viene del antiguo muecín automático que llama a la oración en todas las mezquitas.
—
¡Itbah al-Yahud!
—repitió la voz trémula pero urgente que se repetía por toda la ciudad oscura—.
¡Al-jihad!
—exclamó la voz amplificada—.
¡Itbah al-Yahud!
—¡Maldición! —dijo Savi, mirándose la palma—. No me extraña que no responda al remoto.
—¿Qué?
Daeman y Harman se acercaron, agachándose para ver el rectángulo que flotaba a pocos centímetros de su palma. En él se veía la parte delantera del sonie allí donde lo habían dejado. Los campos rocosos y la ciudad amurallada brillaban en verde en la imagen de baja resolución de la cámara. Más cerca, acechando sobre la lente, docenas de voynix rodeaban el sonie, se lanzaban contra la máquina y le daban pedradas y amontonaban grandes rocas encima.
—Han derrotado el campo de fuerza y han roto algo —susurró Savi—. El sonie no viene a nosotros.
—
¡Allahu akbar!
—gritaban las voces temblorosas, resonantes y amplificadas en todos los puntos de la ciudad—,
¡Itbah al-Yahud! ¡Itbah al-Yahud!
Los tres se acercaron al borde del tejado. Momentáneamente, Daeman pensó que los edificios y las calles pavimentadas y los patios amurallados temblaban, se desmoronaban, se disolvían en la luz azul reflejada, pero luego se dio cuenta de que había cosas que reptaban por las piedras y las cúpulas y las murallas y los tejados. Miles de cosas. Era como una invasión de cucarachas que corrieran desenfrenadamente hacia la luz azul. Pero Daeman cayó en la cuenta de lo lejos que estaban los edificios, calculó la escala y comprendió que no eran cucarachas ni arañas lo que se agrupaba y arrastraba hacia ellos, sí no voynix.
—
¡Itbah al-Yahud!
—gritó la voz metálica en todas partes. Las sílabas resonaron sin perder su demente urgencia.
—¿Qué significa eso? —preguntó Daeman.
Savi estaba contemplando los voynix iluminados de azul que se acercaban por los tejados y el laberinto de calles estrechas y serpenteantes. La oleada de grandes formas insectoides estaba ya a menos de dos manzanas de distancia, lo bastante cerca como para que pudieran oír el roce y los cortes de las cuchillas y los afilados manipuladores sobre piedras y tejas. Savi se volvió lentamente. Su cara parecía más vieja que nunca bajo la pulsante luz azul.
—
Itbah al-Yahud
—repitió en voz baja—.
Matad a los judíos
.
Tengo que matar a Patroclo.
La comprensión de ese hecho me llega como un susurro en la noche mientras me encuentro en el campamento de los mirmidones, en la tienda de Aquiles, envuelto en el caparazón del viejo cuerpo de Fénix.
Tengo que matar a Patroclo.
Nunca he matado a nadie. Por Dios, me manifesté contra la guerra de Vietnam cuando era estudiante universitario, no pude hacer que el perro de la familia descansara en paz (mi esposa tuvo que llevarlo al veterinario) y me consideré pacifista durante la mayor parte de mi vida académica. Nunca le he pegado a otra persona, por el amor de Dios.
Tengo
necesariamente que matar a Patroclo.
Es la única solución. Confiaba en que la retórica bastaría, la retórica revisada del viejo Fénix, para persuadir a Aquiles el ejecutor de hombres para que se reuniera con Héctor, para terminar esta guerra, para enterrar el hacha.
Sí, justo en la frente.
La decisión de Aquiles de marcharse, de volver a una larga vida de placer sin gloria, es profundamente perturbadora para este escólico, para cualquier estudiante de la
Ilíada
, pero tiene sentido. El honor sigue siendo para Aquiles más importante que la vida, pero después de los insultos de Agamenón, no ve ningún honor en matar a Héctor y luego morir a su vez. Odiseo, el retórico definitivo, fue elocuente explicando cómo los aqueos vivos e incontables generaciones futuras honrarían la memoria de Aquiles, pero no es el honor
de ellos
lo que preocupa a Aquiles. Sólo
su propio
sentido del honor cuenta, y no habrá honor para él matando a los enemigos de Agamenón y muriendo por los objetivos de Agamenón y Menelao. Sólo cuenta el honor de Aquiles, y prefiere volver a casa dentro de unas horas y vivir la vida de un simple mortal en lugar de formar parte de esta banda de hermanos veinte siglos antes del príncipe Enrique y Agincourt, de conseguir más honor en las llanuras ensangrentadas de Ilión.
Ahora lo veo. ¿Por qué no lo vi antes? Si Odiseo no pudo convencer a Aquiles para que combatiera (Odiseo el de las maniobras arteras y la lengua de plata), ¿por qué creí que iba a tener éxito yo? Homero me dejó por tonto, pero yo seguí siendo tonto.