Ilión (78 page)

Read Ilión Online

Authors: Dan Simmons

BOOK: Ilión
5.67Mb size Format: txt, pdf, ePub

Héctor se ha tensado para abalanzarse contra el ejecutor de hombres, pero ahora el héroe troyano se detiene, el rostro convertido en una máscara de confusión.

—Anoche —dice Aquiles, sus palmas callosas todavía alzadas para mostrar sus manos vacías—, Palas Atenea vino a mi tienda en el campamento mirmidón y mató a mi amigo más querido, Patroclo, con su propia mano, y llevó su cadáver al Olimpo para que fuera pasto de las aves carroñeras que hay allí.

Todavía empuñando la espada, Héctor dice:

—¿Tú lo viste?

—Hablé con ella y fui testigo yo mismo —dice Aquiles—. Fue la diosa. Mató a Patroclo entonces igual que ha matado a tu hijo hoy... y por los mismos motivos. Ella misma me lo dijo.

Héctor mira la espada como si su arma y su brazo lo hubieran traicionado.

Aquiles da un paso al frente. La multitud de mujeres se aparta para dejarle paso. El ejecutor de hombres aqueo extiende la mano derecha de forma que casi toca la punta de la espada de Héctor.

—Noble Héctor, enemigo, hermano de sangre —dice Aquiles en voz baja—, ¿te unirás a mí en esta nueva batalla que debemos librar para vengar nuestra pérdida?

Héctor deja caer la espada de modo que el bronce resuena en el suelo de mármol y el mango acaba en un charco de sangre de Escamandrio. El troyano no puede hablar. Avanza casi como para atacar, pero agarra con fuerza el antebrazo de Aquiles (si hubiera sido mi brazo, me lo habría arrancado) y sigue agarrando el brazo del otro hombre como si se aferrara a él para no caer.

Mientras todo esto sucede, lo confieso, no dejo de mirar a Andrómaca, que todavía llora en silencio, y a las demás, que ponen cara de sorpresa y aturdimiento.

¿Tú hiciste esto?
, pienso mirando a la esposa de Héctor.
¿Le hiciste esto a tu propio hijo para salirte con la tuya en esta guerra?

Mientras lo pienso, apartándome de Andrómaca lleno de repulsión, sé que era la única manera. La única manera. Pero entonces miro los restos masacrados de Astianacte, «el señor de la ciudad», el asesinado Escamandrio, y retrocedo otro paso más. Si viviera mil años, diez mil, nunca comprendería a esta gente.

En este instante, la verdadera diosa Atenea, acompañada por mi musa y por el dios Apolo, se TCean en la mitad vacía de la habitación del niño.

—¿Qué está ocurriendo aquí? —exige saber Palas Atenea, de dos metros y medio de altura y arrogante en pose, tono y mirada.

La musa me señala.

—¡Ahí está! —dice.

Apolo empuña su arco de plata.

46
El Anillo Ecuatorial

El cubil de Calibán estaba oscuro y húmedo y cálido, oculto como se hallaba en medio de las viejas tuberías y el sistema séptico, bajo la superficie de la ciudad, la gruta calentada a temperaturas tropicales por el deterioro biótico y poblada por enredaderas y criaturas escurridizas parecidas a lagartijas. Calibán rompió el fino hielo, nadó por una tubería del suelo del asteroide, salió a una gruta larga y estrecha, colgó la red con sus cautivos de un gancho, la rompió, dejó a los tres aturdidos humanos sobre tres rocas a tres metros de altura sobre una charca borboteante, y se tendió en una tubería cubierta de vegetación y liquen. La criatura metió ambos pies en el líquido, y apoyó la barbilla en sus enormes puños cerrados para inspeccionar a Savi, Harman y Daeman, que no oponían ninguna resistencia.

Daeman se había orinado encima cuando el monstruo los atrapó. La termopiel absorbió la humedad y se secó sola casi al instante, sin dejar ninguna mancha, pero las mejillas de Daeman se ruborizaban a pesar del terror cuando lo recordaba.

Había aire en el cubil de Calibán, y más gravedad que en la ciudad propiamente dicha, y la criatura les quitó las máscaras de ósmosis tan rápidamente, lanzando a tal velocidad el largo brazo y las garras, que ninguno de los tres, ni siquiera el último, tuvo tiempo de esquivarlo o retroceder. Las rocas se alzaban como columnas viscosas sobre la negra charca. El aire apestaba, denso en estiércol. Calibán lo respiraba como si fuera delicioso, mostrando su sonrisa amarilla de vez en cuando, como para burlarse de ellos. Parte del hedor de la gruta procedía de la criatura misma.

Daeman había pensado que los
calibani
de la Cuenca Mediterránea daban miedo, pero ahora sabía que eran pobres duplicados del espantoso Calibán original, si eso era esta cosa. Esta criatura no era más grande que los
calibani
, pero resultaba infinitamente más obscena con toda su carnalidad dentada y desnuda. A primera vista Calibán parecía desgarbado, casi torpe, pero había nadado con facilidad en el aire frío y escaso de la ciudad muerta, usando sus enormes pies y manos palmípedas como aletas. Había agarrado el extremo de su red con la enorme boca, sujetándola con fuerza con los afilados dientes mientras Savi, Harman y Daeman se debatían y daban patadas contra la malla.

—¿Qué quieres de nosotros? —preguntó Savi mientras los tres permanecían encaramados a sus piedras sobre la charca subterránea y Calibán los estudiaba. Daeman vio que ella había recuperado la pistola, que había caído en la red con ellos, y que ahora la tenía en la mano, pero no apuntaba.
¡Dispárale!
, pensó Daeman.
¡Mata a esa cosa!

Calibán, despatarrado tan cerca de sus columnas de piedra que sentían su aliento encima, tan hediondo como el aire, susurró:

—Se arrastra para tocar y hacer cosquillas en el pelo y la barba. Y ahora cae una flor con una abeja dentro, y ahora una fruta que arrancar, recoger y aplastar.

—Está loco —susurró Harman por el comunicador de radio.

Calibán sonrió.

—-Habla solo, como le gusta, toca ese otro, a quien su madre llamó Dios. Porque hablar sobre Él, lo veja... ja, ¿cómo iba a saberlo Él? ¡Pero lo sabe! Y ahora hay un tiempo para vejarlo.

—¿Quién es «Él»? —preguntó Savi. Su voz era muy tranquila para tratarse de alguien que se hallaba en una gruta pestilente a merced de una bestia—. ¿Estás hablando de ti mismo en tercera persona, Calibán?

—Él es Él —-susurró el monstruo, apoyado en su tubería cubierta de moho—, ¡excepto cuando Él es Setebos!

Al mencionar el nombre, Calibán se agachó, acurrucándose con las piernas encogidas, protegiéndose la cabeza con los brazos como para esquivar un golpe descargado desde arriba. Algo pequeño y escamoso correteó y se zambulló en la fétida charca bajo ellos. Vapores amarillos se alzaban alrededor.

—¿Quién es Setebos? —preguntó Harman, obviamente esforzándose por mantener la voz tan calma como la de Savi—. ¿Es Setebos tu amo? ¿Quieres llamarlo para que nos libere? Queremos hablar con él.

Calibán alzó la cabeza, frotó la tubería con las garras de un lado a otro y ladró al techo de la gruta.

—¡Setebos, Setebos, Setebos! Creo que Él habita en el frío de la Luna.

—¿La Luna? —dijo Savi—. ¿Este Setebos tuyo vive en la Luna?

—Creo que Él la hizo, con el Sol por pareja —ronroneó la criatura—. Pero no las estrellas: las estrellas vinieron de otra parte. Sólo hizo las nubes, vientos, meteoritos y afines. También esta isla, que vive y crece desde aquí. Y el mar serpentino que la rodea y termina por igual.

—¿De qué está hablando? —le susurró Daeman a Savi a través de los comunicadores de los trajes—. ¿Está loco? Parece que está hablando de algún dios.

—Creo que está hablando de un dios —respondió Savi, también entre susurros—. De su dios. O de algo real que él ve como un dios.

—¿Quién o qué creó a este monstruo? Desde luego, Dios no —dijo Daeman.

Las extrañas orejas transparentes de Calibán se retorcieron y se alzaron.

—Piensa, Sícorax, mi madre me hizo, bocado mortal. Próspero, el silencioso sirviente del Silente, se hizo a sí mismo servidor del servidor. Pero pienso que Setebos, con tantas manos como un pulpo, al hacerse cernido por lo que hace, alza la cabeza, primero, y percibe que no puede volar a lo que es tranquilo y feliz en la vida, pero hace este mundo-burbuja para imitar el mundo real, estas buenas cosas para imitar las cosas reales como las pasas imitan las uvas.

—Este mundo-burbuja —repitió Savi—. ¿Te refieres a esta ciudad asteroidal del anillo-e, Calibán?

En vez de responder, Calibán se arrastró hacia delante como un gato dispuesto a saltar, sus ojos amarillos a sólo un metro de sus cabezas.

—Piensa, Él mismo, ¿conocen a Próspero?

—Conozco a Ariel, la entidad biosfera —dijo Savi—. Ariel nos permitió llegar a Atlántida y viajar hasta aquí. Podemos estar aquí. Pregúntale a Ariel.

Calibán se echó a reír y se tendió de espaldas. Sólo sus garras y pies palmípedos impedían que resbalara por la viscosa tubería hasta las fétidas aguas de abajo.

—Piensa, Él mismo como Próspero, guarda para su Ariel una alta bolsa con la que Él va a buscar peces y descarga; también una bestia marina, torpe, a la que agarró, cegó, y domó de algún modo, y le rompió los pies, y ahora lo remienda en un agujero de la roca y lo llama...
Calibán
.

—¿De que demonios está hablando? —preguntó Daeman por el comunicador—. Ese bicho está loco. Dispárale, Savi. Dispárale.

—Creo que... lo comprendo —susurró Harman—. Él es Calibán. Habla de sí mismo en tercera persona. Tu logosfera Próspero lo esclavizó de algún modo y usó a Ariel, la personalidad biosfera, para hacerlo.

—Y Calibán atrapó alguna pequeña bestia marina, tal vez un lagarto como los que hay en esa charca de abajo, y la llamó Calibán —dijo Savi. Su voz era extraña, distante, casi divertida... como si la criatura de ojos amarillos que se recostaba y desperezaba ante ellos la hubiera hipnotizado— Juega a ser su amo, Próspero —dijo en voz baja.

Calibán se rió y se rascó el costado. Daeman vio que tenía agallas, abriéndose y cerrándose como obscenas bocas grises por encima de sus costillas y por debajo de sus sobacos.

—Él mismo, despierto tarde, ojeó a Próspero en sus libros, descuidado y aislado, ahora señor de la isla —susurró Calibán—. Vejado, cosió un libro de anchas hojas, con forma de flecha, peló una vara y la llamó por un nombre; llevó un tiempo como saya de encantador la piel con ojos de un hermoso ocelote.

—¿Ocelote? —dijo Harman.

—-Dispárale, Savi —susurró Daeman—. Dispárale ahora antes de que nos mate.

—Calibán —dijo Savi, intentando tranquilizarlo—, ¿qué les pasó a los posthumanos que había aquí?

Calibán empezó a llorar. De su hocico caía moco.

—Setebos —susurró, mirando de nuevo hacia el techo de la gruta como si alguien estuviera escuchando—. Setebos me ordenó que le diera a esos maniquíes tres piernas sanas por una, o que arrancara la otra, y los dejara como un huevo. No fue ningún placer, te lo advierto, mortal, cazar posts uno a uno, beber la mezcla para tragar su carne con el cerebro vivo, haciendo y casando barro a voluntad. ¡Así Él!
¡Así Él!.

—Oh, Dios mío —susurró Savi. Se echó atrás en su alta y áspera columna. Parecía como si estuviera considerando saltar a la hedionda charca de abajo.

—¿Qué? —susurró Daeman por el comunicador—. ¿Qué?

—Calibán mató a los posthumanos —contestó la anciana. A la luz de esa cloaca parecía más vieja—. Por orden de ese Setebos. O quizá de Próspero. Calibán parece adorar a ambos como dioses. Tal vez no haya ningún Setebos, sino tan sólo su adoración de la personalidad Próspero.

La criatura dejó de lloriquear y sonrió, alzando su enorme boca abierta.

—Pienso, no hay bien ni mal en Él, ni amabilidad, ni crueldad: Él es fuerte y Señor.

—¿Quién es Él? —preguntó Savi—. ¿Setebos o Próspero? ¿A quién sirves, Calibán?

—Dice Él es terrible —rugió Calibán, alzándose ahora sobre sus patas traseras—. ¡Ved sus hazañas en prueba! Un huracán estropeará seis buenos meses de esperanza. Me la tiene jurada, eso lo sé.

—¿Quién te la tiene jurada? —preguntó Harman.

Daeman pensó que era una locura intentar hablar con aquella criatura demente.


Dispárale
—le susurró de nuevo a Savi—.
Mata a esa cosa.

Savi alzó un poco más la pistola, pero siguió sin apuntar.

—Piensa, Él mismo, que los posts trajeron agujeros de gusano, Setebos trajo los gusanos —dijo Calibán—. Próspero convirtió los gusanos en dioses, y Setebos hizo en piedra el rostro de Próspero, y zeks para colocarlo bien. Mi madre dijo que el Silente hizo todas las cosas que Setebos vejaba solamente, pero claro, Él mismo observa, ¿quién los hizo débiles cuando la debilidad significaba debilidad que Él pudiera vejar? Si Él quería otro, mientras su Mano estaba en ello, ¿por qué no hacer ojos carnudos, como los de Calibán, que ninguna espina pudiera tomar? O pelar sus cueros cabelludos con hueso contra la nieve, así, o descamar su piel bajo articulación y articulación como la armadura de un orco. ¡Sí... estropea Su diversión! Él es el Uno ahora: sólo Él lo hace todo.

—¿Quién es el uno? —preguntó Savi.

Calibán pareció a punto de volver a echarse a llorar.

—Mi bestia ciega ama a quien le pone carne en la nariz. A Setebos le place trabajar, usar todas Sus manos.

—Calibán —dijo Savi en voz baja, muy despacio, como si hablara con un niño—, estamos cansados y queremos irnos a casa. ¿Puedes ayudarnos a volver a casa?

Los ojos del monstruo parecieron concentrarse en algo distinto a su odio y su autorrepulsión.

—Sí, señora, Calibán conoce el camino y te desea lo mejor. Pero tú y Él mismo conocéis Sus costumbres y no debéis ignorarlo y creeros seguros.

—Dinos cómo... —empezó a decir Savi.

—Lo hace Él mismo —dijo Calibán, agitándose más ahora, agachado sobre sus patas traseras, sus largos antebrazos colgando, los nudillos espinosos arrancando moho de la tubería—. Ésa es la gracia: ¡descubrir cómo o morir! ¿Complacerlo y ocultar esto? ¿Qué hace Próspero? ¡Aja, si Él pudiera decírmelo ahora! ¡Él no!

—Calibán, si nos llevas a casa, nosotros podemos... —empezó a decir Savi. Alzó un poco el arma.

—Todos tienen que morir —gritó Calibán, tensando los muslos y arañando sus nudillos—. Piensa, Él mismo, Próspero trae aquí al astuto Odiseo, pero Setebos lo hace vagabundear. Próspero envía gritos nocturnos a Júpiter en los cielos, trayendo los hombres huecos a Marte, pero Setebos lo compone con cólera de dioses falsos. ¡Ése es el juego: descubrir cómo o morir!

Calibán saltó al extremo de la tubería, se agarró a ella con las piernas, colgó y atrapó un lagarto albino del agua. Los ojos del lagarto casi saltaron.

—Savi —dijo Harman.

Other books

Melody by V.C. Andrews
La isla misteriosa by Julio Verne
Just One Kiss by Carla Cassidy
The Breath of Night by Michael Arditti
Tonight You're Mine by Carlene Thompson
The Moon Opera by Bi Feiyu
Machines of the Dead by David Bernstein