Authors: Dan Simmons
Hablando con la fina retórica por la que es famoso, Aquiles les recuerda su combate mano a mano con Agamenón y Menelao y su toma legal del mando de los ejércitos aqueos. Les recuerda el asesinato de Patroclo. Alaba su valor y su lealtad. Les dice que el saqueo de Ilión no es nada comparado con las riquezas que obtendrán cuando saqueen el Olimpo. Les recuerda que puede matar y matará a todos los que se resistan. En resumen, es un discurso convincente pero no una conferencia feliz.
Todo se ha ido a la mierda. Mi plan era que los héroes desafiaran a los dioses y pusieran fin a la guerra, que los aqueos regresaran a sus casas y que los troyanos reemprendieran sus vidas con las grandes puertas de su ciudad amurallada abiertas una vez más a los viajeros y mercaderes. Había imaginado la Ciudad en Paz, tal como está dibujada cerca del centro del escudo de Aquiles. Y había pensado, esperado, que Aquiles y Héctor se sacrificaran mansamente por el bien común, no que alistaran a decenas o centenares de miles de soldados para la batalla.
E incluso mi plan de llevar a Héctor y Aquiles al Olimpo para su fatal
aristeia
está condenado. Había planeado subir allá a los dos guerreros, uno a uno, sin que los dioses supieran que el peligro existía hasta que cayeran sobre ellos como una tormenta griega o troyana. Pero el ataque a Apolo y Atenea en la habitación de Escamandrio nos ha hecho perder incluso este pequeño elemento sorpresa.
¿Y ahora qué?
Consulto el reloj. Había prometido al pequeño robot que iría a recogerlo. Pero el Gran Salón de los Dioses y todo el Olimpo debe ser ahora un nido de avispas. Las probabilidades de que pueda TCear y salir de allí sin ser detectado se han reducido a cero.
¿Qué harán Héctor y Aquiles si no regreso?
Eso es problema suyo. Alzo la mano para cubrirme la cabeza con el Casco de Hades; recuerdo que se lo presté a Mahnmut, suspiro, visualizo las coordenadas de la orilla occidental del Lago de la Caldera en la cumbre olímpica y me TCeo.
Sí que es un nido de avispas. El cielo está lleno de carros que cruzan el lago volando de un lado a otro. Veo docenas de dioses en la orilla, algunos señalando, otros disparando lanzas de pura energía al lago. Kilómetros de agua hierven. Otros dioses declaran con voces amplificadas que Zeus ordena que todos se reúnan en el Gran Salón. Nadie ha reparado todavía en mí (hay demasiada confusión), pero es sólo cuestión de un minuto o menos que alguien divise a un no dios en el césped de este exclusivo club de campo.
De repente el agua hirviente entra en erupción a pocos metros de donde estoy y una forma vaga emerge, visible solamente por el agua que chorrea de su superficie invisible. Luego el oscuro robotito se aparece, se quita el Casco de Hades y me lo tiende.
—Será mejor que nos marchemos rápido —dice Mahnmut en inglés. Después de que yo tome algo aturdido el casco de cuero, extiende una mano para que se la agarre y pueda incluirlo en el campo TC. Lo tomo del antebrazo y entonces grito y lo suelto. El metal o plástico o lo que sea que componga su piel está al rojo vivo. La palma de mi mano derecha ha enrojecido y empieza a ampollarse.
Dos carros vuelan hacia nosotros. Los relámpagos destellan. El aire huele a ozono.
Agarro el hombro del robot y retuerzo de nuevo el medallón, sabiendo que ninguno de nosotros va a salir de ésta con vida, pero diciéndome que al menos he vuelto a por la pequeña máquina, tal como prometí. Al menos hice eso.
Durante las dos primeras semanas se alimentaron de lagartos en el manantial contaminado. Perdieron tanto peso que sus termopieles tuvieron que contraerse dos tallas para seguir en contacto con la piel.
La muerte de Savi conmocionó tanto a Daeman y Harman que, después de la partida de Calibán arrastrando el cadáver de su amiga, los dos permanecieron sentados estúpidamente en la columna de roca un minuto entero a tres metros sobre las fétidas aguas. Daeman descubrió que en su mente había un único pensamiento:
Calibán va a volver a por nosotros. Calibán va a volver a por nosotros
. Entonces Harman rompió el hechizo saltando de pie a las pestilentes aguas, bajo las que desapareció.
Daeman habría aullado de terror entonces sí hubiera tenido fuerzas, pero lo único que pudo hacer fue mirar la espuma que quedó donde Harman lo había abandonado. Después de lo que parecieron minutos eternos, Harman reapareció, jadeando y escupiendo y sujetando tres objetos en las manos: sus dos máscaras de osmosis y la pistola de Savi. Se encaramó a un saliente bajo de roca y Daeman, sacudiéndose finalmente su parálisis, descendió para reunirse con él.
—Sólo tiene tres metros de profundidad —jadeó Harman—, de otro modo nunca hubiese encontrado esto.
Le tendió a Daeman una máscara y se puso la suya por encima de la capucha de termopiel, sin asegurársela sobre la cara. Luego sopesó la pistola.
—¿Funciona? —preguntó Daeman, la voz temblorosa. Tenía miedo de estar tan cerca del agua, seguro de que el largo brazo de Calibán saldría en cualquier momento y lo agarraría. Daeman no dejaba de recordar el obsceno chasquido de las fauces del monstruo cerrándose alrededor de la garganta y la espina dorsal de Savi.
—Sólo hay un modo de averiguarlo —susurró Harman. La voz del otro hombre temblaba también, aunque Daeman no sabía si debido al terror o al frío.
Harman apuntó con el arma como había visto hacer a Savi, pasó el dedo por la guarda del gatillo, y apretó. Un círculo de agua cerca de la pared del fondo estalló en una fuente irregular de un metro de altura mientras cientos de flechitas agitaban la superficie.
—¡Sí! —gritó Daeman, y su voz resonó en la pequeña gruta— ¡A la mierda con Calibán!
—¿Dónde está la mochila de Savi? —susurró Harman.
Daeman señaló el lugar donde había caído, tras su columna de roca. Los dos hombres se acercaron a la mochila y rebuscaron en su interior. La linterna todavía funcionaba. Había tres cargadores más de flechitas, cada uno de ellos con siete paquetes plásticos de dardos. Harman encontró el modo de sacar el cargador que estaba en uso y contó las cargas que quedaban. Dos.
—¿Crees que él... que eso está... muerto? —susurró Daeman, mirando por encima del hombro a ambos lados, hacia donde el arroyo subterráneo entraba en la pequeña gruta. El espacio rocoso estaba iluminado solamente por un brillo fungoso—. Savi le disparó en el pecho apenas a un palmo de distancia. Tal vez esté muerto.
—No —dijo Harman—. Calibán no está muerto. Ponte la máscara. Tenemos que salir de aquí.
El arroyo subterráneo corría de gruta en gruta, y luego de caverna en caverna, cada espacio más grande que el anterior. Las capas superiores del asteroide sobre el que se levantaba la ciudad de cristal estaban por lo visto repletas de cuevas y tuberías. Encontraron salpicaduras de sangre en las rocas de la segunda gruta a la que llegaron.
—¿De Savi o de Calibán? —susurró Daeman.
Harman se encogió de hombros.
—Tal vez de ambos.
Iluminó con el haz de la linterna las rocas planas que se internaban en las sombras diez metros a cada lado del pestilente arroyo. Costillas, tibias, peronés y un cráneo le devolvieron la mirada.
—Oh, Dios, Savi —jadeó Daeman. Se colocó rápidamente la máscara y se preparó para saltar al arroyo subterráneo.
Harman lo detuvo con una firme mano sobre el hombro.
—No lo creo.
Se acercó a los huesos y paseó la luz de la linterna de un lado a otro. Había más restos esqueléticos esparcidos por los salientes rocosos, a ambos lados del arroyo.
—Son antiguos —dijo Harman—. Tienen meses o años... tal vez décadas.
Tomó dos costillas y las alzó a la luz, los huesos sorprendentemente blancos contra el guante azul de su termopiel. Daeman vio las marcas de dientes en ellos.
Empezó a temblar de nuevo.
—Lo siento —susurró.
Harman negó con la cabeza.
—Los dos estamos conmocionados y hambrientos. Hace más de dos días que no comemos casi nada. —Se tumbó en una roca, cerca del borde del agua.
—Pero tal vez haya comida en la ciudad... —empezó a decir Daeman. Harman sumergió una mano en el agua y hubo una agitación. Daeman retrocedió, seguro de que Calibán había regresado, pero cuando miró por encima del hombro, Harman sostenía un lagarto albino en las manos. No carecía de ojos, como el que había seleccionado Savi: sus ojos saltones eran rosa.
—Estás bromeando —dijo Daeman.
—No.
—No podemos desperdiciar flechas para matar ese... —empezó a decir Daeman.
Harman agarró con fuerza al lagarto por las patas traseras y le aplastó el cráneo contra una roca.
Daeman se subió la máscara de osmosis, seguro de que iba a volver a vomitar. Su estómago rugía y se estremecía con calambres.
—Ojalá Savi hubiera llevado un cuchillo en la mochila —murmuró Harman—-. ¿Recuerdas ese bonito cuchillo que Odiseo siempre llevaba consigo en el Puente de la Puerta Dorada? Ahora podríamos utilizarlo.
Daeman se quedó allí mirando, anonadado, más allá de la náusea, mientras Harman buscaba una piedra del tamaño de un puño entre los huesos humanos y empezaba a golpearla para darle filo. Cuando tuvo una burda punta, cortó la cabeza del lagarto muerto y empezó a sacarle la piel blanca al anfibio.
—No puedo comerme eso —dijo Daeman.
—Tú mismo dijiste que no había comida en la ciudad —dijo Harman, agachado mientras trabajaba. Despellejar un lagarto, advirtió Daeman, era un proceso relativamente poco sanguinolento.
—¿Cómo lo cocinamos?
—No creo que podamos. Savi no trajo cerillas, no hay combustible ni aire en la ciudad de arriba —contestó Harman. Arrancó un trozo de carne roja del muslo superior del lagarto, lo sostuvo en el aire un minuto a la luz de la linterna y luego se lo metió en la boca. Recogió un poco de agua del arroyo con la botella de Savi y tragó el bocado.
—¿Cómo está? —preguntó Daeman, aunque la expresión de la cara de Harman le dio la respuesta.
Harman cortó una tira de carne más fina y se la tendió a Daeman. Pasaron dos minutos enteros antes de que éste se la metiera en la boca y masticara. No vomitó. Sabía, pensó, a moco salado y pestilente. Su estómago ansió más.
Harman le tendió la linterna.
—Túmbate en el borde del arroyo. La luz atrae a los lagartos.
¿Y a Calibán?
, pensó Daeman, pero se tumbó en el borde del agua, apuntando con la luz la profunda charca con la mano izquierda y preparándose para atrapar los blancos lagartos cuando se acercaran nadando.
—Nos convertiremos en Calibán— murmuró Daeman. Podía oír a Harman arrancando la carne y masticándola en la oscuridad, tras él.
—No —dijo Harman entre bocados—. No lo haremos.
Salieron de la caverna dos semanas más tarde, dos hombres pálidos, barbudos, enflaquecidos y de ojos desorbitados, tras atravesar la fina capa de hielo de la charca de arriba y flotar hasta el comparativo brillo de la ciudad de Cristal.
Extrañamente, fue Daeman quien insistió en hacerlo.
—Es más fácil defendernos de Calibán aquí abajo —argumentó Harman. Había fabricado una especie de pistolera con parte de la mochila de Savi, y allí guardaba el arma. Los dos se turnaban para dormir apoyándose en una u otra pared de la caverna, y mientras uno dormitaba el otro vigilaba con la linterna y la pistola.
—No importa —-dijo Daeman—. Tenemos que salir de esta roca.
—Calibán podría estar muriendo a causa de sus heridas —dijo Harman.
—Y podría estar recuperándose también —respondió Daeman. Los dos hombres se parecían más ahora que Daeman había perdido todas las redondeces y ambos se habían dejado la barba. La barba de Daeman era un poco más poblada y oscura que la de Harman—. No importa —insistió—. Tenemos que encontrar una salida.
—No puedo volver a la fermería —dijo Harman.
—Puede que tengamos que hacerlo. Tal vez sean los únicos fax-portales del anillo orbital.
—No me importa —replicó Harman—. No puedo entrar otra vez en ese matadero. Además, los fax-portales son para los cuerpos que suben y bajan después de ser reparados. Los nódulos deben de estar codificados para esa gente.
—Cambiaremos los códigos si es preciso —dijo Daeman.
—¿Cómo?
—No lo sé. Observaremos a los servidores cuando faxeen a la gente de vuelta y haremos lo que ellos hacen.
—Savi dijo que no creía que nuestros códigos fueran ya viables para el fax —dijo Harman.
—No lo sabía. Llevaba fuera del ciclo del fax más de un milenio. Pero, como mínimo, tenemos que explorar el resto de la ciudad de los posthumanos.
—¿Por qué? —preguntó Harman. El hombre maduro tenía más problemas para dormir que Daeman y su moral estaba baja.
—Puede que haya una nave espacial guardada en alguna parte —respondió Daeman.
Harman empezó a reírse entonces, suavemente al principio pero luego de manera tan incontrolable que empezó a llorar. Daeman tuvo que darle un pellizco en el brazo para reclamar su atención.
—Vamos —dijo Daeman—-. Conocemos la tubería que lleva hasta la superficie. Sígueme. Me abriré paso a tiros a través del hielo si hace falta.
Durante las dos semanas siguientes exploraron el resto de la ciudad, encontrando cubículos y rincones donde dormir, uno siempre de guardia mientras el otro dormía. Daeman soñaba invariablemente que se estaba cayendo y se despertaba entre sacudidas, agitando brazos y piernas contra la gravedad cero. Sabía que Harman tenía los mismos sueños porque el otro hombre dormitaba aún menos antes de jadear y despertarse entre estertores.
La ciudad de cristal estaba uniformemente muerta, aunque las torres del otro lado de la roca de un kilómetro y medio de largo eran más elaboradas, con más terrazas y espacios cerrados. Por todas partes flotaban los restos momificados y medio roídos de las mujeres posthumanas. Daeman y Harman siempre estaban hambrientos, aunque la mochila de Savi estaba llena de lagartos despellejados y cortados, y a veces la barriga de Daeman gruñía al ver uno de aquellos carnosos restos momificados. La necesidad de agua los devolvía a una de las charcas heladas cada tres días aproximadamente.
Aunque esperaban encontrarse con Calibán a cada paso, sólo encontraron ocasionales partículas flotantes de sangre que podía ser suya. Tres días después de salir de las cavernas, con los ojos recién aclimatados al brillo de la Tierra que llegaba a través de los paneles transparentes que allí había, encontraron una mano flotando como una araña muerta entre los lechos más densos de algas. Pensaron que la mano podría ser de Savi. Esa noche (llamaban «noche» al breve período de veinte minutos en que la Tierra no iluminaba los claros paneles de arriba) los dos oyeron un terrible aullido calibanesco procedente de la fermería. El ruido parecía transmitirse más por el suelo del asteroide y el material exótico de las torres que los rodeaban que por el fino aire.