Authors: Dan Simmons
—Ponte el casco —ordena la musa.
Torpemente, tiro del grueso cuero. Hay aparatos insertados en el tejido, chips de circuitos, máquinas nanotecnológicas. El casco tiene un visor transparente y flexible y una malla que cubre la boca; cuando tiro de la capucha, el aire parece ondear extrañamente a nuestro alrededor, aunque mi visión sigue clara.
—Increíble —dice la musa. Mira más allá de mí. Me doy cuenta de que he conseguido el objetivo de todo muchachito adolescente: auténtica invisibilidad, aunque no tengo ni idea de cómo el casco oculta todo mi cuerpo a la vista. Mi impulso es salir corriendo como alma que lleva el diablo y esconderme de la musa y de todos los dioses. Me reprimo. Tiene que haber alguna pega. Ningún dios ni diosa, ni siquiera mi musa menor, le daría a un simple escólico tal poder sin salvaguardas.
—Este aparato evitará que te vean todos los dioses excepto la diosa que me autorizó a dártelo —dice suavemente la musa, mirando el aire vacío a la derecha de mi cabeza—. Pero esa diosa puede verte y localizarte en cualquier parte, Hockenberry. Y aunque el medallón apaga el sonido, el olor e incluso los latidos, los sentidos de la diosa están por encima de tu comprensión. Quédate cerca de mí en los próximos minutos. Camina con cuidado. No digas nada. Respira lo más livianamente que puedas. Si te detectan, ni yo ni tu divina patrona podremos protegerte de la ira de Zeus.
¿Cómo respira uno liviana y suavemente cuando está aterrado?
Pero asiento, olvidando que la musa no puede verme ahora. Ella espera, todavía mirando con la cabeza un poco ladeada como si me buscara con su visión divina Croo:
—Sí, diosa.
—Pon tu mano en mi brazo —ordena ella bruscamente—. Quédate junto a mí. No pierdas el contacto. Si lo haces, serás destruido.
Pongo la mano sobre su brazo como una tímida debutante escoltada a una fiesta de pedida. La piel de la musa está fría.
Una vez estuve en el edificio de montaje de vehículos del Centro Espacial Kennedy, en cabo Cañaveral. La guía dijo que a veces se formaban nubes bajo el tejado situado a docenas de metros por encima del suelo de asfalto. El edificio de montaje cabría perfectamente en un rincón de esta inmensa sala donde ahora nos encontramos y nunca repararías en él: parecería los bloques de un juego de construcción infantil en una catedral.
Uno dice «dioses» y piensa en los dioses importantes, los principales: Zeus, Hera, Apolo y unos cuantos más. Pero hay cientos de dioses en esta sala y la mayor parte de la habitación está vacía. A lo que parecen ser kilómetros de altura, una cúpula dorada (los griegos no descubrieron los principios de la cúpula, así que esto contrasta con la arquitectura clásica de los otros grandes edificios que he visto en el Olimpo), dirige acústicamente la conversación a todos los rincones del espacio.
El suelo parece hecho de oro pulido. Los dioses se apoyan en barandas de mármol y se asoman desde entresuelos que forman círculos. Las paredes albergan cientos y cientos de nichos en arco, cada uno con una escultura de mármol blanca. Las estatuas de los dioses presentes aquí ahora.
Hologramas de aqueos y troyanos fluctúan aquí y allá, muchos de ellos de tamaño natural, a todo color, imágenes tridimensionales de los hombres y mujeres mientras discuten o comen o hacen el amor o duermen. Cerca del centro de la sala, el suelo de oro baja hasta un hueco más grande que cualquier combinación de piscinas de tamaño olímpico, y en este espacio fluctúan y flotan más imágenes en tiempo real de Ilión: amplias vistas aéreas, primeros planos, barridos, imágenes múltiples. Pueden oírse los diálogos como si los griegos y los troyanos estuvieran en esta misma sala. Alrededor de esta piscina de visión, sentados en tronos de piedra y acomodados en cojines y de pie con sus togas como de caricatura, están los dioses. Los dioses importantes. Los peces gordos, los dioses conocidos por los eruditos.
Los dioses menores se apartan mientras la musa se acerca a esta piscina central, y yo me apresuro para seguir su paso, mi mano invisible temblando en su brazo dorado, mientras trato de que mis sandalias no chirríen, de no tropezar, estornudar ni respirar. Ninguna de las deidades parece reparar en mí. Sospecho que sabré muy pronto si alguna de ellas lo hace.
La musa se detiene a unos pocos metros de Palas Atenea y yo me quedo tan cerca que me siento como un niño de tres años agarrado a la falda de su madre.
Hay una feroz discusión en curso, mientras Hebe, una de las diosas menores, se mueve entre los demás, sirviendo alguna especie de néctar dorado en sus copas divinas. Zeus está sentado en su trono y me basta con mirarlo para tener claro que aquí es el rey, el que impulsa las nubes de tormenta, dios de dioses. No es ninguna, caricatura, este Zeus, sino una realidad imposiblemente alta cuya presencia barbuda, ungida y palpablemente regia hace que la sangre se me convierta en líquido viscoso y asustado.
—¿Cómo podemos controlar el curso de esta guerra? —exige a todos los dioses mientras mira a su esposa, Hera, con ojos asesinos—. O el destino de Helena, si diosas como Hera de Argos y Atenea, guardiana de los soldados, siguen interviniendo, como al detener la mano de Aquiles cuando iba a derramar la sangre del hijo de Atreo.
Vuelve su mirada tormentosa hacia una diosa recostada sobre un montón de cojines púrpura.
—Y tú, Afrodita, con tu risa constante, siempre defendiendo a ese niño bonito de París, espantando a los espíritus malignos y desviando lanzas bien arrojadas. ¿Cómo puede la voluntad de los dioses —y, lo más importante, la voluntad de Zeus— manifestarse si las diosas seguís mediando y protegiendo a vuestros favoritos a expensas del Hado? A pesar de todas tus maquinaciones, Hera, Menelao puede llevarse a Helena a casa... o quizá, quién sabe, Ilión prevalecerá. No es cosa de unas cuantas diosas decidir esos asuntos.
Hera cruza sus finos brazos. Con tanta frecuencia en el poema Hera es nombrada como «la diosa de los níveos brazos» que casi espero que los suyos sean más blancos que los de las otras diosas, pero aunque la piel de Hera es bastante lechosa, no lo es más en apariencia que la de Afrodita o que la de su hija Hebe o que la de ninguna otra diosa de las que veo desde mi punto de observación próximo a la piscina de imágenes... a excepción de la de Atenea, claro está, curiosamente bronceada. Sé que estos párrafos descriptivos son una característica de la poesía épica de Homero: Aquiles es mencionado repetidamente como «el de los pies ligeros», Apolo como «el que mata desde lejos», y el nombre de Agamenón suele ir precedido por «el Atrida» o «rey de hombres»; los aqueos son «de fuertes brazos» y sus naves «negras» o «cóncavas», y así sucesivamente. Estos epítetos se repiten para responder a las exigencias del hexámetro dactílico más que para describir. De ese modo, el bardo, al cantar, respetaba la medida utilizando frases-fórmula. Siempre he sospechado que algunas de esas frases rituales (como la de la «aurora de rosáceos dedos») eran también muletillas que proporcionaban al bardo unos cuantos segundos para recordar, si no inventar, los siguientes versos de acción.
Con todo, mientras Hera responde a su mando, le miro los brazos.
—Hijo de Cronos, temida Majestad —dice, los blancos brazos cruzados—, ¿de qué demonios estás hablando? ¿Cómo te atreves a considerar que todos mis esfuerzos son estériles? Me está costando sudores, sudores inmortales, lanzar los ejércitos aqueos, regalar los egos de estos héroes varones lo suficiente para impedir que se maten unos a otros antes de matar a los troyanos, y me cuesta grandes dolores (mis dolores, oh, Zeus) causar dolores aún mayores al rey Príamo y los hijos de Príamo y la ciudad de Príamo.
Zeus frunce el ceño y se inclina hacia delante en su incómodo trono, abriendo y cerrando sus enormes manos blancas.
Hera descruza los brazos y alza exasperada las manos al cielo.
—Haz lo que quieras, siempre lo haces, pero no esperes que ninguno de los inmortales te alabemos por ello.
Zeus se pone en pie. Si los otros dioses miden dos metros y medio o tres, Zeus debe medir tres metros y medio. Su ceño está más que fruncido y no empleo ninguna metáfora cuando digo que truena:
—¡Hera... mi querida, amada, insaciable Hera! ¿Qué te han hecho Príamo y los hijos de Príamo para que estés tan furiosa, seas tan implacable y quieras hacer caer la ciudad de Ilión? —Hera permanece en silencio, las manos a los costados, con lo que parece aumentar la furia real de Zeus—. ¡Es más apetito que furia, diosa! —ruge—. No quedarás satisfecha hasta que derribes las puertas de Troya, rompas sus murallas y te los comas crudos. —La expresión de Hera no contribuye a desmentir esta acusación—. Bueno... bueno... —truena Zeus, casi rezongando, de una manera demasiado familiar en los maridos a lo largo de los siglos—, haz lo que quieras. Pero una cosa más, y recuérdalo bien, Hera: cuando llegue el día en que yo decida destruir una ciudad y consumir a sus habitantes, una ciudad que tú ames, como yo amo Ilión, entonces ni siquiera se te ocurra intentar oponerte a mi furia.
La diosa avanza en tres rápidos pasos y me recuerda un depredador saltando, o a un ajedrecista viendo su oportunidad y aprovechándola.
—¡Sí! Las tres ciudades que más amo son Argos, Esparta y Micenas de los anchos caminos, de calles tan amplias y regias como las de la aciaga Ilión. Puedes saquearlas todas para contento de tu corazón de vándalo, mi señor. No me opondré a ti. No me enfrentaré a tu voluntad.... de poco me serviría de todas formas, ya que eres el más fuerte de los dos. Pero recuerda esto, oh, Zeus: aunque soy tu consorte, también nací de Cronos y por tanto merezco tu respeto.
—Nunca he sugerido lo contrario —murmura Zeus, ocupando de nuevo su duro asiento.
—Entonces dejémonos en este punto —dice Hera, ahora con más dulzura—. Yo a ti y tú a mí. Los dioses menores obedecerán. ¡Rápido ahora, esposo mío! Aquiles ha dejado el campo por el momento, pero una tregua inestable apacigua los terrenos de batalla entre troyanos y aqueos. Encárgate de que los troyanos rompan esta tregua y causen los primeros daños, no sólo a sus juramentos, sino a los afamados aqueos.
Zeus reflexiona, gruñe, se agita en su asiento, pero ordena a la atenta Atenea:
—Baja rápidamente a los campos de batalla entre troyanos y aqueos. Te ordeno que te encargues de que sean los troyanos los primeros en romper la tregua y causar daño a los afamados aqueos.
—Y humillar a los argivos en su triunfo —apunta Hera.
—Y humillar a los argivos en su triunfo —ordena Zeus, cansado.
Atenea desaparece en un relámpago de TC. Zeus y Hera abandonan la sala y los dioses empiezan a dispersarse, hablando en voz baja entre si.
La musa me indica que la siga con un sutil gesto con el dedo y me guía fuera del salón de encuentros.
—Hockenberry —dice la diosa del Amor, reclinada en los cojines de su diván, mientras la gravedad (leve como es) da énfasis a toda su blanca y sedosa voluptuosidad.
La musa me ha conducido a esta otra sala del Gran Salón de los Dioses, esta habitación oscura en la que sólo brillan un brasero que arde lentamente y algo que se parece sospechosamente a una pantalla de ordenador. Me ha susurrado que me quitara el Casco de la Muerte y me he sentido aliviado al quitarme la capucha, pero aterrado de volver a ser visible.
Entonces ha entrado Afrodita, se ha aposentado en el diván y ha dicho:
—Eso será todo hasta que te llame, Melete.
Y la musa se ha marchado por una puerta secreta.
Melete
, he pensado. No una de las nueve musas, sino un nombre de una época anterior en que se creía que las musas eran tres: Melete de «la práctica», Mneme del «recuerdo», y Aoide de...
—Hockenberry, te he visto en el Salón de los Dioses —dice Afrodita, sacándome de mi ensimismamiento erudito— y si te hubiera delatado a nuestro señor Zeus, ahora serías menos que cenizas. Ni siquiera tu medallón TC te habría permitido escapar, pues yo podría seguir tu rumbo de cambio de fases a través del tiempo y el espacio. ¿Sabes por qué estás aquí?
Afrodita es mi patrona. Es la que ordenó a la musa que me entregara estos artilugios.
¿Qué hago? ¿Me arrodillo? ¿Me postro en el suelo en presencia de la divinidad? ¿Cómo me dirijo a ella? En mis nueve años, dos meses y dieciocho días aquí, mi existencia nunca había sido reconocida por otro dios que mi Musa.
Decido inclinar levemente la cabeza, evitando mirar su belleza, los pezones sonrosados que se notan a través de la fina seda, la suave curva del vientre que proyecta sombras en ese triángulo de tejido oscuro donde se encuentran sus muslos.
—No, diosa —digo por fin, pero he olvidado la pregunta.
—¿Sabes por qué fuiste escogido como escólico, Hockenberry? ¿Por qué tu ADN quedó exento de disrupción nanocítica? ¿Por qué, antes de ser elegido para la reintegración, tus escritos sobre la guerra fueron añadidos al simplex?
—No, diosa.
¿Mi ADN está exento de disrupción nanocítica?
—¿Sabes qué es un simplex, sombra mortal?
¿El virus del herpes?
, pienso.
—No, diosa —digo.
—El simplex es un sencillo objeto matemático, un ejercicio de lógica, un triángulo o trapezoide plegado sobre sí mismo —dice Afrodita—. Sólo que combinado con múltiples dimensiones y algoritmos que definen nuevas áreas nocionales, creando y descartando regiones posibles de espacio-n, los planos de exclusión se convierten en contornos inevitables. ¿Lo entiendes ahora, Hockenberry? ¿Comprendes cómo se aplica esto al espacio cuántico, al tiempo, a la guerra de abajo, a tu propio destino?
—No, diosa. —La voz me tiembla esta vez. No puedo evitarlo.
Hay un roce de seda y alzo la mirada lo suficiente para ver a la hembra más hermosa que existe acomodando sus bellos miembros y sus suaves muslos sobre el diván.
—No importa —dice—. Tú, o el mortal que fue tu molde, escribió un libro hace varios miles de años. ¿Recuerdas su contenido?
—No, diosa.
—Si dices eso una vez más, Hockenberry, voy a abrirte desde la entrepierna al cuello y usaré literalmente tus tripas para hacerme unas ligas. ¿Entiendes eso?
Es difícil hablar sin saliva en la boca.
—Sí, diosa —consigo decir, oyendo el seco ceceo.
—Tu libro, de 935 páginas, trataba de una sola cosa:
Menin
. ¿Recuerdas ahora?
—No, di... Me temo que no recuerdo eso, diosa Afrodita, pero estoy seguro de que tienes razón.