Authors: Dan Simmons
En el carruaje, Daeman sonrió. No tenía ni idea de por qué Ada lo había invitado a su fiesta de cumpleaños después de todo aquel tiempo (o a la de los Veinte de quien lo estuviera celebrando) pero confiaba en seducir a la joven antes de faxear de vuelta a su mundo real de fiestas y largas visitas y asuntos esporádicos con mujeres más mundanas.
El voynix trotaba sin esfuerzo, tirando del carricoche con sólo el susurro de la grava en el suelo y el suave zumbido de los antiguos giroscopios en el cuerpo del carruaje. Las sombras se extendían por el valle, pero el estrecho carril subía la montaña, captaba los últimos rayos del sol (partidos por el siguiente pico al oeste) y luego descendía hasta un valle más amplio entre campos de cultivo. Los servidores revoloteaban sobre los sembrados, pensó Daeman, como pelotas de croquet levitando.
La carretera se desvió hacia el sur (a la izquierda para Daeman), cruzó un río por un puente cubierto de madera y prosiguió a lo largo de una colina aún más empinada para internarse en un viejo bosque. Daeman recordaba vagamente haber ido en busca de mariposas por aquel bosque hacía diez años, el mismo día en que vio a Ada desnuda en el espejo. Recordó su excitación al capturar un raro ejemplar de capa llorosa cerca de una cascada, el recuerdo mezclado con la excitación de ver la pálida piel y el pelo negro de la muchacha. Recordó la mirada que le dirigió el reflejo de Ada cuando el pálido rostro se alzó tras sus abluciones (desinteresada, ni complacida ni furiosa, inmodesta pero no descarada, vagamente clínica), y miró a Daeman, petrificado a sus veintisiete años por la lujuria, de la misma forma en que el propio Daeman estudió a su capa llorosa fruto de su captura.
El carruaje se acercaba a Ardis Hall. Estaba oscuro bajo los viejos robles y olmos y álamos de la cima de la colina, pero habían emplazado linternas amarillas a lo largo del camino y se veían filas de linternas de colores en el bosque primigenio, quizá senderos marcados.
El voynix dejó atrás la arboleda y una visión crepuscular se abrió ante ellos: Ardis Hall brillando en la cima de la colina; blancos senderos y caminos de grava serpenteando en todas direcciones; el gran jardín herbáceo extendiéndose desde la mansión a lo largo de más de medio kilómetro antes de finalizar en otro bosque; el río más allá, reflejando todavía la luz moribunda del cielo, y a través de una abertura en las montañas, al sur, atisbos de picos boscosos (negros, carentes de luz) y luego más montañas más allá, hasta que las negras cordilleras se mezclaban con las nubes oscuras del horizonte.
Daeman se estremeció. No había recordado hasta ese momento que el hogar de Ada estaba cerca de los bosques de dinosaurios de aquel continente, fuera cual fuese. Recordó haberse sentido aterrado durante su visita previa, aunque Virginia y Vanessa y todos los demás le habían asegurado que no había ningún dinosaurio peligroso en setecientos kilómetros a la redonda. Todos lo habían tranquilizado, es decir, todos menos Ada, que con sus quince años apenas lo había mirado con aquella expresión calculadora y levemente divertida que pronto identificó como su expresión habitual. Entonces habían hecho falta las mariposas para que se atreviera a dar un paseo al aire libre. Ahora haría falta algo más. Aunque sabía que era perfectamente seguro con los servidores y voynix alrededor, Daeman no tenía ganas de ser devorado por un reptil extinto y despertar en la fermería con el recuerdo de esa indignidad.
El olmo gigante de la falda de Ardis Hall había sido adornado con docenas de linternas; unas antorchas cubrían el camino circular y los senderos de grava blanca que iban de la casa al patio. Unos centinelas voynix montaban guardia en los setos del camino y en los lindes de los oscuros bosques. Daeman vio que habían dispuesto una larga mesa cerca del olmo (las antorchas fluctuaban con la brisa de la noche alrededor del lugar de la fiesta), y que unos cuantos invitados iban congregándose para cenar. Daeman también advirtió complacido con su habitual esnobismo que la mayoría de los hombres todavía vestían túnicas blandas, albornoces y trajes de tarde de color tierra, un estilo que había pasado de moda hacía meses en los círculos sociales más importantes que Daeman frecuentaba.
El voynix recorrió el camino circular hasta las puertas de Ardis Hall, se detuvo ante un rayo de luz que brotaba de aquellas puertas y soltó las varas del carricoche tan suavemente que Daeman ni siquiera lo notó. El servidor revoloteó para recoger su maleta mientras Daeman se apeaba, contento de sentir los pies en el suelo, todavía un poco mareado por el faxeo del día.
Ada abrió la puerta y bajó las escaleras para saludarlo. Daeman se detuvo en seco y sonrió estúpidamente. Ada no era sólo más hermosa de lo que recordaba: era más hermosa de lo que hubiese podido imaginar.
Los comandantes griegos están reunidos ante la tienda de Agamenón, hay un puñado de mirones interesados, y la discusión entre Agamenón y Aquiles está poniéndose al rojo vivo.
Debería mencionar que a estas alturas me he morfeado en la forma de Biante, no el capitán peleo del mismo nombre que lucha en las filas de Néstor, sino el capitán que sirve a Menesteo. Este pobre ateniense está enfermo de tifus y, aunque sobrevivirá para combatir en el Canto Decimotercero, rara vez sale de su tienda, que está lejos, costa abajo. Por su grado de capitán, Biante tiene peso suficiente para que los lanceros y curiosos le dejen paso, permitiéndome acceder al círculo central. Pero nadie esperará que Biante hable durante el inminente debate.
Me he perdido la mayor parte del episodio en que Calcante, hijo de Téstor y el «más claro de todos los adivinos», les ha dicho a los aqueos el verdadero motivo de la ira de Apolo. Otro capitán allí presente me susurra que Calcante ha solicitado inmunidad antes de hablar, exigiendo que Aquiles le protegiera si a los reyes y jefes congregados no les gustaba lo que iba a decir. Aquiles ha estado de acuerdo. Calcante le ha dicho al grupo lo que ya sospechaba, que Crises, el sacerdote de Apolo, había suplicado el regreso de su hija cautiva, y que la negativa de Agamenón había enfurecido al dios.
Agamenón se ha enfadado por la interpretación de Calcante.
—Suelta cagarrutas cuadradas de cabra —susurra el capitán, con risa que huele a vino. El capitán, a menos que yo esté equivocado, se llama Oro y caerá a manos de Héctor dentro de unas semanas cuando el héroe troyano empiece a masacrar aqueos a puñados.
Oro me cuenta que Agamenón ha accedido hace unos minutos a devolver a la muchacha esclava, Criseida.
«La prefiero, ciertamente, a Clitemnestra, mi legítima esposa», ha gritado Agamenón Atrida, pero entonces el rey ha exigido como recompensa una cautiva igualmente hermosa. Según Oro, que es un bocazas, Aquiles ha gritado: «Espera un momento, Agamenón, el más codicioso de todos los hombres.» Ha dicho que los argivos, otro nombre más para los aqueos, los dánaos, los malditos griegos con tantos nombres, no estaban dispuestos a entregar más botín a su jefe por el momento. Algún día, si la marea de la batalla se pone de nuevo a su favor, ha prometido Aquiles el ejecutor de hombres, Agamenón tendrá a su chica. Mientras tanto, le ha dicho a Agamenón que devuelva a Criseida a su padre y que cierre el pico.
—En ese punto el señor Agamenón, hijo de Atreo, ha empezado a cagar cabras enteras —ríe Oro, hablando tan fuerte que varios capitanes se vuelven a mirarnos con el ceño fruncido.
Yo asiento y miro hacia los círculos interiores. Agamenón como siempre, está en el centro de todo. El hijo de Atreo parece un comandante supremo de la cabeza a los pies: alto, la barba recogida en rizos clásicos, el ceño de un semidiós y ojos penetrantes, músculos aceitados, vestido con los atuendos más hermosos. Directamente frente a él en el círculo está Aquiles. Más fuerte, más joven, aún más hermoso que Agamenón, Aquiles desafía toda descripción. Cuando lo vi por primera vez en el «catálogo de naves», hace más de nueve años, pensé que Aquiles tenía que ser el humano más parecido a un dios entre todos estos hombres que parecían dioses, tan impresionantes eran su físico y su presencia. Desde entonces, he advertido que a pesar de toda su belleza y poder, Aquiles es relativamente estúpido: una especie de Arnold Schwarzenegger pero infinitamente más guapo.
Alrededor de este círculo interno están los héroes sobre los que me pasé décadas enseñando en mi otra vida. No decepcionan cuando uno se los encuentra en carne y hueso. Cerca de Agamenón, pero obviamente no de su parte en la discusión que ahora está en alza, se encuentra Odiseo. Es una cabeza más bajo que Agamenón, pero más ancho de torso y hombros, y se mueve entre los señores griegos como un carnero entre las ovejas; la inteligencia y la habilidad se le notan en los ojos y han marcado las arrugas de su rostro ajado. Nunca he hablado con Odiseo, pero anhelo hacerlo antes de que esta guerra se acabe y él se marche a sus viajes.
A la derecha de Agamenón esta su hermano menor, Menelao, el marido de Helena. Ojalá tuviera yo un dólar por cada vez que he oído a uno de los aqueos murmurar que si Menelao hubiera sido mejor amante (si hubiera tenido una polla más grande, fue como lo expresó crudamente Diomedes a un amigo hace unos tres años); en ese caso Helena no se hubiese fugado con Paris a Ilión y los héroes de las islas griegas no habrían malgastado los últimos nueve años en aquel maldito asedio. A la izquierda de Agamenón está Orestes, no el hijo de Agamenón, que se quedó en casa, malcriado, y que algún día vengará el asesinato de su padre y se ganará su propia obra teatral, sino sólo un leal lancero del mismo nombre que morirá a manos de Héctor durante la siguiente gran ofensiva troyana.
Detrás del rey Agamenón está Euríbates, el heraldo de Agamenón... que no hay que confundir con Euríbates, que es el heraldo de Odiseo. Junto a Euríbates se encuentra el hijo de Ptolomeo, Eurimedonte, auriga de Agamenón... y a quien no hay que confundir con el menos guapo Eurimedonte que es el auriga de Néstor (a veces admito que cambiaría gustoso todos estos gloriosos patronímicos por unos cuantos apellidos sencillos).
También en la mitad del semicírculo de Agamenón están esta noche Ayax el Grande y Ayax el Pequeño, comandantes de las tropas de Salamina y la Lócride. A estos dos nunca los confunden, excepto por el nombre, ya que Ayax el Grande parece un delantero de la Liga Nacional de Fútbol y Ayax el Pequeño un raterillo. Eurílao, tercero en el mando de los combatientes de Argólide, se halla junto a su jefe, Estenéleo, un hombre que cecea tanto que ni siquiera es capaz de pronunciar su propio nombre. El amigo de Agamenón y el comandante supremo de los combatientes de Argolis, el sincero Diomedes también está aquí, no muy feliz esta noche, con la vista fija en el suelo y cruzado de brazos. El viejo Néstor («el claro orador de Pilos»), se encuentra cerca de la mitad del círculo interno y parece aún menos feliz que Diomedes mientras Agamenón y Aquiles se encrespan y se insultan.
Si las cosas suceden tal como las relata Homero, Néstor hará su gran discurso dentro de unos pocos minutos, tratando en vano de avergonzar tanto a Agamenón como al furioso Aquiles para que se reconcilien antes de que su ira sirva a los troyanos, y confieso que quiero oír el discurso de Néstor aunque sólo sea por la referencia que hace a la antigua guerra contra los centauros. Los centauros me han interesado siempre y Homero hace que Néstor hable de ellos y de la guerra contra ellos de manera casual: los centauros son una de las dos únicas bestias mitológicas que se mencionan en la
Ilíada
. Otra es la quimera. Anhelo escucharle hablar de los centauros, pero mientras tanto me mantengo apartado de los ojos de Néstor, ya que la identidad que estoy morfeando (Biante) es uno de los subordinados del viejo, y no quiero que me haga hablar. Ahora no hay peligro: la atención de Néstor y la de todos está enfocada en el intercambio de duras palabras y rencor entre Agamenón y Aquiles.
Junto a Néstor, y obviamente sin aliarse con ningún líder, está Menesteo (que morirá a manos de París dentro de unas semanas si las cosas van como cuenta Homero). Veo también a Eumelo, líder de los tesalianos de Feras; a Polixeno, caudillo de los epeos; a Talpio, el amigo de Polixeno; a Toante, comandante de los etolos; a Leonteo y Polipetes con sus peculiares atuendos argisanos; también a Macaón y su hermano Podalirio con unos cuantos tenientes tesalios entre ambos; al querido amigo de Odiseo, Leuco, destinado a morir dentro de unos días a manos de Antifo, y a otros que he llegado a conocer bien a lo largo de los años, no sólo de vista sino por el sonido de sus voces, además de por sus formas distintas de combatir y alardear y hacer ofrendas a los dioses. Por si no lo he mencionado todavía, diré que los griegos aquí congregados no hacen nada a medias: aplican al máximo sus capacidades, cada esfuerzo convertido en lo que un erudito del siglo XXI llamó «el riesgo total del fracaso».
Frente a Agamenón y a la derecha de Aquiles se encuentran Patroclo, el mejor amigo del ejecutor, cuya muerte a manos de Héctor desencadenará la auténtica cólera de Aquiles y la mayor masacre de la historia de la guerra, y Tiepólemo, el hermoso hijo del mítico héroe Heracles, que huyó de casa después de matar al tío de su padre, que pronto morirá a manos de Sarpedón. Entre Tiepólemo y Patroclo se ha colocado el viejo Fénix (amigo querido y antiguo tutor de Aquiles); susurra al hijo de Diocles, Orsíloco, que morirá muy pronto a manos de Eneas. A la izquierda del furioso Aquiles se encuentra Idomeneo, amigo mucho más íntimo del ejecutor de lo que daba a entender el poema.
Hay otros héroes en el círculo interno, por supuesto, además de incontables más en la muchedumbre que tengo detrás, pero ya captan la idea. Nadie carece de nombre, ni en el poema épico de Homero ni en la realidad diaria de estas llanuras de Ilión. Cada hombre lleva consigo el nombre de su padre, su historia, sus tierras y esposas e hijos y enseres en todo momento, en todos los encuentros marciales y retóricos.
Es suficiente para agotar a un simple intelectual.
—¡Muy bien, deiforme Aquiles, haces trampas a los dados, haces trampas en la guerra, haces trampas con las mujeres... y ahora intentas hacerme trampas a mi —está gritando Agamenón—. ¡Oh, no, ni hablar! No vas a engañarme así. Tienes a la esclava Briseida, tan hermosa como cualquiera de las que hemos tomado, tan hermosa como mi Criseida. ¡Quieres quedarte con tu recompensa mientras yo acabo con las manos vacías! ¡Olvídalo! Prefiero entregar el mando del ejército a Ayax, aquí presente... o a Idomeneo... o al astuto Odiseo... o a
ti
, Aquiles... a ti... antes de dejarme engañar.