Authors: Dan Simmons
Cuando estuvieron dentro del tubo de flujo, Koros gritó: «¡Aguantad!», antes de que los canales de sonido quedaran ahogados por el rugido del huracán.
El toro de plasma de Io era un gigantesco donut de partículas cargadas que se sacudían dentro de la cola de dióxido sulfúrico, sulfido de hidrógeno y otros gases que eran dejados atrás (y luego acumulados de nuevo) por la violenta luna que era el hogar de Orphu. Mientras Io aceleraba en su rápida órbita de 1,77 días alrededor de Júpiter, atravesando el campo magnético del gigante gaseoso y surcando su propio toro de plasma, creaba una enorme corriente eléctrica entre Júpiter y ella misma, un cilindro de doble cuerno e impulsos magnéticos increíblemente concentrados llamado el tubo de flujo de Io. El tubo conectaba los polos magnéticos sur y norte de Júpiter y creaba salvajes auroras allí, mientras que los cuernos del tubo de flujo mismo llevaban una corriente constante de unos cinco megaamperios y producían constantemente más de dos billones de vatios de energía.
El Consorcio de las Cinco Lunas había decidido hacía algunas décadas que sería una lástima despilfarrar dos billones de vatios de energía.
Mahnmut vio cómo el polo norte de Io fluctuaba bajo ellos. La materia eyectada por varios volcanes sulfúricos (sobre todo de Prometeo, al sur, cerca del ecuador de la luna), se alzaba a ciento cuarenta kilómetros de altura por encima de la magullada superficie, como si la violenta luna les estuviera disparando, intentando hacerlos volver antes de que alcanzaran el punto sin retorno.
Demasiado tarde. Ya estaban allí.
En el vídeo común de proa, las guías de navegación superpuestas de Ri Po mostraban su propia introducción en el tubo de flujo y proyectaban su alineamiento con la tijera. Júpiter se abalanzó hacia ellos, cubriendo rápidamente la visión como una muralla de muchas vetas.
Las hojas físicas de la tijera (un acelerador de ondas magnético de brazo dual, giratorio, insertado dentro del acelerador de partículas natural del tubo de flujo de Io) tenían ocho mil kilómetros de largo, sólo un fragmento de la longitud del tubo de flujo: más de medio millón de kilómetros curvos que conectaban el polo norte de Io con el polo norte de Júpiter.
Pero la tijera podía moverse. Como le había explicado a Mahnmut Orphu de Io:
—El momento angular puede ser una cosa esplendorosa, mi pequeño amigo.
La nave que albergaba el amado sumergible de Mahnmut se había aproximado a Io y el tubo de flujo (incluso después de la plena aceleración concedida por los remolcadores iónicos) a una velocidad de unos 24 kilómetros por segundo, menos de 86.000 kilómetros por hora. A esa velocidad, harían falta más de cuatro horas para atravesar la distancia del tubo de flujo entre el polo norte de Io y el de Júpiter, años-t para llegar a Marte. Pero no tenían ninguna intención de continuar a aquel paso de tortuga.
La nave entró en el chisporroteante y rugiente campo del tubo de flujo, encontró el vértice de la tijera, se alineó con la hoja superior, y entonces usó las propiedades aceleradoras del mismo tubo para lanzar el solenoide que era la nave espacial a través de los cinco kilómetros de cable del acelerador superconductor bipolar. En cuanto la nave entró en la primera puerta como una torpe pelota de croquet que atraviesa la primera de varios miles de metas, la hoja del acelerador-tijera empezó a abrirse con una velocidad angular diferencial cercana (y teóricamente incluso superior) a la velocidad de la luz. Cabalgaron un látigo ondulante en un segundo y luego pasaron a la punta del siguiente, usando tanta energía de aquellos dos billones de vatios como el acelerador-tijera podía conseguir.
La nave (y todo lo que había dentro) pasó de cero-g a casi tres mil ges en dos con seis segundos.
Júpiter se alzó ante ellos, pasó y quedó atrás en un parpadeo. Mahnmut redujo todos sus monitores para poder apreciar su partida.
—¡Yaaajuuuuu! —gritó Orphu desde el casco externo.
La nave y el sumergible se tensaron, crujieron, gruñeron y gimieron por la fuerza-g, pero estaban hechos de materia dura (
La Dama Oscura
misma había sido construida para soportar varios millones de kilogramos de presión por centímetro cuadrado en los mares profundos de Europa), igual que aquellos moravecs.
—¡La leche! —dijo Mahnmut, con intención de enviar el comentario sólo a Orphu de Io, pero emitiendo a sus tres colegas.
—En efecto —respondió Ri Po.
Las tórridas luces polares de Júpiter (el brillante óvalo auroral que rodeaba el polo norte del gigante gaseoso, acompañado por la ardiente huella de Io donde el tubo de flujo se encontraba con la atmósfera) destellaron bajo ellos y desaparecieron a popa.
Ganímedes, que segundos antes se encontraba a un millón de kilómetros al otro lado del sistema, se abalanzó hacia ellos, quedó atrás y se perdió de vista.
—Uruk Sulcus —dijo Koros III por la banda común, y por un momento Mahnmut pensó que el moravec-comandante se estaba atragantando o maldecía antes de captar el matiz levemente sentimental de su voz por lo demás fría, y entonces se dio cuenta de que Koros debía de estar refiriéndose a alguna región de Ganímedes (una bola de nieve sucia y apenas entrevista que quedaba atrás), que debía ser su hogar.
La diminuta luna de Himalia, que ninguno de ellos había visitado (ni les importaba) pasó agitándose como una luciérnaga con las alas ardiendo.
—Hemos atravesado el frente de choque principal —informó Ri Po con su acento sin inflexiones de Calisto—. Salimos de la charca local por primera vez... al menos este moravec.
Mahnmut miró sus pantallas. Según los indicadores de Ri Po estaban ya a cincuenta y tres diámetros de Júpiter y seguían acelerando. Mahnmut tuvo que consultar bancos de memoria desacostumbrados y ver que Júpiter tenía un diámetro de casi 142.000 kilómetros antes de comprender su velocidad. La nave trazaba un arco sobre el plano de la elíptica, pero Mahnmut recordó vagamente que el plano era para que la gravedad del Sol los capturara de nuevo y los hiciera caer hacia Marte, que estaba al otro lado del Sol en este momento. En cualquier caso, pilotar no era asunto suyo. Su trabajo empezaría cuando desembarcaran en el océano de Marte, y navegar allí parecía bastante sencillo: rica luz solar, temperaturas cálidas, aguas poco profundas sin presión de importancia, estrellas por las que guiarse de noche, satélites geoposicionarios que pondrían en órbita para poder navegar durante el día, casi ninguna radiación en comparación con la superficie de Europa. ¡Nada de krakens! Nada de hielo.
¡Nada de hielo!
Todo parecía demasiado natural, si los posthumanos eran hostiles, había bastantes posibilidades de que los moravecs no sobrevivieran al viaje a Marte ni a la entrada en la atmósfera, y aunque lo hicieran, había todavía más probabilidades de que nunca pudieran regresar a sus hogares en el espacio de Júpiter. Pero Mahnmut no podía hacer nada al respecto ahora. Sus pensamientos empezaron a centrarse en el Soneto 127.
—¿Estáis todos bien? —preguntó Koros III.
Todos informaron que estaban bien. Hacía falta algo más que unos cuantos millares de gravedades sobre sus respectivos pechos para acabar con aquella tripulación. La moral era alta.
RI Po empezó a informar acerca de otros hechos de navegación y espaciales, pero Mahnmut ya no prestaba atención. Estaba atrapado en el campo de gravedad del Soneto 127, el primero de los dedicados a la «Dama Oscura».
Daeman durmió bien y soñó con mujeres.
Le resultaba ligeramente divertido, si no extraño, soñar sólo con mujeres el día que no se acostaba con una. Era como si requiriese carne cálida y femenina junto a él cada noche, y su subconsciente la suministrara cuando sus esfuerzos diarios fracasaban. Cuando despertó tarde, en su cómoda habitación de Ardis Hall, el sueño se deshizo en jirones, pero quedó de él lo suficiente (además de la habitual erección matutina) para traerle un recuerdo del cuerpo de Ada, o alguien muy parecida a Ada: cálida, de piel blanca, perfumada, con nalgas rotundas y pechos redondos y muslos sólidos. Daeman anhelaba la conquista del fin de semana venidero y tenía pocas dudas esta hermosa mañana de que tendría éxito.
Más tarde, ya duchado, afeitado, vestido impecablemente al estilo que consideraba rural informal (pantalones de algodón de rayas blancas y azules, chaleco de lana, chaqueta pastel, camisa de seda blanca y corbata de piedra de rubí, con su bastón favorito y con zapatos de cuero negro un poco más recios que sus habituales zapatillas) desayunó en el conservatorio iluminado y descubrió, para su satisfacción, que Hannah y aquel tal Harman se habían marchado por la mañana temprano. «A preparar el vertido de la tarde», fue la críptica explicación que dio Ada y a Daeman no le interesó lo suficiente para pedir explicaciones. Se alegraba de que el tipo se hubiera marchado.
Ada no sacó a colación absurdos como los libros o las naves espaciales, sino que pasó con él toda la mañana, haciéndole de guía, familiarizándolo de nuevo con las muchas alas y pasillos de Ardis Hall, sus bodegas y pasadizos secretos y antiguos desvanes. Él recordó un recorrido similar en su primera visita y a la púber Ada-niña guiándolo por una desvencijada escalera hasta la plataforma del jinker del tejado. Daeman, atento como siempre a tales revelaciones, medio entrevió el cielo de todo hombre joven en su falda arremangada mientras ella subía ante él: recordaba perfectamente los muslos lechosos y las sombras oscuras y punteadas.
Esa mañana subieron la misma escalera hasta la misma plataforma. Los tablones de caoba todavía brillaban, sobresaliendo entre gabletes hasta un alero situado a veinte metros sobre el sendero de grava donde los voynix se alzaban como escarabajos erguidos y oxidados. Daeman se apartó del borde sin barandilla, pero Ada ignoró el peligro y se acercó hasta el límite, para contemplar con tristeza la pradera y la lejana línea del bosque.
—¿No darías cualquier cosa por tener un jinker que funcionara? —dijo ella—. ¿Aunque sólo fuera unos cuantos días?
—No. ¿Por qué?
Ada hizo un gesto con sus manos de largos dedos.
—Incluso con un jinker infantil, podrías sobrevolar el bosque y el río, remontar esas montañas hasta el oeste, volar durante días y días lejos de aquí, lejos de cualquier faxpuerto.
—¿Por qué querría nadie hacer eso?
Ada lo miró un instante.
—¿No sientes curiosidad? ¿Por lo que hay ahí?
Daeman se arregló el chaleco como si se estuviera limpiando migajas.
—No seas absurda, querida. Ahí no hay nada de interés: desierto, ninguna persona. Vaya, todo el mundo que conozco vive a unos kilómetros de un faxpuerto. Además, hay
Tyrannosaurus rex
por ahí fuera.
—¿Un tiranosaurio? ¿En nuestro bosque? —dijo Ada—. Tonterías. Nunca hemos visto uno por aquí. ¿Quién te ha dicho eso, primo?
—Tú lo hiciste, querida. La última vez que estuve de visita, hace medio Veinte.
Ada negó con la cabeza.
—Debí quedarme contigo.
Daeman pensó en aquello, en sus años de ansiedad por la idea de volver a visitar Ardis, en las pesadillas a causa de los tiranosaurios que había tenido durante años, y sólo pudo hacer una mueca.
Ada pareció leer sus pensamientos y sonrió levemente.
—¿Te has preguntado alguna vez, primo Daeman, por qué los posts decidieron mantener nuestra población en un millón? ¿Por qué no un millón uno? O novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve? ¿Por qué un millón?
Daeman parpadeó, intentando encontrar la relación entre la charla sobre los jinkers infantiles de la Edad Perdida y los dinosaurios y la población humana que era la misma desde... bueno, desde siempre. Tampoco le gustó que les recordara a ambos que eran primos, ya que las antiguas supersticiones a veces inhibían las relaciones sexuales entre familiares.
—Me parece que ese tipo de especulaciones provocan indigestión, incluso en un día tan hermoso como éste, querida —dijo—. ¿Pasamos a un tema más feliz?
—Por supuesto —respondió Ada, bendiciéndolo con la más dulce de las sonrisas—. ¿Por qué no bajamos a buscar a algunos de los otros invitados antes del almuerzo y nuestro viaje al sitio del vertido?
Esta vez, ella fue la primera en bajar la escalera.
Los servidores flotantes sirvieron el almuerzo en el patio norte y Daeman charló amigablemente con algunos de los jóvenes (parecía que varios invitados más habían faxeado para el «vertido» de la tarde, fuera lo que fuese), y después de la comida muchos de los invitados encontraron camas en la casa o cómodos sillones a la sombra en los jardines donde reclinarse mientras se cubrían los ojos con paños turín. El tiempo habitual bajo el turín era de una hora, así que Daeman se acercó hasta la linde de los árboles, atento a las mariposas mientras caminaba.
Ada se reunió con él cerca del pie de la colina.
—¿No usas el turín, primo Daeman?
—No —dijo él, y se dio cuenta de que había sido más brusco de lo que pretendía—. Me he acostumbrado a esas cosas después de casi una década, pero no abuso de ellas. ¿Tú también te abstienes, Ada, querida?
—No siempre —contestó la joven. Hacía girar un parasol de color albaricoque mientras caminaba, y la suave luz le daba a su tez pálida un brillo hermoso—. Compruebo los acontecimientos de vez en cuando, pero me parece que estoy demasiado ocupada para volverme adicta como tanta gente hoy en día.
—Parece que hay turín por todas partes.
Ada se detuvo a la sombra de un olmo gigantesco con anchas ramas bajas. Bajó el parasol y lo cerró.
—¿Lo has probado?
—Oh, sí. Se puso de moda en mis Veinte. Me pasé varias semanas disfrutando del... exceso de todo eso. —No pudo evitar por completo el disgusto que le causaba el recuerdo—. Desde entonces, no.
—¿Te opones a la violencia, primo?
Daeman hizo un gesto neutral.
—Me opongo a su... sustitución.
Ada se rió en voz baja.
—Precisamente ése es el motivo de Harman para no probarlo nunca. Los dos tenéis algo en común.
La idea era tan improbable que la única respuesta de Daeman fue apartar hojas muertas del suelo con la punta de su bastón.
Ada miró al sol en vez de utilizar la función temporal de su palma.
—Se despertarán pronto. «Una hora bajo el paño equivale a ocho horas de turgente experiencia.»
—Ah —dijo Daeman, preguntándose si lo había dicho con doble intención. Su expresión, siempre amable pero un tanto picara, no daba ninguna pista—. Eso del vertido... ¿durará mucho?