Authors: Dan Simmons
—¿Qué? —dijo Daeman.
—No importa —respondió el mago.
—Decid —susurró Calibán desde la oscuridad, bajo la mesa—- Puede que le guste, tal vez, lo que le beneficia. Ay, él mismo ama lo que le hace bien: pero, ¿por qué? No obtiene el bien de otro modo.
—¡Maldición! —rugió Daeman—. Voy a buscar a ese hijo de puta.
Empuñó el arma y se lanzó hacia la oscuridad. Cuatro cuerpos humanos más se faxearon y sus tanques se vaciaron con un sonido de ráfaga.
Quedaban veinticuatro
.
Había cuerpos en el suelo, cuerpos en la mesa, partes de cuerpos en la silla. Daeman sostuvo la linterna de Savi con la mano izquierda, la pistola en la derecha, la capucha y las lentes en su sitio, pero todavía había oscuridad entre las sombras. Observó y esperó algún movimiento por el rabillo del ojo.
—¡Daeman! —llamó Harman.
—Un momento —gritó Daeman, esperando, usándose a sí mismo como cebo. Quería que Calibán saltara. Tenía los cargadores de flechas preparados y sabía por experiencia que se dispararían rápidamente si pulsaba el gatillo. Podía meterle cinco mil dardos de cristal a aquel asesino hijo de puta si...
—¡Daeman!
Se volvió hacia el grito de Harman.
—¿Ves a Calibán? —gritó hacia la zona de control iluminada.
—No —dijo Harman—. Algo peor.
Daeman oyó entonces las válvulas de presión rugiendo y las suaves alarmas. Pasaba algo con los tanques.
Harman señaló los diversos indicadores que destellaban en rojo.
—Los tanques se están secando antes de que se curen los últimos cuerpos.
—Calibán ha encontrado un modo de interrumpir el flujo nutriente del exterior —dijo Próspero—. Esos veinticuatro hombres y mujeres han muerto.
—¡Maldición! —rugió Harman. Golpeó la pared con el puño.
Daeman entró en el bosque de tanques, iluminándolos con la linterna.
—El nivel de fluido baja rápidamente —informó a Harman.
—Los faxearemos de todas formas.
—Faxearas cadáveres con gusanos azules retorciéndose en sus tripas —dijo Daeman—. Tenemos que salir de aquí.
—Eso es lo que quiere Calibán —gritó Harman. Daeman no podía ver ahora la consola de control. Estaba en la fila trasera de tanques, en los lugares oscuros donde antes había temido ir. El arma le pesaba en la mano. Continuó pasando la linterna de un tanque a otro.
Próspero murmuraba con su voz de anciano.
Te veo preocupado, hijo mío,
y como abatido. Recobra el ánimo.
Nuestra fiesta ha terminado. Los actores,
como ya te dije, eran espíritus
y se han disuelto en aire, en aire leve,
y, cual la obra sin cimientos de esta fantasía,
las torres con sus nubes, los regios palacios,
los templos solemnes, el inmenso mundo
y cuantos lo hereden, todo se disipará
e, igual que se ha esfumado mi etérea función,
no quedará ni siquiera polvo. Somos de la misma
sustancia de la que están hechos los sueños,
y nuestra breve vida culmina en un...
—¡Cierra la puñetera boca! —gritó Daeman—. Harman, ¿puedes oírme?
—Sí —dijo el hombre mayor, desplomado sobre el panel de control—. Tenemos que irnos, Daeman. Perdimos estos últimos veinticuatro. No podemos hacer nada.
—¡Harman, escúchame! —Daeman se encontraba en la última fila de tanques, el haz de la linterna firme—. En este tanque...
—¡Daeman, tenemos que irnos! La energía se acaba. Calibán está cortando la energía.
Como para demostrar lo que decía Harman, la holosfera se apagó y Próspero dejó de existir. Las luces de los tanques se apagaron. El brillo del panel de control virtual menguó.
—¡Harman! —gritó Daeman desde las sombras—. En este tanque. Es Hannah.
—Tengo que ir a buscar a Aquiles y Héctor —le dijo Mahnmut a Orphu—. Voy a tener que dejarte aquí, en la colina de Espinos.
—Vale. ¿Por qué no? Tal vez los dioses me confundan con un pedrusco gris y no me dejen caer una bomba encima. Pero, ¿quieres hacerme dos favores?
—Por supuesto.
—Primero, mantente en contacto por tensorrayo. Uno se siente solo aquí en la oscuridad cuando no sabe qué está pasando. Sobre todo cuando quedan sólo unos minutos para que se active el Aparato.
—Claro.
—Segundo, amárrame, ¿quieres? Me gusta este arnés de levitación (aunque que me zurzan si sé cómo funciona), pero no quiero que la brisa me empuje otra vez hasta el mar.
—Ya lo he hecho —dijo Mahnmut—. Te he amarrado a la roca más grande del túmulo de la ágil amazona Mirina.
—Magnífico —dijo Orphu—. Por cierto, ¿tienes idea de quién fue esa ágil amazona Mirina y por qué tiene una tumba justo ante las murallas de Ilión?
—Ni idea —respondió Mahnmut. Dejó atrás a su amigo y empezó a correr a cuatro patas por las llanuras de Ilión hacia el campamento aqueo, recibiendo unas cuantas miradas curiosas de los griegos durante el proceso.
No tuvo que buscar en la playa a Aquiles y Héctor. Los dos héroes acababan de cruzar el puente del foso y lideraban a sus capitanes y dos o tres mil guerreros hacia el centro del antiguo campo de batalla. Mahnmut decidió ser formal y se alzó sobre sus patas traseras para los saludos.
—Pequeña máquina —dijo Aquiles—, ¿dónde está tu amo, el hijo de Duane?
Mahnmut tardó un segundo en procesar aquello.
—¿Hockenberry? —dijo por fin—. Antes que nada, no es mi amo. Ningún hombre es mi amo y yo no soy un hombre. Segundo, ha ido al Olimpo a ver que hacen los dioses. Dijo que volvería.
Aquiles descubrió sus blancos diente en una mueca.
—Bien. Necesitamos información sobre el enemigo.
Odiseo, de pie entre Héctor y Aquiles, comentó:
—No le funcionó bien a Dolón.
Diomedes, tras los héroes, se echó a reír. Héctor frunció el ceño.
Dolón es el explorador que Héctor envió anoche cuando las cosas parecían estar feas para los griegos
, envió Orphu. Aunque Mahnmut ya entendía el griego y lo podía hablar después de haberlo descargado de Orphu, todavía enviaba el diálogo completo a su amigo a través de subvocálicos. El mensaje de Orphu no había terminado:
Diomedes y Odiseo capturaron a Dolón cuando iban de exploración nocturna, y después de prometerle al troyano que no le harían daño, obtuvieron toda la información que pudieron de él y luego Diomedes le cortó la cabeza. Creo que Diomedes lo mencionó porque todavía no se fía de Héctor como aliado y...
—Archívalo —dijo Mahnmut, olvidándose de subvocalizar. Cambió de frecuencia. Necesito concentrarme aquí. Mahnmut se creía capaz, de realizar tareas múltiples como cualquier otro moravec, pero la lección de historia de Orphu estaba interfiriendo en su concentración en tiempo real.
—¿Qué has dicho? —exigió saber Héctor. El héroe troyano no estaba contento. Mahnmut recordó que la madre y la hermanastra del caudillo troyano acababan de morir en el bombardeo aéreo, aunque no estaba seguro de que Héctor lo supiera todavía. Héctor estaba, simplemente, de mal humor.
—Sólo una breve oración a mis dioses —respondió Mahnmut.
Odiseo se había arrodillado y palpaba los brazos, el torso, la cabeza y el caparazón protector de Mahnmut.
—Ingenioso —dijo el hijo de Laertes—. Quienquiera que te creó hizo un buen trabajo.
—Gracias —dijo Mahnmut.
Creo que te has colado en una obra de Samuel Beckett
, envió Orphu.
—Calla —dijo Mahnmut en inglés—. Maldición, sigo olvidándome de ajustar el tensorrayo sólo para subvocalizar.
—Sigue rezando —dijo Odiseo, poniéndose en pie—. Pero me gusta eso que dijo de que se llamaba Nadie. Lo recordaré.
—Aquiles de los pies ligeros —dijo Mahnmut en griego—, ¿puedo preguntarte cuáles son tus intenciones?
—Iremos a desafiar a los dioses para que vengan a librar combate singular —dijo Aquiles—. O su ejército de inmortales contra nuestro ejército de hombres: lo que prefieran.
Mahnmut miró a los escasos miles de griegos, muchos de ellos ensangrentados, que habían seguido a Aquiles desde el campamento. Volvió la cabeza y vio un millar o menos de troyanos que venían desde la colina para reunirse con Héctor.
—¿Éste es tu ejército? —preguntó Mahnmut.
—Los otros se unirán a nosotros —dijo Aquiles—. Pequeña máquina, si ves a Hockenberry hijo de Duane, dile que venga a verme al centro del campo.
Aquiles, Héctor y los capitanes aqueos se marcharon. El moravec tuvo que apañarse rápidamente para no ser pisoteado por el paso de los hombres que los siguieron y sus escudos.
—¡ESPERAD! —llamó Mahnmut. Usó más amplificadores de los que esperaba.
Aquiles, Héctor, Odiseo, Diomedes, Néstor y los demás se volvieron. Los hombres que los seguían abrieron hueco hasta el robot.
—Dentro de treinta segundos va a suceder algo —dijo Mahnmut.
—¿Qué? —exigió Héctor.
No lo sé, pensó Mahnmut.
Ni siquiera sé si notaremos los efectos desde aquí. Demonios, ni siquiera sé si mi temporizador va a funcionar a esa profundidad en el Lago de la Caldera.
Estás subvocalizando, ¿sabes?
, envió Orphu.
Lo siento
, envió Mahnmut. En voz alta, dijo en griego:
—Esperad y lo veréis. Dieciocho segundos.
Los griegos, naturalmente, no usaban minutos ni segundos, pero Mahnmut pensó que había traducido bien las unidades.
Aunque el aparato reduzca Marte a cenizas
, dijo Orphu,
no creo que esta Tierra esté en ese tiempo ni en ese universo. Pero claro, los llamados dioses han conectado este lugar, esté donde esté, al Monte Olympus a través de un millar de túneles cuánticos.
—Nueve segundos —dijo Mahnmut.
¿Cómo se vería Marte explotando, a plena luz del día, desde este punto de Asia Menor?
, envió Orphu.
Podría hacer una simulación rápida.
—Cuatro segundos —dijo Mahnmut.
O podría esperar a ver. Naturalmente, tú tendrás que verlo por mí.
—Un segundo.
No recuerdo que Ares o Hefesto se TCearan mientras me sacaban a rastras del Gran Salón, pero obviamente lo hicieron. La habitación a la que me han arrojado (mi celda de contención) está en la planta superior de un edificio increíblemente alto en el lado este del Olimpo, La puerta se selló tras ellos y no hay ventanas, sino otra puerta que da a un balcón que cuelga a docenas de metros sobre la nada excepto las pendientes del Olimpo justo cuando caen cortadas a pico hasta los acantilados verticales. Al norte está el océano, bronce pulido a la luz de la tarde, y lejos, muy lejos al este, hay tres volcanes que, ahora lo advierto, son volcanes marcianos.
Marte. Todos estos años. Santa Madre de Dios... Marte.
Tirito. Veo la carne de gallina de mis brazos y muslos desnudos y la imagino en mi culo pelado. Siento heladas las plantas de los pies contra el gélido mármol. Me duele el cuero cabelludo después de haber sido arrastrado y el orgullo por haber sido capturado y desnudado con tanta facilidad.
¿Quién me creí que era? Llevo tanto tiempo viendo a dioses y superhéroes que olvidé que no era más que un tipo corriente cuando estaba vivo. Y, ahora, menos que eso.
Creo que los juguetes se me subieron a la cabeza: el arnés de levitación y la armadura de impacto y el brazalete morfeador y el medallón TC y el micrófono direccional y las lentes zoom y el bastón táser y el Casco de Hades. Todas esas chorradas me han permitido jugar a ser un superhéroe unos cuantos días.
Ya no. Papá me ha quitado los juguetes. Y está furioso.
Recuerdo la bomba de Mahnmut y, por costumbre, alzo mi muñeca desnuda para ver la hora.
Mierda.
Ni siquiera llevo reloj. Pero tienen que faltar sólo unos minutos para que el Aparato del robot estalle. Me asomo al balcón, pero esta cara del edificio no da al Lago de la Caldera, así que supongo que no veré el destello. ¿Derribará la onda de choque este edificio situado en lo alto del Olimpo, o simplemente lo incendiará? Un nuevo recuerdo aflora: imágenes televisivas de hombres y mujeres condenados saltando al vacío desde unas torres en llamas en Nueva York, y cierro los ojos y me aprieto las sienes en un vano intento por deshacerme de esas visiones desatadas. Sólo consigo hacerlas más vívidas.
Demonios
, pienso,
si me hubieran permitido vivir otras cuantas semanas más, si yo me hubiera permitido vivir no cagándola con mis juguetes y el destino de tantas personas, tal vez hubiera recordado toda mi vida anterior. Tal vez incluso mi muerte.
La puerta se abre de golpe detrás de mí y Zeus entra solo. Me vuelvo a mirarlo y regreso a la habitación desnuda.
¿Quieren una receta para perder toda la autoestima? Intenten permanecer desnudos, enfrentándose al Dios de Todos los Dioses que va vestido con botas altas, grebas doradas y armadura de batalla. Además de esa obvia diferencia, está la cuestión de la altura. Quiero decir que yo mido un metro setenta y cinco (no soy bajo, solía decir la gente, incluida mi esposa Susan, sino de «estatura mediana»), y Zeus mide cinco metros esta tarde. La maldita puerta fue hecha para estrellas de la NBA que lleven a hombros a otras estrellas de la NBA, y Zeus ha tenido que agacharse para pasar. Ahora cierra de golpe la puerta tras él. Veo que aún lleva mi medallón TC en su enorme mano.
—Escólico Hockenberry —dice en inglés—, ¿sabes los problemas que has causado?
Intento mirarlo desafiante, pero me contento con no permitir que mis piernas desnudas tiemblen incontrolablemente. Noto que mi pene y mi escroto se contraen hasta alcanzar el tamaño de una nuez y una zanahoria minúscula por el frío y el miedo.
Como si se diera cuenta de ello, Zeus me mira de arriba abajo.
—Dios mío, mira que erais feos los antiguos humanos —murmura—. ¿Cómo puedes ser tan flaco que se te notan las costillas y sin embargo tener barriga?
Recuerdo que Susan solía decir que yo tenía un culo como dos panderos, pero lo decía con afecto.
—¿Cómo hablas inglés? —pregunto, la voz temblando.
—¡CÁLLATE! —ruge el Padre de los Dioses.
Zeus, bruscamente, señala al balcón y me acompaña hasta allí. Es tan enorme que apenas hay espacio para mí, aquí fuera. Me refugio en un rincón, tratando de no mirar hacia abajo. Lo único que este colérico dios de dioses tiene que hacer ahora es alzarme con una mano y lanzarme por encima de la barandilla para conseguir su venganza. Yo me pasaría cinco minutos gritando y agitando los brazos en la caída.