Authors: Dan Simmons
Los hombrecillos verdes habían traído grandes rollos de cable negro, el mismo con el que tiraban de las cabezas de piedra, así como docenas de ruedas con las que habían estado moviendo la enorme plataforma. Trabajaban con increíble eficacia: algunos nadaron hasta el sumergible y ataron cuerdas por encima y por debajo del agua, otros clavaron varas de metal de las ruedas en la arena y la cara rocosa del acantilado, montaron poleas y pasaron el cable de la orilla al submarino y otra vez a la orilla.
El submarino era pesado (más todavía con el reactor empapado de agua, la bodega y los corredores inundados), y a Mahnmut le costaba creer que aquellos hombrecillos consiguieran moverlo.
Pero lo hicieron.
En cuestión de veinte minutos, hubo cientos de cables tendidos entre el submarino y la orilla y muchos hombrecillos verdes en cada cable. Comprendieron que era una misión de rescate; lo primero que hicieron fue tirar con fuerza de lado (los cables se extendían como una telaraña negra hasta la playa) para volcar el submarino sobre su costado derecho.
El instinto impulsaba a Mahnmut a tirar de los cables, pero sabía que eso no tenía sentido. Esperó en el casco de
La Dama Oscura
, cambiando de sitio cuando el submarino se movió, y en cuanto las puertas de la bodega quedaron despejadas de barro se zambulló en las aguas poco profundas con una palanqueta energética y la lámpara del hombro a toda potencia.
Las puertas de la bodega habían quedado retorcidas y fundidas parcialmente por la entrada en la atmósfera, y Mahnmut logró abrirlas sólo unos centímetros antes de que se atascaran por completo. Con ganas de llorar de frustración, golpeando el casco con furia impotente, de repente tuvo la sensación de que no estaba solo y se dio la vuelta en el agua llena de cieno.
Media docena de hombrecillos verdes estaban de pie en el fondo del agua, observándolo. No parecían necesitar respirar.
Sin querer «comunicarse» con ellos de nuevo al precio de matar a uno, Mahnmut señaló la sección levantada de la puerta, señaló la superficie, hizo ademán de enrollar un cable alrededor del fragmento de metal y tirar de él.
Los seis hombrecillos verdes asintieron y subieron a la superficie, tres metros más arriba.
Al cabo de un minuto regresaron sesenta, algunos tirando de cables, otros con las varas negras de las ruedas que usaban para tirar de las cabezas de piedra. Trabajaron de nuevo con increíble eficiencia, algunos en equipo para hacer retroceder unos cuantos centímetros de las puertas del otro extremo de la bodega, otros pasando el cable como si ensartaran una aguja. En cuestión de minutos tuvieron docenas de fuertes cables pasados bajo las puertas atascadas. Subieron de nuevo a la superficie, tras indicar por gestos a Mahnmut que los siguiera.
De nuevo Mahnmut respiró aire, sintió la luz del sol en su polímero y su piel y se plantó en el casco de
La Dama Oscura
mientras cientos de hombrecillos verdes tiraban y tiraban de los cables sirviéndose del sistema de poleas instalado en el acantilado. Volvieron a tirar.
El sumergible crujió, el casco gimió, el limo los rodeó, y
La Dama Oscura
rodó otros treinta grados a estribor y se retorció hasta que el vientre de la nave quedó al descubierto y la popa apuntó hacia la playa. Las puertas de aleación de la bodega se combaron, pero no se abrieron.
Mahnmut atacó de nuevo las puertas con su palanqueta energética. El metal torturado y retorcido no cedió. Su soplete de acetileno se quedó sin O
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y sin energía.
Los hombrecillos verdes lo apartaron amablemente de su infructuosa labor. Mahnmut se soltó y se dejó resbalar hacia la bodega de nuevo, dispuesto a tirar de las puertas retorcidas y atascadas hasta que sus propias células de energía murieran, pero entonces vio que los HV no habían acabado su trabajo.
Ataron y cortaron cables, convirtiendo los cincuenta hilos en uno, que subieron luego por la cara del acantilado a través de una serie de enormes poleas conectadas a un entramado de varas de apoyo que de algún modo habían clavado en la piedra. Finalmente, llevaron el cable hasta la enorme cabeza de piedra y envolvieron los extremos en torno al cuello de la figura unas cuantas veces antes de terminar de atarlo.
Cinco de los hombrecillos verdes se acercaron y empujaron a Mahnmut al agua, apartándolo del submarino.
Mahnmut no podía creer lo que estaba viendo. Había dado por supuesto que las grandes cabezas de piedra eran sagradas para los hombrecillos verdes, y que su trabajo de arrastrarlas y colocarlas a lo largo de la costa era una exigencia imperativa religiosa o psicológica a la que dedicaban todo su tiempo, energía y devoción, puesto que las cabezas de piedra eran única prioridad. Evidentemente estaba equivocado.
Cientos de figuras verdes movieron la cabeza en su plataforma hasta darle la vuelta, se pusieron detrás, empujaron y la tiraron por el acantilado.
La cabeza de piedra, de cara al acantilado ahora, cayó sesenta metros, golpeó las rocas de la base del acantilado y se partió en una docena de trozos. Pero el cable corrió en las poleas, las varas saltaron de la piedra, y los extremos atados arrancaron las puertas de la bodega de carga y las hicieron volar cincuenta metros antes de llevarse el metal retorcido acantilado arriba y luego de nuevo abajo.
Cientos de hombrecillos verdes nadaron hacia el submarino, pero Mahnmut lo alcanzo primero y conectó de nuevo sus linternas.
Allí estaban los tres objetos que había dejado en la bodega, incluido el gran Aparato que tenían que llevar al Monte Olympus. Y encajado en el hueco, ajado y cascado y silencioso, estaba Orphu de Io.
Mahnmut usó la energía que quedaba en su palanqueta para soltar las pestañas de contención y las ataduras. La enorme masa de Orphu se liberó y cayó salpicando al agua. Pero la bodega estaba ahora abierta hacia el cielo, el submarino boca abajo, y no había forma de que Mahnmut pudiera sacar al ioniano del pozo parcialmente inundado en el que se había convertido la bodega.
Una docena más de hombrecillos verdes saltaron con Mahnmut y encontraron puntos de sujeción en el caparazón agujereado y resquebrajado de Orphu para apoyar brazos y piernas verdes bajo la forma desmañada del moravec de durovac. Juntos, hicieron palanca y lo levantaron. Trabajando en silencio, sin resbalar nunca ni soltarlo, alzaron a Orphu, pasaron con cuidado más cables a su alrededor, lo deslizaron por la curva del casco de
La Dama Oscura
, lo bajaron al agua, colocaron rodamientos bajo él, lo depositaron en una balsa y, suavemente, impulsaron el cuerpo del ioniano hasta la playa.
Los hombrecillos verdes (ahora había al menos un millar de ellos en la playa) retrocedieron para hacer sitio a Mahnmut mientras éste intentaba averiguar sí Orphu estaba muerto o vivo. El ioniano yacía inerte en la playa de arena roja, como un enorme trilobites golpeado por las tormentas que hubiera sido arrastrado a la orilla en una de las oscuras épocas prehistóricas de la Tierra.
Sin dejar de estudiar el cielo en busca de los carros volantes que, Mahnmut estaba seguro, vendrían tarde o temprano, vació su mochila y las bolsas impermeables del material que había rescatado de
La Dama Oscura
. Primero sacó cinco de las pequeñas pero potentes células de energía, las conectó en serie y llevó el cable hasta uno de los conectores que le quedaban a Orphu. No hubo respuesta por parte del gran ioniano, pero el señalizador virtual indicaba que la energía fluía hacia alguna parte. A continuación, Mahnmut recorrió la curva del caparazón de Orphu (asombrado de ver los daños físicos claramente por primera vez, allí, al sol de la mañana) y encajó el receptor de radio en su enchufe. Comprobó la conexión (recibió un zumbido de onda portadora) y activó su propio micrófono.
—¿Orphu?
No hubo respuesta.
—¿Orphu?
Silencio. Las docenas de hombrecillos verdes observaban, impasibles.
—¿Orphu?
Mahnmut pasó cinco minutos ocupado en la tarea, llamando una vez cada diez segundos, usando todas las frecuencias y comprobando una y otra vez las conexiones del receptor. La unidad de comunicación estaba recibiendo su transmisión. Era Orphu quien no respondía.
—¿Orphu?
No había silencio, exactamente. Con sus receptores externos, Mahnmut oía más ruido ambiental que en toda su vida: las olas lamiendo la arena, el siseo del viento contra el acantilado tras él, la suave sacudida de los hombrecillos verdes cuando cambiaban de posición de vez en cuando y los mil detallitos de las vibraciones en una atmósfera planetaria tan densa. Sólo estaban muertos la comunicación y Orphu.
—¿Orphu? —Mahnmut comprobó su cronómetro. Llevaba trabajando más de treinta minutos. Reluctante, a cámara lenta, se bajó del caparazón de su amigo, caminó quince pasos hasta la playa y se sentó en la arena mojada, al borde del agua. Los hombrecillos verdes le hicieron sitio y luego lo rodearon de nuevo a respetuosa distancia. Mahnmut miró la pared de diminutos cuerpos verdes, rostros sin expresión y ojos negros que no parpadeaban.
—¿No tenéis trabajo que hacer? —preguntó, y su voz sonó extraña y ahogada a sus propios receptores auditivos, quizá debido a la acústica de la atmósfera marciana.
Los HV no se movieron. La cabeza de piedra se había convertido en un montón de escombros en la base del acantilado, pero los hombrecillos verdes la ignoraron. Una docena de cables todavía se extendían hasta el sumergible, que yacía inerte en la marea baja.
Mahnmut sintió una súbita e inconmensurablemente profunda oleada de pérdida y añoranza. Había tenido tres relaciones íntimas en sus tres décadas jupiterinas de existencia, más de trescientos años marcianos. Primero con
La Dama Oscura
, sólo una máquina semisentiente, pero para la que había sido diseñado y en la que encajaba a la perfección: la
Dama
estaba muerta. Segundo con su compañero de exploración, Urtzweil, muerto hacía quince años-J, la mitad de la existencia de Mahnmut. Ahora Orphu.
Se encontraba a cientos de millones de kilómetros de casa, solo, desentrenado, falto de preparación para esta misión a la que había sido enviado. ¿Cómo iba a recorrer los más de cinco mil kilómetros que lo separaban del Monte Olympus para plantar el Aparato? Y, si lo hacía, ¿qué? Koros III tal vez supiera lo que había que hacer, en qué consistía realmente su misión, pero el infeliz Mahnmut, el de
La Dama Oscura
, no tenía ni puñetera idea.
Deja de sentir pena de ti mismo, idiota
, pensó. Miró a los HV. Tenían que ser imaginaciones pero parecían abatidos, incluso tristes. No habían llorado la muerte de uno de los suyos, ¿cómo podían emocionarse por el fin de un moravec, una máquina sentiente cuya existencia nunca habían imaginado?
Mahnmut sabía que tendría que comunicarse de nuevo con los hombrecillos verdes, pero odiaba la idea de meter la mano en el pecho de una de las criaturas, de matarlas a través de la comunicación. No, no lo haría hasta que fuera imperioso hacerlo.
Se puso en pie, regresó junto al cadáver de Orphu y empezó a desconectar las células de energía.
—Eh —dijo Orphu en la banda de comunicación—. Todavía estoy comiendo.
Mahnmut se sobresaltó tanto que cayó hacia atrás en la arena.
—Jesús, estás vivo.
—-Tanto como podamos estar «vivos» los moravecs.
—Maldito seas —dijo Mahnmut, con ganas de reír y llorar, pero sobre todo de golpear al grande y ajado cangrejo—. ¿Por qué no me respondiste cuando te llamé, y te llamé y te volví a llamar?
—¿Qué querías? —dijo Orphu—. Estaba en hibernación. Llevo así desde que el aire y la energía de
La Dama Oscura
se agotaron. ¿Esperabas que hablara contigo mientras estaba en hibernación?
—¿Qué mierda es eso de la hibernación? —dijo Mahnmut, caminando alrededor de Orphu—. Nunca había oído que los moravecs entraran en hibernación.
—¿Los vecs de Europa no lo hacéis? —preguntó Orphu.
—Obviamente, no.
—Bueno, ¿qué puedo decir? Al trabajar solos en el toro de radiación de Io, o en cualquier lugar del espacio jupiterino, los moravecs de durovac a veces nos topamos con situaciones que nos obligan a desconectarlo todo un tiempo hasta que alguien pueda llegar a repararnos y recargarnos. Pasa. No muy a menudo, pero pasa.
—¿Cuánto tiempo podrías haber permanecido en esta... hibernación? —preguntó Mahnmut, su furia convertida en algo parecido al mareo.
—No mucho —dijo Orphu—. Unas quinientas horas.
Mahnmut extendió los dedos a través de sus sensores manipuladores, agarró una piedra, y golpeó el caparazón de Orphu.
—¿Has oído algo? —preguntó el ioniano.
Mahnmut suspiró, se sentó en la arena cerca del extremo de Orphu que solía albergar sus ojos y empezó a describir su situación actual.
Orphu convenció a Mahnmut de que tendrían que comunicarse otra vez con los HV mediante un intérprete. Al ioniano le repugnaba la idea de causar la muerte a uno de los hombrecillos verdes tanto como a Mahnmut (sobre todo puesto que los HV los habían rescatado), pero argumentó que la misión dependía de que se comunicaran y rápido. Mahnmut había intentado hablarles de nuevo, había probado el lenguaje de signos, había intentado dibujar en la arena el mapa de la costa donde estaban y el del volcán al que tenían que llegar, incluso había intentado usar la versión de tonos de un idioma extranjero gritando. Los HV lo miraban muy tranquilos, pero no respondían. Finalmente, un hombrecillo verde tomó la iniciativa: avanzó un paso tomó la mano de Mahnmut y se la acercó al pecho.
—¿Debo hacerlo? —le preguntó Mahnmut a Orphu a través del comunicador.
—Tienes que hacerlo.
Mahnmut dio un respingo mientras su mano atravesaba la carne que cedía, cuando sus dedos rodeaban y luego asían lo que sólo podía ser un corazón verde y latiente en el fluido cálido y pegajoso del cuerpo del hombrecillo.
¿CÓMO
PODEMOS
AYUDAROS?
Mahnmut quería hacer un centenar de preguntas, pero Orphu le ayudó a establecer un orden de prioridades.
—El submarino —dijo Orphu—. Tenemos que ocultarlo de la vista antes de que llegue un carro volador.
Con una combinación de lenguaje e imágenes Mahnmut comunicó la idea de trasladar el sumergible un kilómetro al oeste, a la cueva oceánica del acantilado que asomaba al mar desde tierra firme.
SÍ.
Docenas de hombrecillos verdes empezaron a trabajar mientras Mahnmut se quedaba allí, la mano hundida en el pecho del traductor. Empezaron a hundir varas en la tierra, a pasar más cables hasta
La Dama Oscura
y a tirar de poleas. El traductor esperó con la mano de Mahnmut cerrada en torno a su corazón.