Authors: Dan Simmons
—Has lastimado a mi hija —gruñe Zeus.
¿A cuál?
, pienso, desesperado. Soy culpable de conspirar para matar a Afrodita y a Atenea, aunque sospecho que está hablando de Atenea. Siempre le ha tenido afecto a Atenea. Da igual. Conspirar para dañar a un dios, no digamos ya para derrocar a los dioses en general, tiene que ser una ofensa capital. Me asomo de nuevo a la barandilla. Veo la escalera mecánica de cristal serpenteando en la bruma marina de abajo, aunque mis antiguos barracones escólicos, quemados hasta los cimientos, son demasiado pequeños para poder verlos con visión normal. Santo Dios, sí que está lejos.
—¿Sabes qué va a pasar hoy, Hockenberry? —pregunta Zeus, aunque supongo que la pregunta es retórica. Extiende los brazos y apoya los dedos (cada uno la mitad de largo que mi antebrazo) en la barandilla de piedra.
—No.
Él se vuelve a mirarme.
—Eso debe de ser preocupante después de todos estos años de sabiduría escólica —murmura—. Saber siempre lo que va a pasar a continuación aunque los dioses no lo sepan. Debes de haberte sentido como el mismísimo Hado.
—Me siento como un gilipollas —digo.
Zeus asiente. Entonces señala hacía los carros que despegan uno tras otro de la cumbre del Olimpo. Hay centenares.
—Esta tarde vamos a destruir a la humanidad —dice Zeus—. No sólo a esos idiotas de Troya, sino a todos los seres humanos, en todas partes.
¿Qué se puede decir a eso?
—Parece un poco excesivo —consigo decir por fin. Mi bravata sonaría mejor si mi voz no estuviera todavía temblando como la de un niño nervioso.
Zeus contempla los carros que despegan y la masa de dioses y diosas de armaduras doradas que aún esperan para subir a los suyos.
—Poseidón y Ares y otros llevan siglos detrás de mí para que elimine a la humanidad como el virus que es —dice Zeus, hablando más para sí mismo que para mi, creo—. Todos tenemos nuestras preocupaciones... esta Era del Hombre Heroico que ves en Ilión preocuparía a cualquier raza de dioses, demasiada interacción entre su raza y la nuestra.... Estarás enterado de la cantidad de nanoingeniería del ADN que hemos transmitido a rarezas como Heracles y Aquiles a través de nuestro libidinoso folleteo con los mortales. Y lo digo literalmente.
—¿Por qué me cuentas todo esto?
Zeus me mira con desprecio. Se encoge de hombros, esos enormes hombros situados a tres metros por encima de mi cabeza.
—Porque vas a morir dentro de unos segundos, así que puedo hablar libremente. En el Olimpo, escólico Hockenberry, no hay ningún amigo permanente ni aliados dignos de confianza ni compañeros leales... sólo intereses permanentes. Mi interés es seguir siendo Señor de los Dioses y Dueño del Universo.
—Debe de ser un trabajo agotador —digo con sarcasmo.
—Lo es —dice Zeus—. Lo es. Pregúntaselo a Setebos o al Silente si lo dudas. Bueno, ¿tienes una última pregunta antes de marcharte, Hockenberry?
—La verdad es que sí —digo. Para mi sorpresa, el temblor ha desaparecido de mi voz y de mis rodillas—. Quiero saber quiénes sois en realidad los dioses. ¿De dónde venís? Sé que no sois los verdaderos dioses griegos.
—¿No lo somos? —dice Zeus. Su sonrisa, los afilados dientes blancos brillando entre su barba gris plateada, no es paternal.
—¿Quiénes sois? —repito.
Zeus Todopoderoso suspira.
—Me temo que ahora no tenemos tiempo para esa historia. Adiós, escólico Hockenberry.
Aparta la mano de la barandilla y se vuelve hacia mí.
Resulta que tiene razón: no tenemos tiempo para la historia ni para nada más. De repente el alto edificio se estremece, cruje, gime. El aire de la cumbre del Olimpo parece espesarse y ondular. Los carros dorados se tambalean en pleno vuelo y oigo los gritos y chillidos de los dioses y las diosas desde el suelo hasta aquí arriba.
Zeus se apoya contra la barandilla, deja caer el medallón TC sobre el suelo de mármol y extiende una mano enorme para apoyarse en el edificio mientras la alta torre se estremece sobre sus cimientos, balanceándose de un lado a otro describiendo un arco de diez grados.
Alza la cabeza.
De repente el cielo se llena de surcos. Oigo estallidos sónicos mientras línea tras línea de fuego cruzan el cielo marciano. Sobre el Olimpo, sobre nuestras cabezas, varias enormes esferas giratorias de negro espacio y rojo magma se abren contra el azul. Son como agujeros taladrados en el cielo mismo y están descendiendo.
Abajo, mucho más abajo, veo más de estos círculos dentados, cada uno del diámetro de un campo de fútbol al menos, girando en la base del Olimpo. Aparecen otros sobre el océano, al norte, algunos abriéndose en el mar mismo.
Se ven millares de hormigas en los círculos que se han posado en tierra, millares, y entonces advierto que las hormigas son hombres. ¿Humanos?
El cielo está lleno no sólo de carros dorados, sino de negras máquinas de afilados bordes, algunas más grandes que los carros, otras más pequeñas, todas con el letal e inhumano aspecto del diseño militar. Más feroces surcos llenan la atmósfera, cayendo hacia el Olimpo como misiles balísticos intercontinentales.
Zeus alza ambos puños hacia el cielo y grita a las pequeñas figuritas de los dioses de abajo.
—¡RECOGED LA ÉGIDA! —ruge—. ¡ACTIVAD LA ÉGIDA!
Me encantaría quedarme para ver de qué habla y qué sucede a continuación, pero tengo otras prioridades. Me lanzo de cabeza entre las poderosas piernas de Zeus, me deslizo sobre el vientre por el suelo de mármol, agarro el medallón TC con una mano y hago girar su dial con la otra.
Al principio no pudieron sacar a Hannah del tanque. El pesado trozo de tubería no era capaz de mellar el cristal plástico. Daeman disparó tres veces con la pistola de Savi, pero las flechas apenas marcaron la superficie del tanque antes de rebotar por toda la fermería, rompiendo cosas frágiles, desviándose en los servidores ya desconectados y casi alcanzándolos a ambos. Finalmente Harman encontró un modo de subirse a la parte superior del tanque y usaron el tubo como palanca y luego arrancaron la complicada tapa. Luego Harman se colocó el visor de la termopiel, se puso la máscara de osmosis y saltó al líquido que se vaciaba para sacar a Hannah. Con la energía principal desconectada, las luces apagadas y el brillo del tanque reduciéndose a la nada, trabajaron casi a ciegas, usando sólo el haz de la linterna.
Desnuda, mojada, sin pelo, la piel irritada y nueva, su joven amiga parecía tan vulnerable como un pajarillo recién nacido mientras yacía tirada en el suelo mojado de la fermería. La buena noticia era que respiraba (jadeando, de manera entrecortada, alarmantemente rápida), pero respiraba por su cuenta. La mala noticia era que no podían despertarla.
—¿Vivirá? —preguntó Daeman. Los otros veintitrés hombres y mujeres del tanque estaban obviamente muertos o moribundos y no había manera de sacarlos a tiempo.
—¿Cómo quieres que lo sepa? —jadeó Harman.
Daeman miró en derredor.
—La temperatura está bajando sin la energía para calentarlo todo. Dentro de unos minutos estaremos bajo cero, igual que en la ciudad principal. Tenemos que encontrar algo para taparla.
Todavía con el arma, pero sin buscar ya a Calibán, Daeman atravesó corriendo la oscura fermería. Había huesos humanos, trozos de carne putrefacta, servidores inmóviles, fragmentos y pedazos de instrumentos y tubos y tuberías, pero ni una sola manta. Daeman arrancó una placa de plástico transparente de la tapa que ya habían arrancado para sellar la entrada semipermeable y regresó.
Hannah estaba todavía inconsciente pero tiritaba incontrolablemente. Harman la rodeaba con sus brazos y le frotaba la carne con las manos desnudas, pero eso no parecía servir de nada. El plástico se adaptó torpemente a su cuerpo blanco y delgado, pero ninguno de los dos creyó que fuese capaz de retener el calor corporal.
—Va a morirse a menos que hagamos algo —susurró Daeman. De las sombras de los tanques de curación, ahora oscuros, llegó un sonido reptante. Daeman ni siquiera se molestó en alzar el arma. El vapor del oxígeno líquido y otros fluidos derramados llenaba la fermería.
—Vamos a morirnos pronto de todas formas —dijo Harman. Señaló hacia los paneles transparentes que tenían encima.
Daeman alzó la mirada. La estrella blanca del acelerador lineal estaba más cerca, mucho más cerca.
—¿Cuánto tiempo queda? —preguntó.
Harman negó con la cabeza.
—Los cronómetros desaparecieron con la energía y Próspero.
—Nos quedaban unos veinte minutos cuando empezaron los problemas.
—Sí —dijo Harman—, ¿pero cuánto hace de eso? ¿Veinte minutos? ¿Treinta? ¿Cuarenta y cinco?
Daeman miró hacia arriba. La Tierra había desaparecido y sólo las estrellas (incluyendo la forma brillante que se abalanzaba hacia ellos) ardían frías en los paneles.
—La Tierra era todavía visible cuando empezó esta mierda —dijo—. No pueden haber pasado mucho más de veinte minutos. Cuando la Tierra vuelva a aparecer...
La porción blanca y azul del planeta apareció a la vista entre los paneles inferiores.
—Tenemos que irnos —dijo Daeman. Hubo más roturas y fricciones en la oscuridad, tras ellos. Daeman se giró con la pistola preparada, pero Calibán no apareció. La gravedad de la fermería estaba fallando ahora también; los charcos de líquido empezaban a levantarse del suelo y trataban de flotar, adquiriendo forma de ameba, buscando convertirse en esferas. La linterna de Savi reflejaba su luz en las resbaladizas superficies, por todas partes.
—¿Cómo nos vamos? —preguntó Harman—. ¿La dejamos aquí?
Los párpados de Hannah no estaban cerrados del todo, pero sólo podían verle el blanco de los ojos. Sus temblores estaban remitiendo, pero eso a Daeman le pareció un mal signo.
Daeman se había quitado la máscara (había aire suficiente para respirar en la fermería, aunque seguía oliendo a una despensa de carne sin la energía) y ahora se frotó la barba.
—No podemos llevarla al sonie con sólo dos termopieles. Moriría de exposición en la ciudad, no digamos ya en el espacio.
—Tenemos el campo de fuerza y el calentador del sonie —susurró Harman—. Savi los conectó cuando volábamos alto.
Se quitó también la máscara, y su aliento formó una nube en el frío aire. Había hielo en su barba y su bigote. Sus ojos parecían tan cansados que a Daeman le dolía mirarlos.
Daeman negó con la cabeza.
—Savi me contó cómo eran el frío y el calor en el espacio, lo que le hace el vacío al cuerpo. Hannah moriría antes de que consiguiéramos conectar el campo de fuerza.
—¿Te acuerdas de cómo conectarlo? —preguntó Harman—. ¿De cómo pilotar la maldita cosa?
—Yo... no lo sé —respondió Daeman—. La vi pilotarlo, pero nunca pensé que tendría que hacerlo yo. ¿Tú no te acuerdas?
—Yo estoy tan... cansado —dijo Harman, frotándose las sienes.
Hannah había dejado de temblar y parecía muerta. Daeman se quitó el guante de la termopiel y colocó la palma desnuda sobre su pecho. Por un segundo estuvo seguro de que había muerto, pero luego notó el leve y rápido latido de su corazón, como el de un pajarillo.
—Harman —dijo, con voz fuerte—, quítate la termopiel.
Harman lo miró y parpadeó.
—Sí —dijo estúpidamente—, tienes razón. Yo ya he tenido mis Cinco Veintes. Ella se merece vivir más que...
—No, idiota. —Daeman empezó a ayudarle a quitarse el traje. El aire estaba convirtiendo ya en hielo la cara y las manos expuestas de Daeman; no imaginaba cómo sería estar desnudo con aquel frío. El aire escaseaba mientras hablaban, y sus voces sonaban más agudas y más débiles—. Comparte la termopiel con ella. Cuenta hasta quinientos, luego quítasela y caliéntate tú. Sigue intercambiándola con ella hasta que muera.
—¿Dónde vas a estar tú? —jadeó Harman. Se había quitado la termopiel y estaba intentando ponérsela a la muchacha inconsciente, pero sus manos y brazos temblaban tanto de frío que Daeman tuvo que ayudarlo. Inmediatamente la termopiel se adaptó al cuerpo de Hannah y ella empezó a temblar de nuevo, aunque el traje contenía ahora casi el cien por cien de su calor corporal. Harman le puso su máscara de ósmosis.
—Voy a buscar el sonie —susurró Daeman. Le tendió a Harman la pistola, pero tuvo que alzarse la máscara para hacerse oír, ya que el otro hombre no tenía el comunicador del traje—. Toma. Quédatela por si Calibán viene a por vosotros.
Daeman recogió el tubo de cuatro palmos que habían usado como palanca.
—No lo hará —dijo Harman entre jadeos—. Irá a por ti. Luego podrá devorarnos a placer.
—Bueno, espero causarle indigestión —dijo Daeman. Se puso la máscara de osmosis y se impulsó y corrió y flotó hacia la membrana de salida.
Sólo después de haber usado el extremo afilado del tubo para romper y rasgar un agujero del tamaño de un hombre en la membrana y pasar a la gravedad aún más baja y al frío aún más grande y oscuro del otro lado, advirtió Daeman que no le había dicho a Harman que su plan era regresar con el sonie, haciendo de algún modo que atravesara la ventana-pared para recogerlos a ambos.
Bueno, ya es demasiado tarde para volver y decírselo.
Daeman siempre había tenido problemas para seguir el ritmo de Savi y Harman cuando los tres nadaban para abrirse paso a través de la ciudad de cristal hacía un mes (una eternidad ya), pero ahora Daeman nadó a través del fino aire como si fuera una criatura marina de baja gravedad, una nutria de la ciudad de cristal, encontrando siempre el lugar perfecto donde impulsarse con los pies justo en el instante adecuado, chapoteando en el aire con los tres miembros libres con pura economía de esfuerzo, dando volteretas y haciendo piruetas con perfecta sincronización para encontrar la siguiente viga o mesa o incluso el siguiente cadáver posthumano para impulsarse al siguiente tramo del viaje.
Seguía sin ser lo bastante rápido. Podía sentir que el tiempo le ganaba la carrera, mientras alzaba la vista y veía los paneles de la ciudad de cristal. Los paneles mostraban su brillo moribundo, proyectando una oscuridad aún más profunda a los lechos de algas y las terrazas cubiertas de cadáveres por donde él se impulsaba y nadaba, pero no había paneles transparentes por los que pudiera ver la llegada del acelerador lineal.
¿Lo oiré cuando atraviese el techo de la ciudad de cristal, o el aire es demasiado escaso para transportar el sonido?