Authors: Dan Simmons
—Están tramando algo —dijo Odiseo—. Puede que por fin haya llegado su momento.
—¿Qué?
—Nada, Ada
Uhr
.
Le tomó la mano y le dio una palmadita.
Como un padre
, pensó Ada y, estúpida, sorprendentemente, empezó a llorar. No dejaba de pensar en Harman y en lo confusa y furiosa que estaba cuando él le dijo que quería ayudarla a escogerlo como padre para su hijo, y cómo quería que el niño supiera que él era el padre. Lo que entonces parecía una idea absurda, casi obscena, ahora parecía tan, tan sensata... Ada agarró con fuerza la mano de Odiseo y lloró.
—¡Mirad! —exclamó la muchacha llamada Peaen.
Un meteorito menos brillante descendía directamente hacia Ardis, pero con un ángulo más inclinado que los demás. Dejaba también un rastro ardiente contra el cielo oscuro (el sol se había puesto media hora antes), pero aquel rastro parecía más de llamas que de plasma caliente.
El brillante objeto trazó un círculo y pareció caer del cielo, chocando con un audible impacto en algún lugar, tras los árboles del prado superior.
—Ése ha caído cerca —dijo Ada. Tenía el corazón desbocado.
—No era un meteorito —dijo Odiseo—. Quedaos aquí. Voy a subir a comprobarlo.
—Voy contigo —dijo Ada. Cuando el hombre de la barba abrió la boca para discutir, ella simplemente añadió—: Es mi tierra.
Subieron juntos la colina en medio del crepúsculo, el cielo sobre ellos todavía encendido con llamas silenciosas.
Las llamas y el humo eran visibles más allá del borde del prado, tras los árboles, pero Ada y Odiseo no tuvieron que ir a buscar en la oscuridad. Ada los vio primero: dos hombres barbudos y flacos que caminaban hacia ellos. Uno de los hombres iba desnudo, la piel brillando pálida a la tenue luz del crepúsculo, las costillas visibles a quince metros de distancia, y parecía llevar a una criatura calva vestida de azul en brazos. El otro hombre, barbudo y esquelético, iba vestido con lo que Ada reconoció inmediatamente como una termopiel verde, pero el traje estaba tan desgarrado y sucio que apenas distinguió el color del tejido. El brazo derecho de este hombre colgaba inútilmente a su costado, la palma hacia delante, y su muñeca y su mano desnudas estaban oscuras de sangre. Ambos hombres caminaban tambaleándose, a trompicones, esforzándose por mantenerse erguidos y seguir moviéndose.
Odiseo desenvainó a medias la espada.
—¡No! —exclamó Ada, obligando a Odiseo a bajar el arma y la mano—. ¡No, es Harman! ¡Y Daeman!
Corrió hacia ellos a través de la alta hierba.
Harman empezó a desplomarse cuando ella se acercaba y Odiseo corrió los últimos veinte pasos, recogiendo la carga de Hannah mientras el hombre caía. Daeman también cayó de rodillas.
—Es Hannah —dijo Odiseo, depositando a la joven semiinconsciente en la hierba y colocándole los dedos en la garganta para buscarle el pulso.
—¿Hannah? —repitió Ada. Aquella mujer no tenía pelo ni pestañas, pero los ojos bajo los aleteantes párpados eran los de Hannah.
—Hola, Ada —dijo la chica desde el suelo.
Ada se arrodilló junto a Harman para ayudarlo a ponerse de espaldas. El rostro de su amante estaba arañado y cortado bajo la barba, sus mejillas y su frente cubiertas de sangre reseca. Tenía los ojos hundidos, la piel de un blanco enfermizo, y los pómulos demasiado afilados por encima de la barba. Harman tiritaba de fiebre y sus ojos la miraron, ardientes. Sus dientes castañetearon cuando habló.
—Me encuentro bien, Ada. Dios, me alegro de verte.
Daeman estaba peor. Ada no podía creer que aquellos dos hombres magullados, ensangrentados y enflaquecidos fueran los mismos que se habían marchado tan intrépidamente un mes antes. Sujetó a Daeman por debajo de un brazo para evitar que cayera de boca al suelo. Daeman se tambaleó y cayó de rodillas.
—¿Dónde está Savi? —preguntó Odiseo.
Harman negó tristemente con la cabeza. Parecía demasiado cansado para volver a hablar.
—Calibán —dijo Daeman. A Ada su voz le pareció veinte años más vieja.
Lo peor de la tormenta de meteoritos había pasado, los impactos audibles y lo más terrible de la lluvia se habían trasladado al este. Unas pocas docenas de surcos menores cruzaban el cenit de oeste a este casi con amabilidad, más parecidos a la lluvia de estrellas de cada agosto que a la violenta exhibición de un rato antes.
—Llevémosles de vuelta a la casa —dijo Odiseo. Se levantó, recogió con facilidad a Hannah con ambos brazos, y le ofreció a Daeman el hombro derecho para que se apoyara al levantarse. Ada ayudó a Harman a ponerse de rodillas, y luego en pie, rodeándole el hombro con el brazo derecho y ayudándole a descargar en el todo el peso posible mientras bajaban por el prado oscuro hacia las luces de Ardis Hall, donde los discípulos de Odiseo y los amigos de Ada habían encendido velas.
—Ese brazo tiene mal aspecto —le dijo Odiseo a Daeman mientras los cuatro descendían con la muchacha inconsciente—. Cortaré la termopiel y le echaré un vistazo cuando lleguemos a la luz.
Ada usó la mano libre para tocar suavemente el brazo ensangrentado de Daeman, y el hombre gimió y casi se desmayó. Sólo el fuerte hombro de Odiseo y la mano derecha que Ada pasó rápidamente a su espalda mantuvieron a Daeman en pie. Los párpados del joven aletearon unos segundos, pero luego enfocó la mirada, le sonrió, y siguió caminando.
—Son heridas graves —dijo Ada, sintiéndose a punto de llorar por segunda vez esa noche—. Los dos deberíais faxear a la fermería.
No comprendió por qué los dos hombres empezaron a reír, vacilante y dolorosamente al principio, más tosiendo que riendo durante un rato, pero luego los ladridos se convirtieron en pura risa, aumentando de volumen y sinceridad hasta que los dos hombres magullados y barbudos parecieron casi irritablemente borrachos con los estertores de su diversión privada.
Monte Olympus, el volcán más alto de Marte, se alza más de veinticinco mil metros sobre las llanuras que lo rodean y el nuevo océano que hay en su base. Dicha base tiene más de seis mil kilómetros de diámetro. Con su cima verde elevándose a más de veinticinco kilómetros de altura, Monte Olympus casi triplica la altura del monte Everest en la Tierra. Las laderas de la montaña, blancas de nieve y hielo durante el día, brillan en rojo sangre esta noche por el sol poniente marciano.
Los afilados acantilados de la base noroeste del monte se elevan en vertical cinco mil metros. En esta noche marciana, la larga sombra del volcán alcanza casi la línea de los tres volcanes de Tharsis en el brumoso horizonte.
El ascensor de cristal de alta velocidad que solía recorrer su camino por esta cara del Olimpo ha sido cortado en dos no muy lejos de la cima de los acantilados, tan limpiamente como por una guillotina. Un poderoso campo de fuerza de siete capas generado por el propio Zeus (la
égida
) cubre todo el macizo del Monte Olympus de cualquier ataque y titila ahora a la luz roja de la tarde.
Justo más allá de los acantilados, cerca de la base donde el Olimpo se acerca al océano terraformado siglo y medio antes, un millar o más de dioses han venido a congregarse para la guerra. Un centenar de carros dorados, cada uno impulsado por fuerzas invisibles pero tirado visiblemente por poderosos sementales, vuelan por los aires cubriendo cientos de metros sobre la masa de dioses y armaduras doradas reunida en las altiplanicies y playas estriadas de abajo.
Zeus y Hera están al frente de este ejército inmortal, cada figura de seis metros de altura, marido y mujer, ambos resplandecientes con sus armaduras y escudos y armas forjadas por Hefesto y otros dioses hábiles; incluso los altos cascos de Zeus y Hera están forjados de oro puro, entrelazados con microcircuitos, y reforzados con aleaciones avanzadas. Atenea y Apolo faltan temporalmente de la primera línea de esta falange divina, pero los otros dioses y diosas están aquí:
Afrodita está aquí, hermosa incluso con sus arreos de guerra. Su casco está repujado de piedras preciosas; su arco diminuto está hecho para disparar flechas de cristal con puntas huecas rellenas de gas venenoso.
Ares está aquí, sonriendo bajo el ceño de su casco de cresta roja, feliz por la expectación ante el baño de sangre sin precedentes que se avecina. Lleva el arco plateado de Apolo y un carcaj lleno de flechas trazadoras de calor. Matará o destruirá cualquier objetivo al que dispare.
Poseidón está aquí, el sacudidor de la Tierra, enorme y sombríamente poderoso, vestido para la guerra por primera vez en milenios. Diez hombres, incluido Aquiles, no podrían alzar la enorme hacha que Poseidón empuña en su mano izquierda.
Hades está aquí, más oscuro en semblante, humor y armadura que el propio Poseidón, sus ojos rojos brillando desde las profundas cuencas de su casco de batalla. Perséfone se encuentra junto a su señor, armada de lapislázuli, un tridente de titanio sujeto con firmeza entre sus dedos largos y pálidos.
Hermes está aquí, delgado y mortífero, enfundado en su armadura de insecto rojo, dispuesto a teleportarse cuánticamente a la batalla, matar y volver antes de que ningún ojo mortal pueda registrar su llegada, mucho menos la matanza que dejará atrás.
Tetis está aquí, sus ojos divinos enrojecidos de tanto llorar, pero diligentemente vestida con una armadura de guerra, dispuesta a matar a su propio hijo, Aquiles, cuando Zeus así lo quiera.
Tritón está aquí, vestido osadamente con capas de armadura verde y negra: es el olvidado Sátiro de los mundos antiguos, el terror de las doncellas y el violador de niños y niñas, el dios que encontraba placer arrojando los cuerpos de los niños a las profundidades cuando había saciado su placer con ellos.
Artemisa está aquí, la diosa de la caza armada de oro, su arco de guerra en la mano, dispuesta y ansiosa por derramar litros y litros de sangre humana como primer paso para vengar las heridas sufridas por su amado hermano, Apolo.
Hefesto está aquí, armado con llamas y dispuesto a llevar la antorcha al enemigo mortal.
Todos los dioses excepto los convalecientes Apolo y Atenea están aquí ahora, una hilera tras otra de figuras gigantescas, blindadas, silenciosas, a la sombra de los acantilados. Sobre ellos, más dioses y diosas vuelan en sus carros voladores. Por encima de todo, la
égida
, arma ofensiva y defensiva, titila y acumula energía.
En tierra de nadie, más allá de los dioses, justo donde el brillo de la
égida
se clava en el suelo y la piedra y continúa hacia abajo, curvándose en una esfera que se extiende un tercio hasta el centro de Marte, están los cuerpos de los dos cerbéridos. Dos perros de dos cabezas de más de seis metros de largo con dientes de acero cromado y espectómetros de masa cromatográfica gaseosa en los morros, los cerbéridos yacen muertos donde Aquiles y Héctor los mataron al llegar al Olimpo hace sólo unas horas.
Treinta metros más allá de los cerbéridos están los restos quemados de los antiguos barracones escólicos. Tras los barracones están los ejércitos de la humanidad, ciento veinte mil hombres esta tarde.
Las fuerzas de Héctor se extienden en hileras en la parte de tierra, cuarenta mil de los más valientes luchadores de Ilión. Paris ha recibido la orden de quedarse en Ilión, encargado por su hermano mayor de la pesada responsabilidad de proteger sus hogares y los seres queridos que están en la antigua ciudad, cubierta ahora por el campo de fuerza de los moravecs, pero más seguramente protegida, Héctor está seguro, por las lanzas de punta de bronce y el valor humano. Pero los otros capitanes y sus contingentes están aquí.
Cerca de Héctor se encuentra el hombre de confianza del supremo comandante troyano, Deífobo, a cargo de diez mil lanceros escogidos. Cerca está Eneas, forjando aquí su nuevo destino, ya no favorecido por los Hados. Tras el contingente de luchadores de Eneas está el noble Glauco a la cabeza de sus filas de carros y a los once mil salvajes licios dispuestos para el combate.
Ascanio de Ascania, comandante de los frigios, está aquí, completamente ataviado de bronce y cuero y ansioso de gloria. Sus cuatro mil doscientos ascanios están deseosos de derramar icor inmortal, si no hay sangre mortal disponible.
Tras los combatientes troyanos, demasiado viejos y demasiado valiosos para liderar a los hombres al combate pero vestidos con armadura de batalla este día y dispuestos a morir si ésa es la voluntad del universo, están reunidos los reyes y consejeros de Ilión: primero el mismísimo rey Príamo con la legendaria armadura forjada con el metal de un antiguo meteorito; luego el viejo Antenor, padre de numerosos héroes troyanos, muchos de los cuales ya han caído en la batalla.
Cerca de Antenor se encuentran los honorables hermanos de Príamo, Lampo y Clitio, y el barbudo y canoso Hicetaón (que hasta este día ha honrado a Ares, el dios de la guerra, por encima de todo), y tras Hicetaón los más respetados ancianos troyanos, Pántoo y Timetes. Junto a estos ancianos hoy, los ojos siempre fijos en su marido, vestida de rojo como si fuera un estandarte vivo de sangre y pérdida, está la hermosa Andrómaca, la esposa de Héctor, madre del asesinado Escamandrio, el bebé conocido por los cariñosos residentes de Ilión como Astianacte, «señor de la ciudad».
En el centro de este frente de batalla de cinco kilómetros de largo, comandando a más de ochenta mil aqueos expertos en la lucha, se alza el dorado Aquiles, hijo de Peleo, ejecutor de hombres. Se dice que es, a excepción de una debilidad secreta, invulnerable. Esta tarde, vestido con la armadura de batalla al completo y arrebolado con la energía suprahumana de su cólera casi inhumana, parece inmortal. El puesto a la derecha de Aquiles ha sido dejado vacío en honor a la memoria de su querido amigo y camarada, Patroclo, de quien se dice que ha sido salvajemente asesinado por Palas Atenea menos de veinticuatro horas antes.
Detrás y a la derecha de Aquiles se sitúa un trío sorprendente: Agamenón, Menelao y Odiseo. Los dos hijos de Atreo están todavía magullados tras su combate singular con Aquiles, y Menelao tiene el brazo izquierdo demasiado herido para sostener el escudo, pero los dos caudillos depuestos han considerado necesario estar con sus capitanes y hombres en este día. Odiseo, al parecer perdido en sus pensamientos, contempla las líneas de batalla humanas e inmortales y se rasca la barba.
Repartidos por el resto de las filas aqueas, en carro o a pie, siempre a la cabeza de sus hombres, están los héroes griegos supervivientes tras nueve años de amarga guerra; Diomedes, todavía vestido con su piel de león y con una maza más grande que la de la mayoría de los hombres; Ayax el Grande, el Goliat de los aqueos, que se alza sobre toda su fila de guerreros, y Ayax el Pequeño, que lidera a sus soldados de Lócride. A un tiro de piedra de estos héroes se encuentra el gran lancero, Idomeneo, a la cabeza de sus legendarios guerreros de Creta, y cerca, alto en su carro, Meriones, ansioso por entrar en combate junto al hermanastro de Ayax el Grande, el maestro arquero Teucro.