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Authors: Rafael Marín Trechera,Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

Imperio (15 page)

BOOK: Imperio
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Coleman estuvo tentado de nombrarle a unos cuantos presentadores de programas de debate que replicaban bastante, pero decidió que prefería no mantener aquella conversación. Deseó profundamente haberle dicho a Alton que tenía una cita ineludible. Sin embargo, ya era demasiado tarde para «acordarse» de una.

—Mi diatriba tiene un fin, Coleman —dijo Alton—. Lo que digo es: ¿de qué manera va a utilizar este complot izquierdista la muerte del presidente? Porque sabe usted que ésos son los responsables. Por eso van a tomarse la molestia de implicarlo a usted y a algún anónimo conspirador derechista de la Casa Blanca. Quieren desacreditar a la gente que defenderá algo. Quieren hundir este país en el caos y echarle la culpa a la derecha, para impulsar sus propios planes. No sé por qué odiaban tanto a este presidente. Era su chico. Fíjese en lo que hizo: amnistía para los ilegales, medicina socializada, tratar con guantes de seda las naciones derrotadas en vez de
ocuparlas...
Este presidente hacía que FDR pareciera Barry Goldwater, de malditamente liberal que era. Pero no era lo bastante liberal para ellos. Porque están locos. Tienen que hacer que todo encaje en su utopía. ¡Van a hacernos vivir a todos en el infierno y, si no lo llamas cielo, entonces que ruede tu cabeza!

—Sigue habiendo mayoría conservadora en el Congreso, señor, y el presidente Nielson...

—Todos pasarán por el aro cuando los medios hayan acabado con ellos. ¡Sabe que lo harán! Porque no tienen coraje.

—Señor —dijo Cole—. No sé por qué me está diciendo esto.

—Le estoy diciendo esto porque no vamos a permitir que suceda. Mataron al presidente y al vicepresidente y al secretario de Defensa y a seis buenos soldados que cumplían con su deber por su país, y ahora van a echarle la culpa al Ejército y usarlo como excusa para tomar aún más de lo que ya tienen.

—¿Qué quiere decir con eso de que no van a permitir que suceda, señor? —dijo Cole.

—Quiero decir exactamente lo que estoy diciendo. Nos encontramos en un momento de emergencia nacional. Como lo fue la Guerra Civil. El presidente Lincoln lo expresó perfectamente: «La Constitución no es un pacto suicida.» A veces hay que suspender partes de la Constitución para salvar el conjunto. Los tribunales izquierdistas ya se han cargado la mitad. Para reunir esas partes, tenemos que tomar medidas. El nuevo presidente podrá seguir gobernando, pero con el ejército detrás, y sin los medios tergiversándolo todo y convirtiéndolo en una sarta de mentiras. Malich y usted no van a ir a juicio, Coleman. Ni ante un tribunal militar ni ante un tribunal civil, ni ante los medios.

—¿Está proponiendo un golpe de Estado? —preguntó Cole. No pudo evitar mirar alrededor para ver quién estaba escuchando.

—Estoy proponiendo salvar Estados Unidos y reinstaurar el sistema que nos hizo grandes. Estoy proponiendo salvar al país de las ruinas de la extrema izquierda. Estoy proponiendo recuperar un país donde no sea un crimen ser cristiano, donde los criminales vayan a la cárcel, donde el matrimonio sea cosa de un hombre y una mujer y donde no matemos a millones de bebés cada año. El país de Eisenhower. Y no me venga con chorradas de si «implica eso de nuevo la segregación» porque tenemos un Ejército con plena integración racial y no vamos a volver a esa mierda del racismo. Fue un buen cambio y vamos a mantenerlo. También vamos a dejar que las mujeres voten, por si iba a preguntarlo.

—No sé qué decir, señor —dijo Cole. Porque en aquel momento, finalmente, se dio cuenta. Aquel individuo iba en serio. Iba a intentar usar el Ejército para tomar el control del Gobierno, imponer la ley marcial, censurar los medios y anular cincuenta años de sentencias del Tribunal Supremo... las que no le gustaban, al menos.

Alton acababa de exponerle sus planes y, si Cole se negaba a participar, ¿sería su sentencia de muerte?

—Diga lo que tiene en mente, Coleman —dijo Alton—. No tiene nada que temer de mí, diga lo que diga. Sé que es usted un buen hombre, pero también sé que muchos buenos hombres estarán en desacuerdo con lo que estoy haciendo. Voy a restaurar la democracia, no a suprimirla. Cuando todo vuelva a ser como tiene que ser, entonces pueden arrestarme y juzgarme y fusilarme, que no me importa. Estaré orgulloso de morir por mi país. Mientras no luche usted activamente contra mí (y quiero decir con armas, no con palabras), nadie va a tocarle. Así que hable francamente.

—Eso es traición —dijo Cole.

—Y tanto. La izquierda ha cometido una traición lenta. El país está siendo estrangulado por la traición. Pero sí, nosotros vamos a cometer traición también. Vamos usar la fuerza militar. Como en Turquía, cuyo ejército impide que los chalados conviertan el país en otro Irán. Vamos a intervenir para salvar el país, cueste lo que cueste.

—Es un error, señor. Necesitamos descubrir a los auténticos conspiradores y denunciarlos.

—¿Y llevarlos a juicio? ¿Como a O. J? ¿Para que los juzguen los que permitieron a los Clinton robar archivos del FBI y retener documentos del Congreso y cometer perjurio y aceptar sobornos sin que les pasara nada? ¿Así? Los tribunales estadounidenses son el meollo de la conspiración izquierdista. Sólo los ciudadanos corrientes son condenados en esos tribunales. Los estadounidenses como usted.

—No servirá de nada, señor —dijo Cole.

—Bueno, hay que intentarlo.

—Actuaré contra usted, señor.

—Haga lo que quiera —dijo Alton—. Pero, igual que ayer, llega demasiado tarde.

—¿En serio? —dijo Cole—. ¿No se le ha ocurrido que quienes me han interrogado podrían haberme colocado micrófonos?

—Pues claro que sí —respondió Alton—. Pero todos los que le han interrogado están conmigo en esto, Coleman. Sigue usted sin entenderlo. Lo que estoy haciendo, lo que
estamos
haciendo, es una operación militar.

—Imposible, señor. Es imposible que todo el Ejército le respalde.

—Lo hará. Quería que estuviera usted con nosotros porque usted y Malich quedarían bien ante las cámaras. Héroes de guerra. Los tipos que intentaron salvar al presidente y a quienes se acusa de su muerte. Pero podemos seguir sacando partido de su historia... Simplemente, no aparecerán en pantalla.

—Hablaré ante las cámaras contra usted —dijo Cole.

—¿Y qué? ¿Le dirá al mundo que conspiró para matar al presidente? Como la historia que nosotros contaremos será cierta, no sé qué dirá usted.

—Diré que no se salva la Constitución violándola.

—Diga lo que quiera. Nada de lo que diga será emitido. Nadie lo oirá. Nadie lo leerá.

Y por primera vez a Cole se le ocurrió que, por mucho que detestara los medios de comunicación, Malich y él habían podido hacer llegar su versión de la historia a través de ellos. Leighton Fuller los había creído, o al menos había pensado que era posible que estuvieran diciendo la verdad, y los había recibido y sus editores le habían apoyado. Ningún comité del Pentágono había decidido qué podía publicarse y qué no. Cole sabía algo sobre la cultura militar, y no quería al Ejército controlando los medios de comunicación estadounidenses.

Ni siquiera quería al Ejército controlando al Ejército.

—Señor —dijo Cole—. Nuestro Ejército es de voluntarios. Todos somos ciudadanos de un país libre. Hicimos el juramento de apoyar la Constitución, no de acabar con ella, de obedecer a los cargos civiles electos, no de imponernos a ellos. A la mayoría de nosotros nos fastidian un montón de cosas que pasan en este país, pero nuestras armas están para apuntar a enemigos extranjeros, no a editores y periodistas estadounidenses. Si cree que el Ejército va a seguirlo a ciegas, está usted loco, señor.

—Bueno, ya sabe lo que dicen —respondió Alton—. «Los soldados quieren cobrar y seguir vivos. Los civiles quieren que los dejen en paz.» Pagaremos a los soldados y no les pediremos que mueran. Dejaremos en paz a los civiles.

—Excepto a los periodistas y a los jueces.

—Ésos no son civiles, hijo. Son los tiranos y los traidores. —Alton se levantó—. Hemos terminado. Le han lavado a usted el cerebro, pero no importa. No pasa nada. —Puso dos billetes de veinte dólares sobre la mesa y ambos caminaron hacia su coche—. En cuanto al Ejército, hemos conseguido apartar a la mayoría de oficiales de alto rango que se opondrían a nosotros. Todas las fuerzas estadounidenses están ya bajo nuestro control. Y nuestras declaraciones públicas no serán tan claras como yo he sido. Tenemos a nuestros expertos en los medios, Coleman. Sabemos cómo urdir esta trama.

Llegaron al coche y el conductor de Alton los llevó de vuelta al Pentágono.

—Es lo bueno que tiene que la izquierda haya capado a Estados Unidos. La mayoría de la gente se quedará sentada y dejará que las cosas pasen. No quedan tantos hombres de verdad en este país. Observe. Dentro de una semana, tendremos a todos los editores preguntándonos cuándo saltar y hasta qué altura. Este país está entrenado para vivir bajo una dictadura, porque ya lo hace. Lo único que haremos será sustituir a jueces políticamente correctos por soldados dedicados.

De vuelta al Pentágono, mientras Alton hablaba, lo único que Cole podía pensar era: «Puede fingir que no va a matarme, pero esto conducirá a un baño de sangre casi inmediatamente. Puede fingir que no le importa lo que yo haga, pero estoy en la lista de sus enemigos.»El chófer aparcó en la plaza reservada para el general Alton. Cole no abrió su puerta.

—Señor —dijo—. Todo esto les va de perlas. Estaban preparados. Así que lo que quiero saber es esto: ¿fueron ustedes? El Ejército, quiero decir... su grupo dentro del Ejército... ¿Fueron ustedes los que entregaron esos planes del mayor Malich a Al Qaeda?

La actitud alegre y despreocupada de Alton desapareció de inmediato, sustituida por auténtica furia.

—Le juro por Dios que no —dijo—. Nos estábamos preparando, sí: para el día en que fuera elegido un presidente izquierdista decidido a destruir a los militares. No íbamos a tolerarlo. Pero para eso todavía faltaban muchos meses. Este presidente era un idiota pero mantuvo fuertes a los militares. No lo queríamos muerto.

—Le creo, señor —dijo Cole—. ¿Pero puede usted hablar por todos los demás de su... grupo?

—Puedo, hijo. Claro que puedo. No tuvimos nada que ver con esto. Nos pilló por sorpresa. Pero en el Pentágono trazamos planes de contingencia, Coleman. Cuando la mierda se esparce, alguien tiene que estar preparado para limpiarla.

—Tengo otra hipótesis para usted, señor.

—¿Cuál?

—Los tipos que realmente mataron al presidente... ¿No se le ha ocurrido que conocían la existencia de su grupo y sus planes de contingencia y que prepararon este número especialmente para que hicieran ustedes exactamente lo que están haciendo? Eso les habría dado una excusa para ir a la guerra y salvar al país de
ustedes.

—Tal vez —dijo Alton—, pero ¿qué más da? Nosotros tenemos todas las armas.

9. Oferta de trabajo

Que seas mucho más listo que tu oponente no es imposible. Si le consideras más sutil de lo que es realidad, puede darte una sorpresa táctica haciendo lo obvio.

Bien podrían haberse quedado en casa, para la diferencia que supuso en las actividades de los niños. Mark era un chaval que recordaba a los amigos que había hecho en el barrio de la tía Margaret la última vez que habían estado en Nueva Jersey, así que ya estaba por ahí con ellos. Nick estaba acurrucado en un rincón del patio trasero, leyendo; leía al aire libre para que Cecily no le dijera que saliera a jugar. Lettie y Annie daban vueltas con ropa vieja que la tía Margaret les había dado para jugar; Cecily sólo se preocupaba si no las oía. Y John Paul era su sombra; al parecer había decidido que su madre era mejor que la tele porque no tenía que buscar los canales para entretenerse con ella.

Ni un solo periodista se había enterado de que estuvieran allí, así que el viaje había merecido la pena. Lo había hablado con Mark y él sabía que no tenía que decirle a nadie que era su padre quien había intentado salvar al presidente... y quien había ideado el plan usado por los terroristas. Los otros niños no trataban con nadie que no fuera de la casa. Con suerte, podrían llevar algo parecido a una vida normal unos cuantos días más.

Hasta que Reuben empezara a declarar. Porque el clamor general y las exigencias del Congreso habían empezado. Les encantaba ponerse delante de una cámara y hablar sobre cosas de las que no tenían ni idea.

—¿Por qué se ordenó a un soldado de Estados Unidos que pensara formas de matar al presidente? —exigió saber un senador que tendría que haberlo sabido perfectamente porque constaba en todos los planes de contingencia como parte de sus deberes en el Comité para las Fuerzas Armadas. ¿No sabía que la esencia de la defensa era anticiparse a los ataques del enemigo y estar preparado para enfrentarse a ellos? Pues claro que lo sabía. Pero la gente no.

Además, las convenciones de nominación estaban a la vuelta de la esquina. En el Partido Republicano la nominación estaba todavía en el aire: no había ningún candidato claro. LaMonte Nielson ni siquiera se presentaba, pero pronto habría un revuelo para nominarlo y tener la ventaja de la titularidad.

La candidatura demócrata casi estaba decidida, siempre y cuando no hubiera una toma de posición en bloque de los pocos delegados que todavía no habían tomado partido y a los que no gustaba esa candidatura.

El senador aspirante tenía un buen puñado de delegados que estaban de su parte. Tal vez pensaba que el resultado se decantaría a su favor en la convención si hacía suficiente ruido a costa de Reuben. ¿Qué le importaba a él si ensuciaba la reputación de uno de los mejores oficiales del Ejército? Si le valía para conseguir un solo voto, merecía la pena.

—Vaya, hoy estamos de mal humor —dijo la tía Margaret, que escaneaba fotos de revistas de recetas en el ordenador de la cocina.

—Han matado al presidente, tía Margaret.

—Y están dando a entender que todo fue culpa de tu marido.

—No quiero hablar de eso.

—Bien. Entonces puedes escuchar. ¿Crees que no he visto las noticias? ¿Qué no he notado que han destacado el hecho de que Reuben es hijo de inmigrantes serbios? Siempre muestran un mapa de Serbia con Kosovo y Bosnia en mayúsculas, como si su familia tuviera algo que ver con los crímenes de guerra de Milosevic y sus secuaces. Como si Reuben fuera un musulmán bosnio que busca problemas. Todos han remarcado que habla persa. Tienen que decirlo. Toma notas en persa. Piensa en persa. Una vez, sólo una vez, han explicado que si aprendió persa fue porque su misión militar lo requería. Siguen recordando a la gente una vez y otra que habla con fluidez la lengua iraní. Tanto da que sea también el idioma de medio Afganistán. Pero tú sólo estás enfadada porque han matado al presidente.

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