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Authors: Rafael Marín Trechera,Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

Imperio (11 page)

BOOK: Imperio
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—No lo sé —respondía—. No he visto más que un borrón. No, no sé dónde está, pero podría estar en cualquier parte, ya sabes cómo es su trabajo.

Naturalmente, ellos no sabían cómo era su trabajo, pero ¿qué podían decir, de todas formas?

Y entonces recibió la llamada de Reuben. Atendió el teléfono, sin reconocer el número de la llamada, suponiendo que sería otro amigo curioso. Reconoció la voz de Reuben al instante.

—Sigue adelante y ve a visitar a tía Margaret sin mí —le dijo—. Iré en cuanto pueda.

—Reuben, ¿qué...?

Pero él continuó hablando.

—Te amo, Cessy. —Y cortó la comunicación.

Al principio de su última misión, él se lo había advertido: había bastantes posibilidades de que su teléfono estuviera intervenido en todo momento. En ambos extremos de la línea. Así que mantenían una férrea disciplina: seguir la corriente al otro.

El juego era el siguiente: al parecer planeaban hacer un viaje a casa de tía Margaret, que vivía en West Windsor, Nueva Jersey. Aunque el tono de Reuben era alegre, la críptica naturaleza de sus instrucciones le indicaba muchas cosas: quería que ella y los chicos salieran de la ciudad, y no sólo porque la prensa los acosaría en cuanto se conociera su identidad; eso lo habría explicado abiertamente por teléfono. Algo iba mal.

Y su trabajo era confiar en Reuben.

Entró en el salón y se arrodilló delante de los dos niños. Les indicó que acercaran la cara a la suya, para no tener que hablar más alto que el televisor.

—Era papá —dijo—. Está bien. Pero nos ha pedido que hagamos una cosa. Vamos a subir a la furgoneta y nos iremos a casa de tía Margaret. Necesito que vosotros dos, los mayores, finjáis que llevamos planeando este viaje mucho tiempo, y que lo único que se sale de lo planeado es que papá se reunirá con nosotros más tarde. Si las niñas no siguen la corriente, no discutáis con ellas. Las ayudaré a hacer las maletas y vosotros preparad vuestras propias cosas. Ropa para tres días, ropa de domingo, bañador, un par de libros y tal vez DVD y la PSP y esa cosa nueva de Nintendo... la DS.

Los chicos la miraron muy serios y Mark asintió. Nick no, pero cuando su hermano se levantó, lo hizo también y ambos salieron juntos de la habitación.

En guardar las cosas de J. P. fue en lo que más tardaron, pero era como si lo hubieran ensayado durante años, tan sencillo resultó. Salían de casa sólo media hora más tarde.

Cruzaron el Potomac por Leesburg. El puente estaba abarrotado y tardaron casi dos horas en salir del embotellamiento, pero aquello no era ninguna sorpresa, ya que todos los puentes de Washington estaban cerrados y aquél era el primero que se abría al tráfico. Después tuvieron que avanzar despacio, así que no llegaron a casa de Margaret hasta después de oscurecer. La tía abrió la puerta antes de que bajaran de la furgoneta.

—Ha llamado tu soldadito —dijo—. Está presentando su informe y todo va bien.

Pero tía Margaret y ella sabían que nada iba bien. El presidente estaba muerto, Reuben había matado a algunos de los asesinos y había enviado a su familia fuera de la ciudad a toda prisa y sin explicaciones. En algunos aspectos era peor que cuando estaba en Operaciones Especiales. Al menos en combate los estadounidenses estaban todos de su parte. Tenía apoyo. Pero por lo que ella sabía, en aquellos momentos tenía problemas graves y no podía contar con nadie.

Excepto con ella. Le había encargado el cuidado de sus hijos. Mientras supiera que sus hijos estaban a salvo, podría enfrentarse a todo lo demás con valor. Ella tenía que descartar sus propios temores y preocupaciones. Tenía un trabajo que hacer, e iba a hacerlo bien.

7. Equipo

La gran ironía de la guerra es que, siendo la expresión última de la desconfianza, no puede librarse sin confianza absoluta. Un soldado confía en que sus camaradas estén a su lado y su comandante lo dirija sabiamente para no ser conducido a una muerte absurda. Y el comandante confía en que subordinados y soldados actúen con sabiduría y valor para compensar su propia ignorancia, su estupidez, su incompetencia y su miedo, cosas que a todos los comandantes les sobran.

Estaban siguiendo a Reuben... pero eso era exactamente lo que esperaba. Cuando terminó una larga sesión de información (con tres equipos diferentes de interrogatorio) casi había oscurecido.

La pregunta era qué equipo lo estaba siguiendo, si el FBI, el Ejército o la CIA. Tal vez los tres. O, siempre cabía la posibilidad, alguna otra agencia perteneciente a Seguridad Nacional. ¿Cuántas plazas de aparcamiento debía buscar cuando llegara al Reagan National? No quería molestarlos.

Reuben apenas podía reprocharles que gastaran tantos recursos en seguirle. ¿Qué otra cosa tenían? De los cuerpos de los terroristas sin iluda no obtendrían nada; podrían pasar días antes de que nadie encontrara información sobre las habitaciones donde se habían hospedado. Y probablemente habían sido mucho más disciplinados que los terroristas del 11-S: no habría ninguna nota, ninguna carta, ningún conveniente carné de identidad que pudiera dar una pista.

Lo único que tenían era al propio Reuben... y al pobre capitán Coleman, que también estaba siendo interrogado a conciencia en otra habitación, por su propio equipo de investigadores. Le había dicho a Cole que respondiera a todo, que lo contara todo. Que contara incluso tanto como quisiera sobre la conversación con Reuben y las acciones posteriores y todas sus especulaciones sobre por qué las cosas podían haber salido como habían salido.

—Cuénteles la verdad —dijo Reuben—. Queremos que esos tipos capturen a los terroristas. Naturalmente, sospecharán de mí, y si fingimos que no sabemos que seré sospechoso más pensarán que tengo algo que ocultar. Responderemos a esta extraña conspiración con la pura verdad, de modo que nunca llegue el momento en que puedan decir: eso es lo que ha dicho usted, pero esto es lo que sabemos que hizo en realidad. Nunca nos pillarán en una mentira. ¿Queda claro?

Reuben había seguido su propio consejo. Si no les dijo nada de sus actividades para Steven Phillips, eso fue debido a que era material de alto secreto y sus interrogadores no estaban autorizados a acceder a él.

—Si Phillips me dice que adelante, entonces se lo contaré todo encantado.

Ellos lo comprendieron y lo aceptaron. El hecho de que les hubiera dicho el nombre del propio Phillips era en sí mismo una muestra de extraordinaria cooperación por su parte, ya que en realidad no debería haberles dicho tanto.

—Pero todos estamos en el mismo bando y no voy a dejar que una tontería de papeleo les impida a ustedes averiguar lo que quieren saber.

Guardarse el nombre de Phillips habría sido una tontería, estando muertos el presidente y el vicepresidente; pero mantener en secreto sus actividades hasta que le dieran permiso para divulgarlas, no: era esencial. Los tipos que lo interrogaban se ceñían fielmente a los protocolos, o no hubiesen ocupado el puesto que ocupaban.

Cuando dieron la sesión por concluida, Reuben fue a su oficina, que suponía que habrían registrado, y luego a la salita del café, donde, dentro de una mochila marrón con la etiqueta «Apartad vuestras manos de mi comida bastardos codiciosos, DeeNee», buscó debajo de un bocadillo y sacó sus recién adquiridos teléfonos móviles. Si habían sido lo suficientemente concienzudos para encontrarlos, ya estarían convencidos de su culpa y no iba a conseguir nada de todas formas.

En aquel momento Reuben iba del Pentágono al aeropuerto. No era un trayecto largo y probablemente por eso era el que más preocupaba a sus perseguidores. Imaginaba los botones de llamada rápida de los móviles siendo pulsados y a los equipos movilizándose. «Deténganlo antes de que pueda subir a ningún avión, pero por lo demás no lo pierdan de vista», se decían unos a otros.

Quienes iban tras él sabían cuidar de sí mismos, sin embargo. Era la reacción de los hombres con los que él iba a reunirse lo que quería ver. No habían previsto nada como lo que estaba sucediendo, ni siquiera que él intentaría reunirlos. Pero Reuben les había dicho en una ocasión, bromeando, que si alguna vez tenían que salvar al mundo, los llamaría y se reunirían en el mostrador de facturación de la compañía Delta, en el aeropuerto Reagan. Sólo había sido una broma.

Pero los tipos de Operaciones Especiales no olvidan las cosas: están entrenados para memorizar datos e informar adecuadamente con posterioridad. Se acordarían.

Se acordarían, pero... ¿qué harían? ¿Se encontraría realmente con una miniconvención de hombres en excelente forma vestidos de paisano esperándolo?

No. Lo habrían reconocido en las noticias de la tele. Sabrían que su llamada tenía algo que ver con el magnicidio, y la críptica naturaleza de su mensaje asociada al contexto del viejo chiste sobre salvar el mundo los impulsaría a llamarse unos a otros. Tal vez uno se reuniera con él allí. Tal vez ninguno.

Ni siquiera llegó al mostrador de la Delta antes de hacer contacto. Lloyd Arnsbrach tomó la escalera mecánica antes que él.

—Sur del restaurante de frontera en el centro de la ciudad —dijo en persa. Si hubiera dicho «café Río Grande, en el Reston Town Center», cualquier anglohablante hubiese entendido las palabras «Río Grande» y «Reston». Y como no había nadie cerca, eso significaba que Lloyd (Load, lo habían llamado siempre, «Carga») creía que los estaban escuchando... o bien con un gran aparato de escucha muy sensible o con un micro instalado en la ropa de Reuben.

—Te están siguiendo —continuó Load en persa—. Sube a la carretera de peaje de la colina de la primavera. —Eso quería decir Spring Hill—. Nos aseguraremos de que tengas un kilómetro y medio despejado, así que sal de la carretera inmediatamente.

Cuando llegaron al final de la escalera mecánica, Load se marchó en dirección contraria al mostrador de facturación de la Delta.

Así que Reuben compró un billete para el puente aéreo Distrito de Columbia-Nueva York del día siguiente. Si se lo preguntaban (y desde luego se lo preguntarían), su intención era volar para reunirse con su familia al día siguiente para visitar a la tía Margaret.

Era ya tan tarde que no había mucha gente comprando billetes, lo cual complicaba mucho a sus seguidores no llamar la atención. Pero al parecer eran buenos en su trabajo, porque no vio a nadie con esa pinta de estudiado despiste típica de los agentes. Era más que seguro que tenían a alguien lo bastante cerca de él para oír lo que decía. Aunque claro, a lo mejor se proponían preguntar a la que le había vendido el billete qué había dicho Reuben: aquellas plaquitas federales eran muy útiles.

O, y eso era algo en lo que tendría que haber pensado antes, era posible que hubieran instalado un micro en su ropa y estuvieran sentados tan tranquilos en una furgoneta en alguna parte, escuchando. O todo estaba siendo transmitido al auricular del iPod de alguien.

Y no hubiese supuesto ninguna diferencia que hubiera pasado por su oficina y se hubiera cambiado de ropa. Habrían puesto otro micro en el uniforme que tenía allí. Si no lo habían hecho eran idiotas y prefería pensar que los que investigaban el asesinato del presidente no lo eran.

Regresó a su coche y tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no mirar alrededor e intentar localizar a alguno de sus seguidores. Naturalmente era sabido que pertenecía a Operaciones Especiales y que había trabajado clandestinamente para el CSN, así que nadie dudaba de que pensaría que alguien le estaba siguiendo. Pero si miraba a su alrededor no parecería curioso, sino furtivo, como si tuviera algo que ocultar. Y como tenía algo que ocultar, de hecho, y estaba a punto de dejar claro que así era, lo último que quería era indicar que estaba buscando a sus seguidores.

Qué pensamiento tan retorcido. «¿Deducirán que he deducido que saben que yo sabía que estaban allí?» Pero aquello formaba parte de la formación en Operaciones Especiales, sobre todo si uno iba a estar en un país mucho tiempo. No había que aceptar nada tal cual. Constantemente había que pensar: ¿qué les parecerá esta acción?, ¿cómo interpretarán lo que digo y hago?, ¿cómo debería yo interpretar lo que sus palabras y acciones indican que creen de mí? Una y otra vez, sin conseguir estar seguro nunca, pero acercándose. Si uno se acercaba lo suficiente, tenía éxito en la misión. Si no lo bastante, fracasaba. Si no se acercaba en absoluto, moría.

La avenida George Washington volvía a estar abierta al tráfico, igual que los puentes, y la circulación fluía todavía como en una hora punta largamente retrasada. Reuben soportó pacientemente los avances intermitentes. En llegar al cinturón tardó una eternidad, pero siguió hasta la salida de Chain Bridge, luego rodeó Tysons II, pasó bajo el puente de la autopista de peaje y subió la rampa de Spring Hill. Allí sólo había dos cabinas de peaje y, en efecto, en la que no era automática había un tipo atascado al que se le había caído el dinero y había salido del coche a buscarlo.

Reuben no lo reconoció, pero tampoco esperaba hacerlo. Su equipo tenía sus propias cadenas de amigos a quienes recurrir para cumplir encargos que no necesariamente comprendían. «Tiene que ver con la actual emergencia nacional; es un buen tipo al que estamos ayudando.» Con eso bastaba.

Lanzó las monedas a la bandeja y prosiguió su camino. Por el retrovisor vio brevemente al conductor que le seguía... a quien al parecer también se le habían caído las monedas al suelo y había tenido que salir del coche para recogerlas.

El encargado de la cabina tendría una anécdota que contar aquella noche: «¡Dos idiotas al mismo tiempo! Es un milagro que tengamos equipo olímpico, con toda la gente que es incapaz de encestar las monedas en una canasta de dos palmos que está a medio metro de su coche.»

Naturalmente, si los tipos que lo seguían eran buenos, ya tendrían a alguien esperando en la autopista de peaje para que continuara siguiéndolo, pero él ya habría obtenido cierta ventaja.

Cuando llegó al Reston Town Center no estuvo seguro de cómo actuar: no estarían sentados a una mesa grande comiendo guacamole, seguro.

No tuvo ocasión de ver el interior del restaurante. Cuando aparcaba, un poco más allá de McCormick y Shmick, vio que Mingo (Domingo Camacho) cruzaba la calle por delante de él y señalaba una vez hacia el aparcamiento del otro lado. Reuben hizo un giro a la izquierda para entrar en el garaje y continuó hasta el tercer nivel, donde Mingo salió del ascensor justo a tiempo para detenerlo. Un coche salió de su plaza muy oportunamente (porque estaba previsto) y Reuben aparcó el suyo.

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