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Authors: Rafael Marín Trechera,Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

Imperio (6 page)

BOOK: Imperio
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—La llamé, señor. Como no lograba enterarme de nada sobre usted ni sobre mi destino aquí, en el Pentágono, esperaba descubrir algo acerca de lo que espera usted de mí hablando con su esposa.

—No me gusta que se entrometa en mi vida privada, capitán.

—Ni a mí hacerlo, señor. Pero creo que no me dejó otra opción, señor.

—¿Y qué ha descubierto?

—Que su esposa está preocupada por usted, señor, y me ha reclutado para tratar de descubrir en qué consisten sus operaciones clandestinas. —¿Hasta dónde podía llegar con un nuevo oficial superior, y por un teléfono móvil, además? Continuó—: Ella cree que está usted moralmente preocupado por esas operaciones, señor.

—¿Moralmente preocupado?

—Creo que la palabra que empleó fue que se siente «culpable», señor.

—¿Y usted cree que es asunto suyo?

—Estoy convencido de que no es asunto mío.

—Pero sigue usted adelante.

—Señor, me encantaría descubrir qué hacemos en una oficina tan secreta que la secretaria trata a su subordinado como si fuera un espía.

—Bueno, capitán Coleman, ella lo trata como si fuera un espía porque los dos últimos payasos que ocuparon el puesto que usted ocupa ahora
eran
espías.

—¿De su esposa, señor? ¿O de alguna potencia extranjera?

—De ninguna de las dos cosas. Espiaban para gente del Pentágono que también intenta descubrir qué hago cuando no estoy en la oficina.

—¿No sabe ya el Ejército lo que hace usted?

Hubo una breve vacilación.

—El Ejército es dueño de mis pelotas y las guarda en una caja, en algún lugar entre Fort Bragg y Pakistán.

A veces un silencio es una respuesta perfectamente válida.

—Es una caja bien grande, señor. Este Ejército tiene en su poder un montón de pelotas.

Esta vez la pausa fue aún más larga.

—¿Se está usted riendo de mí, señor? preguntó Cole.

—Me gusta usted, Coleman —dijo Malich.

—A mí me gusta su esposa, señor. Y a ella le gusta usted.

—Mejor me lo pone. Coleman, no aparque. Ni siquiera venga al Pentágono. Reúnase conmigo en Hain's Point dentro de media hora. ¿Sabe dónde está eso?

—Es un parque muy grande, señor.

—En la estatua. La gigantesca. Dentro de media hora.

Malich cortó la comunicación antes de que Cole pudiera decir adiós.

¿A qué venía esa llamada? ¿Era una prueba para ver si Cole le decía lo que había dicho su esposa? ¿O estaba Malich realmente enfadado porque hubiera dejado la oficina? ¿Para qué el encuentro en el parque, como si intentaran evitar micrófonos? Y si el secreto era tan importante, ¿por qué hablar por teléfonos móviles que no eran seguros?

«Si alguna vez me caso —pensó Cole—, ¿tendré las agallas de elegir a una mujer tan dura como la señora Malich? Y aunque las tenga, ¿soy el tipo de hombre con quien una mujer como ésa decidiría casarse?»

Luego, como siempre, Cole desconectó la parte de su mente que pensaba en mujeres y matrimonio y amor e hijos y familia.

«No hasta que esté seguro de que no volveré a combatir. Ningún niño va a quedarse huérfano porque yo era su padre y fui demasiado lento para esquivar una bala.»

4. La Dársena

Cuando se planifica una guerra, hay que prever las acciones del enemigo. Hay que tener cuidado de que las medidas preventivas no le revelen cuáles de sus posibles acciones temes más.

Reuben vio acercarse al capitán Coleman, pero no mostró señal alguna de haberlo reconocido. Se suponía que Coleman era listo: que dedujera por su cuenta cuál de las personas que había en la punta de la isla era su oficial superior.

Reuben se puso a mirar hacia el otro lado del canal. Allí, en Fort McNair, estaba el cuartel general del Ejército Americano en el Distrito de Washington. Sabía que los soldados del fuerte se tomaban su trabajo muy en serio. En la época posterior al 11-S, eso significaba vigilar, intentar impedir posibles ataques sobre las dos ciudades de más simbolismo de Estados Unidos: Washington y Nueva York. Sabía cómo escrutaban los cielos, los canales. Estaba al corriente de los aparatos de escucha, los escáneres visuales, la vigilancia aérea.

También sabía lo que no se estaba haciendo. Semanas después de haber terminado su informe seguía sin hacerse.

«Burocracia», pensó.

Pero ésa era la conclusión fácil. Si se achaca algo a las maniobras burocráticas y al papeleo, nadie tiene que ser considerado responsable.

Reuben estaba cansado de tener responsabilidad sin autoridad. ¿Dónde estaba el líder capaz de hacer las cosas?

Cierto, aquel presidente las había cambiado. Sin ganarse ni una pizca de fama por ello, había convertido el ejército lisiado que era en el momento de jurar el cargo en la robusta fuerza con una nueva doctrina que hacía huir a los enemigos de Estados Unidos.

¿Huir? No, los arrinconaba. Era hora de que actuaran si no querían perder toda la credibilidad. Reuben Malich sabía lo que necesitaban hacer. Incluso sabía cómo lo harían probablemente. Había hecho su advertencia, y hasta el momento, al parecer, nadie le había hecho caso.

—Mayor Malich, señor.

Reuben se volvió hacia el joven de uniforme. ¿Joven? Un oficial de combate de veintiocho años no es joven. Pero era nueve años menor que él y en esos nueve años Reuben había aprendido unas cuantas cosas. El combate podía no dejar cicatrices en un hombre, pero realizar misiones para los que jugaban al juego de aturdir mentes del Gobierno le había hecho envejecer mucho más. A los treinta y siete años Reuben se sentía como si tuviera cincuenta, una edad que hacía mucho tiempo que simbolizaba para él el final de su vida activa. La edad en la que tendría que quedar al margen del negocio de la guerra.

«Hoy. Debería dejarlo hoy mismo.»

—Capitán Coleman —dijo—. Ni se le ocurra saludarme.

—No va usted de uniforme, señor —respondió Coleman—. Y no soy idiota.

—¿No?

—Me ha pedido que me reúna con usted aquí en vez de en la oficina que los dos compartimos porque cree que le están vigilando. No sé si alguien del Pentágono o del Gobierno o de fuera. Pero estamos aquí porque hay cosas que quiere decirme y no quiere que ningún aparato de escucha las registre.

«Buen chico», pensó Reuben.

—Entonces comprenderá por qué quiero que me mire directamente y eche la cabeza levemente hacia atrás.

Mientras Coleman obedecía, Reuben desplegó un mapa turístico de la ciudad y lo sostuvo en alto, a un lado, entre sus caras y cualquier observador que hubiera en el parque.

—Supongo que esto significa que no tendré ocasión de ver la estatua —dijo Coleman.

—Es tan grande que puede verla en Google Earth —dijo Reuben—. Cessy y DeeNee me han dicho que no es usted idiota, y ahora usted mismo me lo ha confirmado. Así que voy a correr el riesgo de decirle lo que estoy haciendo en realidad. Se lo diré una vez, y luego continuaremos con nuestros asuntos como si estuviéramos haciendo lo que oficialmente se supone que estoy haciendo, excepto que usted me ayudará a hacer lo otro y me ayudará a cubrir mi verdadera misión.

—Está todo clarísimo, señor.

«Oh, bien. Tiene sentido del humor.»

—Oficialmente estoy trabajando en antiterrorismo, en Washington D.C., con la misión concreta de tratar de pensar cómo lo haría un terrorista. Supongo que se me considera apropiado para ello porque viví en una aldea musulmana en un país donde oficialmente no teníamos soldados. Da igual que todos los terroristas cuya forma de pensar se supone que tengo que emular se hayan educado en universidades americanas o europeas.

—Así que su misión le proporciona una buena tapadera para viajar por toda la zona de Washington —dijo Cole.

Como eso era lo que Reuben estaba a punto de explicar, tuvo que hacer una pausa y saltárselo.

—Mi verdadera misión es llevar mensajes y negociar con diversas personas que son antiamericanas pero oficialmente no son terroristas.

—¿Y no son terroristas?

—Dicen que nos están ayudando a controlar a los terroristas. Es posible que en algunos casos sea cierto. En otros, tal vez no. Creo que probablemente me están utilizando para extender la desinformación y sembrar confusión acerca de los planes y los motivos de los americanos.

—Y por eso esa gente no ha sido arrestada.

—Oh, cuando llegue el momento, dudo que sea arrestada.

Cole asintió.

—Usted les lleva mensajes. ¿Quién se los entrega a usted y le dice adonde ir?

—No estoy autorizado a decírselo.

—Entonces supongo que no recogeré su correo.

—Puedo decirle lo siguiente: mis órdenes vienen directamente de la Casa Blanca.

Cole silbó bajito.

—Así que él negocia con los terroristas, después de todo.

—No suponga ni por un segundo que el presidente tiene idea de lo que hago —dijo Reuben—. Ni de que existo. Pero he verificado yo mismo que mi principal contacto tiene libre acceso al presidente y, de ahí, saco la conclusión de que soy un instrumento de su política nacional.

—Y, sin embargo, se esconde de los lectores de labios con teleobjetivo.

Reuben volvió a plegar el mapa.

—Vamos a mirar Fort McNair.

Juntos se acercaron a la balaustrada cercana al agua y contemplaron el fuerte, al otro lado del canal.

—Allí está, capitán Coleman. El hogar de la Universidad de Defensa Nacional y la mitad de la Vieja Guardia. Ya sabe, los tipos que se visten con uniforme del Ejército colonial para impresionar a los turistas y los dignatarios extranjeros.

—También está ahí el Cuartel General Conjunto de la Capital Nacional.

—Hace tres semanas, entregué, como parte de mi deber oficial, un informe sobre objetivos probables en la zona de Washington y cómo, si yo fuera terrorista, intentaría atacarlos.

—Apuesto a que Fort McNair no era uno de esos objetivos.

—A Al Qaeda le importan un pimiento los edificios. Los atacaron en la zona cero, sí, pero los terroristas que atacaron el transporte público en Europa y que planeaban atacar otros edificios y el Metro en Estados Unidos eran en realidad unos pringados. Al Qaeda los entrena y los anima, pero no son agentes de la propia Al Qaeda.

—Cree que se han hartado de simbolismo.

—Tal como ellos lo ven, no pueden permitirse hacer más gestos simbólicos. Y con todo el respeto por los que murieron el 11-S, eso fue un gesto simbólico. Nos enfureció; nos impulsó a un breve momento de unidad nacional; llevó directamente a la caída de dos gobiernos musulmanes y a la sumisión de muchos más.

—Esta vez quieren hacernos daño, no sólo abofetearnos.

—Sólo hay un objetivo que tenga verdadero sentido —dijo Reuben.

—El presidente —dijo Cole. Permanecieron en silencio, contemplando el agua—. Déjeme resumirlo —continuó Cole al cabo de un rato—. Usted ideó planes factibles y prácticos para matar al presidente de Estados Unidos y los entregó a sus superiores del Pentágono. Pero también teme que lo estén observando incluso cuando está en la punta de Hain's Point, un parque de la ciudad donde un puñado de escolares se encaraman a la estatua de un gigante que surge de la tierra.

Reuben esperó a su conclusión.

—¿Este sitio forma parte del plan? —dijo Coleman.

—Forma parte del mejor plan. El más sencillo. El más seguro. Oh, montones de cosas pueden salir mal, pero punto por punto está al alcance de cualquier grupo terrorista que sea lo bastante listo para idearlo... y lo bastante disciplinado para mantener la boca cerrada durante la fase de entrenamiento.

—No los payasos que hemos estado deteniendo.

—Los payasos nos tienen entretenidos y nos proporcionan una sensación de complacencia. «Nuestro antiterrorismo funciona», nos decimos. Pero no nos hemos enfrentado a los mandamases desde el 11-S. Desde que los sacamos de sus escondites en Afganistán.

—¿Navega usted? —preguntó Cole.

—No —respondió Reuben—. Dejo eso para los seals.
[4]

Reuben esperó el momento que estaba seguro de que iba a llegar.

—Uno aprende a mirar la superficie del agua y advertir cosas. Por ejemplo, ahora casi no hay brisa, apenas una leve ondulación en el canal Washington.

—Cierto.

—¿Formaba parte de su plan que algo pasara justo por aquí, por debajo del agua?

—Sí —dijo Reuben—. Y por tanto sugerí que el Mando Conjunto instalara escuchas adicionales, sonar e imágenes por resonancia en el agua del canal.

—Cosa que no han hecho.

—Cosa que no han hecho
todavía.

Coleman señaló el agua a sólo unas docenas de metros de donde se hallaban.

—Hay algo bajo el agua... allí, allí, allí y allí. Tal vez también un poco más allá, pero esos cuatro son los que consigo ver.

Reuben no veía absolutamente nada.

—Como marino, me preguntaba si la alteración de la marea, que está subiendo por si no lo sabe, se debía a un banco de arena. No es así, porque los cuatro se mueven, despacio, con la marea.

—Hacia dentro. Hacia la ciudad.

—Es la dirección de la marea, señor.

Reuben se echó a reír.

—¿Así que está sugiriendo que ahora mismo, cuando da la casualidad de que mantengo una reunión imprevista con mi nuevo ayudante, es el momento y el lugar exacto en que lanzan el ataque que planeé para ellos?

—¿Hay algún motivo para que su presencia aquí haga imposible el ataque?

—Sigo sin verlos.

—Señor, avanzan hacia la ciudad. Nunca he visto delfines permanecer bajo el agua en tan perfecta formación y perturbando tanto la superficie. Lo digo por si está usted pensando que son peces grandes.

Reuben sacó el teléfono móvil.

Las barritas subían y bajaban, y el mensaje «fuera de cobertura» parpadeó.

Coleman sacó el suyo. Lo mismo.

—Están creando interferencias —dijo Coleman. Y sin previa advertencia se echó al suelo—. ¡Cuerpo a tierra, señor!

Reuben entendió lo que creía Cole: que alguien sabía que estaban allí y podía empezar a disparar en cualquier momento.

—Haga cinco flexiones inmediatamente. Con una mano —dijo Reuben—. Luego ríase como si fuera una broma.

Cole hizo lo que le decían, luego volvió a ponerse en pie, riéndose.

—Cree usted que nos quieren con vida —dijo.

—No interfieren los móviles si planean matar a quien llama —respondió Reuben.

—Le están tendiendo una trampa —dijo Cole—. Es usted el cabeza de turco.

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