Imperio (26 page)

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Authors: Rafael Marín Trechera,Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Imperio
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—En tu PT Cruiser.

—Yo me quedo con tu precioso todoterreno. ¿Dónde está el que te prestaron para venir aquí?

—En la ciudad —dijo Reuben—. No quiero dejar a los niños.

—Ni yo tampoco —dijo Cessy.

Sonó el móvil de ella.

—Supongo que no eres tú —comentó.

Dijo «diga» y luego escuchó. Luego dijo «de acuerdo» unas cinco veces y colgó.

—Era un vendedor impresionante si acabas de comprar una alfombra nueva —dijo Reuben.

—Era Sandy. LaMonte quiere que nos reunamos con él.

—¿Nosotros? ¿Tú y yo?

—Y el capitán Coleman. ¿Dónde está? Se encuentra bien, ¿verdad?

—Ha venido caminando las dos últimas manzanas con todo el equipo de batalla. Por si la casa estaba rodeada.

Sonó el timbre de la puerta. La tía Margaret abrió.

—Tiene sangre en el uniforme, joven.

—De un pulgar cortado —respondió Cole. Alzó su Minimi—. En un vecindario como éste, me siento como un niño pequeño jugando a los soldados. ¿Puedo pasar?

Al PT Cruiser no le gustaba ir a más de ochenta. A noventa empezaba a vibrar.

Pero, de todas formas, a Cessy no le gustaba conducir a más de ochenta. Y conducía ella. Cole iba sentado detrás del asiento trasero con la bandeja sobre la cabeza. Parecían dos ciudadanos que iban o venían de la iglesia. A menos que alguien mirara con atención y viera las armas en el suelo, delante del asiento trasero, y al tipo de atrás con la ametralladora.

La tía Margaret iba a llevar a los niños a casa de unos buenos amigos de Hamilton.

—Buenos croatas —dijo—. No dirán ni pío. Y yo me quedaré con los niños todo el tiempo.

Iba a conducir el coche de Charlie O'Brien hasta Lawrence, donde sus amigos la recogerían. Le enviaría a Charlie las llaves por correo y le diría dónde encontrar el coche.

—Me siento como una espía.

—Deberías sentirte como una refugiada —respondió Cessy.

Pero de todas formas se le partía el corazón por tener que dejar a los niños. Y aunque Mark estaba tan activo como siempre y Nick tan callado, se los veía asustados. En las noticias decían cosas terribles y sus propios padres estaban en el meollo e iban a esconderse. A las niñas, naturalmente, les irritaba que papá y mamá las dejaran, pero no sabían nada del mundo. Estarían bien, estaba segura. Bien bien bien.

—Creía haber rechazado ese empleo en la Casa Blanca —dijo Cessy.

—Bueno, técnicamente lo hiciste, ya que el presidente no está en la Casa Blanca...

A Cessy le hubiera gustado oír a LaMonte decirles que no iba a ir a Camp David ni a ninguna de las localizaciones conocidas.

—Puesto que no sabemos en quién confiar —les habría dicho—, no podemos contar con que estaremos seguros en ninguna parte.

Y algún consejero político habría dicho:

—Parecerá que se está usted escondiendo. Causará confusión y quedará en mal lugar.

—Ahora no me presento a ningún cargo —habría argumentado LaMonte—. Y el país no necesita otro presidente muerto.

«Pero... ¿por qué ir a Gettysburg?»

—¿Por qué a Gettysburg? —preguntó en voz alta.

—Es un lugar conveniente —dijo Reuben—. No traslada allí a todo el gobierno, sólo van él y suficientes ayudantes para mantener las comunicaciones. Hay mucho sitio donde aparcar. Es un lugar apartado donde resulta relativamente fácil mantener una seguridad razonable.

—Y lleno de sitios por donde esquivar los controles —dijo el capitán Coleman desde atrás.

—Simbólicamente, es el lugar donde la última guerra civil que hubo en este país llegó a su punto de inflexión. Y está cerca de Washington. Puede volver cuando quiera.

—También hay un montón de moteles para que se aloje su personal —dijo el capitán Coleman.

—Y como la oficina de información a los visitantes está cerrada casi siempre, no será un estorbo para las operaciones —dijo Reuben.

Cessy se lo explicó al capitán Coleman:

—Sigue todavía irritado porque llegamos pasadas las seis un día de verano y ya habían cerrado. Quedaban tres horas de luz. Eso fue hace dos años, recuerda.

—Es que no comprendo por qué el Gobierno actúa sin tener en cuenta lo que la gente quiere y necesita.

—La gente quiere muchas cosas —dijo Cessy—. Algunos quieren que los centros para visitantes abran hasta tarde. Otros quieren pagar menos impuestos.

—Otros más quieren tomar una ciudad aquí, una ciudad allá.

—Oh, mirad —dijo Cessy—. La tía Margaret tiene radio. Podremos escuchar las noticias.

Reuben la puso y sintonizó directamente Fox News. Escucharon un rato. No mencionaron ningún ataque en otras ciudades aparte de Nueva York. Había muchas especulaciones sobre el rayo mortal que había abatido los F—16. Especulaciones sobre qué ciudad sería la siguiente. Especulaciones sobre las bajas de Nueva York. Expertos hablando sobre cuánto podría aguantar Nueva York sin camiones que suministraran alimentos y combustible a la población. Otros expertos hablando de cuántos negocios cerrarían porque sus empleados no podrían llegar a la ciudad al día siguiente.

Especulaciones sobre algunas potencias extranjeras que podrían aprovecharse de la situación. Especulaciones sobre potencias extranjeras que pudieran estar detrás de todo aquello. ¿Era una acción terrorista? ¿Qué haría Estados Unidos si mantenían la ocupación de Manhattan? ¿Qué iban a hacer los diplomáticos de las Naciones Unidas?

Sin embargo, al cabo de un rato empezaron a llegar algunas respuestas, en una interminable sucesión de boletines informativos. Procedían de las Naciones Unidas, donde habían permitido que un grupo de diplomáticos de Alemania, Francia y Canadá fueran en helicóptero al aeropuerto Kennedy para dar una rueda de prensa. El embajador canadiense se encargó de decirlo casi todo, la mayor parte leyendo los documentos que le habían proporcionado los invasores.

—«La fuerza militar que ha tomado Manhattan afirma que ningún civil ha resultado herido.»

—Qué mentira —dijo Cole—. Vimos con nuestros propios ojos a un portero muerto.

—«Se hacen llamar la Restauración Progresista. Declaran que los progresistas obtuvieron el apoyo popular y la mayoría electoral a la presidencia en 2000 y que sólo un flagrante robo por parte de la derecha radical impidió al presidente electo jurar el cargo.»—Por favor, dime que no van a devolvernos a Al Gore —dijo Reuben.

—Callaos, por favor, chicos —ordenó Cessy.

—«Desde que usurparon el cargo, han pisoteado el Acta de Derechos, han implicado a Estados Unidos en guerras extranjeras ilegales e inmorales, han destruido el medio ambiente, oprimido a minorías de todo tipo, impuesto su idea del cristianismo en todo el país, reducido la investigación científica, acumulado un enorme déficit y domeñado... Estoy seguro de que quieren decir desdeñado...»

—Ahora les corrige la gramática —dijo Reuben.

—«... desdeñado la opinión mundial y la ley internacional, y han llevado al mundo al borde del desastre.»

—No han mencionado el sionismo —dijo Coleman—. ¿En qué estarán pensando?

—«Ahora la derecha radical, que domina el Ejército estadounidense, ha planeado y cometido el asesinato del presidente y el vicepresidente como primer paso para imponer una dictadura sobre Estados Unidos. Sólo esta emergencia nacional ha impulsado a los progresistas a emprender una acción en defensa de la libertad contra este plan totalitario cristiano y sionista.»

—Se lo guardaban para el final —dijo Reuben.

—«Los progresistas han liberado la ciudad de Nueva York, dicen, como primer paso para restaurar el gobierno constitucional de Estados Unidos.»

—Todo lo que tienen es Manhattan —dijo Cole.

—«No les interesa declarar la guerra al Gobierno ilegal, pero están preparados para defender Nueva York contra cualquier intento por parte de éste de imponer su hegemonía sobre la ciudad. Animan a la ONU a permanecer en Nueva York y afirman que será protegida y que todos los derechos diplomáticos serán respetados. Han solicitado a la ciudad de Nueva York que reconozca a la Restauración Progresista como Gobierno-en-el-exilio de los Estados Unidos de América e invitan a todas las demás ciudades y estados de la nación a reconocer al Gobierno progresista y a ningún otro como Gobierno legítimo de Estados Unidos.»

El anuncio oficial se acabó. Reuben apagó la radio cuando empezaban las preguntas de la prensa.

—Así que ha sido la izquierda —dijo.

—Pero podría haber sido la derecha —respondió Cessy.

—Y podría convertirse fácilmente en una guerra entre los chalados de un lado y los chalados de otro —dijo Reuben—. Lo vimos en Yugoslavia. La gente se llevaba bien: serbios y croatas, cristianos y musulmanes. Pero cuando los chalados empezaron a disparar, había que devolver los disparos o morir. No querer luchar no te protegía. Había que escoger bando.

—Aquí no ha habido ningún bando, hoy —dijo Coleman—. Sólo uniforme o sin uniforme.

—Toda la filosofía izquierdista se basa en rechazar la autoridad —dijo Reuben amargamente—. Y sustituirla por una lista aún más rígida de ideas prohibidas. La única diferencia es que la policía del pensamiento de los progresistas no lleva uniforme.

—Basta —dijo Cessy—. Como decía, podría haber sido la derecha, y entonces la policía del pensamiento llevaría Biblia.

—No empecemos.

—Has empezado tú. Te casaste con una liberal, Reuben.

—Pero no con una loca.

—La mayoría de nosotros no estamos locos. Igual que la mayoría de los conservadores son como tú, gente razonable. Nos adviertes de que esto podría desembocar en una guerra, como en Yugoslavia, y luego empiezas a condenar a los otros como si sus ideas no importaran.

—No lo he hecho, ¿no? —dijo Reuben—. Es que estoy muy enfadado. Han matado al presidente.

—¿De verdad? ¿Todos los progresistas estadounidenses, todos los liberales se unieron y planearon matar al presidente?


Pero se
alegran.

—No. Te equivocas. Los enfermos, sí. Los tristes, los miserables, los idiotas, claro. Pero la mayoría están aturdidos, no lo hicieron y no querían que se hiciera. Tampoco pidieron que nadie invadiera Nueva York.

—Pero no lo dejarán correr, ¿verdad?

—Es posible. O puede que se unan entusiasmados a esta Restauración Progresista. Cuentan con ello, ¿no? Con que la gente corra a agitar su estandarte. Y si nosotros empezamos a hablar y a pensar como tú estabas hablando y pensando hace un segundo, Reuben, entonces acabaremos impulsándolos hacia ese estandarte. ¡Así que basta!

Reuben miró por la ventanilla.

—Reuben —dijo Cessy—. Creo que el gran logro estadounidense en nuestra guerra contra el terror fue que la libramos sin odiar a todos los árabes ni a todos los musulmanes, ni siquiera a todos los iraníes, aunque lo estén financiando. No perdimos la cabeza. Libramos una guerra sin odio.

—A excepción de los estadounidense que nos odiaron a nosotros por librarla.

—¿Los odias, Reuben? ¿Lo suficiente para matarlos?

El negó con la cabeza.

—Tienes razón —dijo—. Tienes toda la razón. Pero están destruyendo mi país. Están matando a tipos como yo porque nos ofrecimos voluntarios para defenderlo. No puedes esperar que no pierda la calma.

—Cuando todo se termine —dijo Cessy—, quiero que regreses a casa como Reuben Malich.

—Yo también —respondió Reuben—. Lo haré.

Y entonces se volvió de nuevo hacia la ventanilla y Cessy advirtió que estaba llorando, con la frente apoyada en la mano derecha, las lágrimas cayéndole hasta el regazo.

—Hoy he matado a un hombre con las manos desnudas —dijo—. Y a otro con un cuchillo. Y a otro con una andanada de balas. Le corté el pulgar a uno.

Cessy no tenía nada que decir a eso. Sabía que eran las cosas que tenían que hacer los soldados. De no haberlas hecho, lo habrían encontrado y lo habrían matado. Había sacado con vida de la ciudad a otros hombres. Ayudado a detener a los mecas en el extremo de Jersey del túnel Holland. Y así era como se hacían los trabajos como aquél: ejerciendo la fuerza. Hasta la muerte.

Pero ella no podía decirle: «Tranquilo, está bien.» No estaba bien. Era terrible. Había que hacerlo y, como Coleman y él eran los que sabían hacerlo, lo habían hecho ellos.

Conduciendo con la mano izquierda, pasó la derecha por el codo del brazo izquierdo de Reuben. Deslizó la mano por el interior de su brazo, acercándolo hasta que lo tuvo de la mano. Se la apretó. El le devolvió el apretón. Pero siguió llorando.

En el asiento de atrás, Coleman tuvo el sentido común suficiente para estarse callado.

En la radio, la rueda de prensa y los comentarios continuaban y continuaban, casi demasiado bajo para oírlos. Un constante ruido de fondo de comentaristas poniendo en común su ignorancia pero acercándose, poco a poco, a la conclusión de que una segunda revolución americana había comenzado, si lo veías de una forma, o de que había empezado una segunda guerra civil, si lo veías de otra.

—¿Qué dijo ese profesor tuyo? —preguntó Cessy en voz baja.

—¿Qué?

—En Princeton. Ese profesor. ¿Cómo se llamaba? Torrance. No, eso es una ciudad de California.

—Torrent.

—Sobre la caída de Roma. Sobre cómo las guerras civiles en la República llevaron a la fundación del Imperio.

—Oh, sí, apuesto a que Torrent está feliz —dijo Reuben—. Ya tiene todo el caos que quería.

—¿No es a él a quien nombraron consejero de Seguridad Nacional?

—Sí. Ya era uno de los principales consejeros del CSN. El consejero del consejero. Ahora que Sarkissian es secretario de Estado, han ascendido a Torrent.

—Si el Congreso lo aprueba.

—Oh, eso es algo que el presidente Nielson tiene asegurado: un Congreso que lo aprobará todo. Es una emergencia nacional y todo eso.

—Tal vez no —dijo Coleman desde atrás.

—Entonces... ¿Torrent estará contento? —preguntó Cessy.

—No, por supuesto que no. Sólo quería decir... Él dijo que antes de que Estados Unidos pudiera ser verdaderamente grande, teníamos que... pasar por una crisis que acabara con la república y trajera... No, no puede tener que ver con esto.

—¿Por qué no?

—No defendía tal idea —dijo Reuben—. Él solo... Pero la forma en que hablaba... Alguien podía sacar la conclusión equivocada. Alguien con un poco de megalomanía podría haber decidido intentar aplicar la teoría de Torrent. Cumplir su profecía.

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