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Authors: Rafael Marín Trechera,Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

Imperio (25 page)

BOOK: Imperio
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Cole buscó en la radio una emisora que estuviera dando las noticias.

Todas lo hacían. Pero los datos eran aún escasos. Había habido un incidente en Nueva York, dos aviones caídos, informes de disparos, todas las líneas de comunicación terrestres y los móviles desconectados. Rumores de la llegada de alienígenas, de convoyes militares que se dirigían al norte a través de Nueva Jersey, de buques de guerra navegando hacia Nueva York, de los marines preparándose para desembarcar, de tropas de la Guardia Nacional enviadas a Nueva Jersey, Nueva York y Connecticut.

Y, oh, sí, los preparativos para los funerales de aquellos que habían muerto el viernes 13.

—Magnífico. Así es como van a referirse al asesinato de esos buenos hombres —dijo Reuben—. El viernes 13. Como si su muerte fuera simplemente un golpe de mala suerte.

—Esto es lo que estuviste haciendo, ¿verdad? —preguntó Cole—. Trabajando en la venta y el desarrollo de armas. Sabes cómo se ocultan los sistemas de armas y cómo se encuentran.

—Creo que he sido el cabeza de turco desde el principio. He estado encargándome de envíos y contratos. Localizaba algunos, llevaba otros. Pujaba, compraba, vendía, pasaba dinero a terceros para que lo pasaran a cuartos. Me dijeron que estaba combatiendo el terrorismo, ayudando a la infiltración en organizaciones. Pero creo que es posible que haya enviado ese material a las zonas elegidas.

—¿Han hecho esto usando dinero del Gobierno?

—No sé de quién era el dinero que utilizaba. Era un intermediario. El chico de los recados. Tenía que ser listo porque a veces las misiones eran peligrosas, implicaban tratar con individuos que preferían quedarse con lo que les entregabas y con el dinero, lo que significaba que querían matarme. Enviarme a mí era una garantía para que las cosas no se pusieran feas.

—¿Cómo lo impedías?

—Reconocía los problemas sobre la marcha. Si la cosa pintaba mal, abortaba la misión. Phillips bromeaba diciendo que para eso me pagaban una buena pasta: para saber cuándo tenía que echarme atrás en un trato.

—¿Una buena pasta?

—Era un chiste. Yo cobraba mi salario, nada más.

—Apuesto a que eras un buen chico y no llevabas ningún registro.

—No era tan bueno. Tengo archivos codificados en mi PDA.

—¿Cuál era tu contraseña?

Reuben no podía creer que se lo preguntara, pero luego se dio cuenta de que Cole tenía razón.

—Supongo que ahora tenemos un nuevo sistema de clasificación. —Alto secreto. Sólo para sus ojos. Sólo para Coleman.

—Podrías haber muerto hoy —dijo Cole—. Podrían arrestarte o matarte en cualquier momento. Tienes que librarte de esa PDA y alguien más debe saber la contraseña. Si crees que contiene pruebas.

—Ni siquiera le he dicho a Cessy mis contraseñas —dijo Reuben—. Para protegerla.

—No saberlas sólo la protege contra un enemigo racional. Un enemigo irracional no creerá que no las sabe hasta que esté muerta.

—Creo que estos tipos intentan jugar según una versión de las reglas estadounidenses.

—Las balas que nos dispararon en ese restaurante chino no sabían quién había detrás de las paredes.

—A lo mejor tienen un software que reconocía nuestras caras. Tal vez para eliminarnos merecía la pena algún daño colateral.

—La contraseña —dijo Cole.

—Y tal vez tú hayas sido mi sombra estos últimos días para conseguir la contraseña, antes de matarme —dijo Reuben—. A lo mejor trabajas para esos payasos. A lo mejor han consentido que mataras a unos cuantos de los suyos para ganarte mi confianza. Consigues mi contraseña, te quedas con mi PDA y me matas. No te conozco, Cole.

—No, no me conoces. Pero durante un minuto, allí, confiaste en mí.

—Lo hice.

—¿Cómo va la cosa hasta ahora?

—Pedí tenerte a mis órdenes —dijo Reuben—. Pero claro, elegí de una lista. Ellos me proporcionaron la lista.

—No sabemos quiénes son
ellos.
Pero quédate con la PDA de momento. No voy a forzar las cosas. Es una tontería, pero entiendo que seas un paranoico.

—Gracias —dijo Reuben—. Sigo confiando en ti, Cole. Te llevo a casa con mi familia.

—Lo sé.

—Hasta ahora no sabían dónde estábamos, pero lo descubrirán. ¿Adónde podría ir yo estando en la zona de Jersey de la ciudad de Nueva York? Por poco que investiguen darán con casa de tía Margaret. Tal vez incluso la localicen antes de que nosotros lleguemos.

—Entonces separémonos antes de estar demasiado cerca —dijo Cole—. Para que no nos capturen a ambos.

—Mi PDA está en casa, si la tuviera encima te lo entregaría ahora mismo.

—Pero no me darías la contraseña.

—No, la contraseña no. Eres mi seguro.

—¿Quién está intentando arrestarnos? ¿Los tipos que acaban de invadir Nueva York, los que trabajan desde dentro del Gobierno para subvertirlo? ¿O son los buenos, que creen que no puede ser coincidencia que aparezcamos cada vez que hay una crisis?

—Todas esas pruebas que han ido dejando... —dijo Reuben—. No pueden ignorarlas.

—¿Es sólo coincidencia que sigamos apareciendo?

—Sólo ha ocurrido dos veces. La primera nos vigilaban. No fue ninguna coincidencia sino parte de su esfuerzo por achacarme a mí la culpa. A un militar estadounidense. Pero hoy... no, es imposible que supieran que íbamos a hacer un viaje a la Zona Cero a las cinco de la mañana. Desde luego, no van a coordinar esta invasión para que encaje con nuestros caprichos. Dos días después de los asesinatos sigue siendo el momento de máximo caos. ¿Quién está al mando? Nadie ha restablecido la cadena de mando. ¿Qué querrá este presidente? ¿Hasta qué punto sopesará los problemas antes de actuar? El momento ideal no tiene nada que ver con nosotros.

—No me importa quién haya hecho esto —contestó Cole—. Estaban matando policías. Mataban a los uniformados. Puede que crean que están defendiendo la Constitución, pero no están defendiendo nada. Tratan de imponer su voluntad sobre gente reacia.

—Pero Cole —dijo Reuben—. ¿No lo entiendes? Cuando estás en posesión de la Verdad, todo el que se opone a ti es un ignorante o es malvado. Gobiernas sobre los ignorantes y matas o encierras a los malvados. Luego puedes hacer que el mundo funcione según tu perfecta Verdad.

—A la izquierda y a la derecha. Es lo mismo.

—La Guerra Civil inglesa —dijo Reuben—. En un bando, el derecho divino de los reyes, el patriotismo, el statu quo, los fríos caballeros de pelo largo. En el otro bando, los puritanos, guardianes de la palabra de Dios, perfeccionistas de pelo corto, siempre con una Biblia en la mano. A la mayoría de la gente no le importaban ni unos ni otros.

—Los puritanos tenían a Cromwell.

—Y por eso ganaron, temporalmente. Pero en cuanto tuvieron el poder pusieron en práctica su programa. Se acabó la Navidad, se acabaron los deportes, nada de descanso los domingos, una vida de trabajo incesante y oración. Nada de juegos, ni de teatro. Nada de luchas de osos. Ninguna herejía era tolerada, ni siquiera las pequeñas faltas a la religión. Diez años de ese régimen y la gente estuvo dispuesta a volver a los reyes... aunque simpatizaran con el catolicismo.

—Entonces estás diciendo que la gente se hartará de los excesos de cualquier grupo de perfeccionistas, sean quienes sean, y que acaban de tomar Manhattan.

—Con el tiempo. Pero eso no significa que vayan a deshacerse tan fácilmente de los puritanos. Cromwell murió sin un sucesor claro. Castro no se muere ni a tiros. Hitler y Stalin fueron demasiado implacables para ser derrotados. Pol Pot mató a todo el mundo. Cada vez que los fanáticos toman el poder es un enigma cuándo podrá uno deshacerse de ellos, al menos sin que haya antes una lucha larga y sangrienta o décadas de opresión, durante generaciones.

—Así que estás diciendo que no eres demasiado optimista acerca del futuro.

No había nada que decir a eso. Condujeron en silencio un rato por carreteras secundarias para evitar las sirenas y Cole estudiaba el mapa que Charlie O'Brien llevaba en el coche.

Reuben sabía que Cole tenía razón respecto a la contraseña de la PDA. La información que contenía su agenda electrónica podía ser la clave para descubrir dónde se habían creado las armas. Por ejemplo estaban aquellos envíos destinados al puerto de Nueva York, aparentemente para ser consignados a ultramar. Pero ¿y si habían llegado al puerto y se habían quedado allí a la espera de que llegara la orden de tomar la ciudad? El problema era que Reuben no estaba seguro de cuál era el punto de origen del cargamento. Sí,
en apariencia
procedía del puerto de Seattle. Pero ¿significaba eso que había llegado allí de ultramar o de algún otro lugar de la Costa Oeste o tal vez el papeleo se había hecho en Washington pero se había enviado desde México? No tenía ni idea.

A pesar de todo, aquella relación con Seattle era un principio. En el caso de que realmente él hubiese ayudado a enviar al este aquella partida.

Esos hijos de puta, maquinando para tomar Nueva York y usando dinero del Gobierno para pagar la invasión y agentes gubernamentales para el papeleo y los pagos.

¿Podía estar limpio Phillips? Allí estaba, en la Casa Blanca. ¡Tenía que ser quien había avisado a los terroristas!

«No, no —se dijo Reuben—. No saques conclusiones precipitadas. Si son listos (y hasta ahora han sido más listos que yo) nunca tendrían al mismo tipo trabajando en los envíos de armas y sirviendo como encargado para avisar desde dentro a los terroristas. Usarían a dos personas diferentes.»

Dos personas en la Casa Blanca traicionando lo que supuestamente era la presidencia más fanáticamente conservadora de la historia según la izquierda... o a un Gobierno endémicamente corrupto y ansioso de poder no importaba quién lo ostentara según la derecha.

¿Y quién había dentro del Pentágono? Era hora de llamar a DeeNee y averiguar si ya sabía algo.

No estaría en la oficina, naturalmente. O tal vez sí: un domingo, con un ataque sobre Nueva York, habrían llamado a todo el mundo. En todo caso tenía su móvil. Respondió a la segunda llamada.

—Espero no interrumpir nada —dijo Reuben.

—Le he dicho al predicador que haga una pausa en la oración mientras estoy al teléfono —dijo DeeNee.

—No será verdad, ¿no?

—¿Dónde estás?

—En Washington no. Si no lo sabes...

—Lo sé —dijo ella.

—¿Qué sabemos?

—Bueno, sabemos que se supone que estás arrestado cerca del túnel Holland —contestó ella—, y aquí tengo a un tipo diciéndome que no diga esto.

Al parecer le quitaron el teléfono de las manos mientras decía estas últimas palabras. Se puso un hombre.

—¿Es consciente de lo culpable que parece?

Reuben reconoció la voz de uno de sus superiores.

—Estaba en Nueva York visitando la Zona Cero —dijo Reuben—. Uno de esos monstruos con patas empezó a dispararme. Algunos policías y yo logramos abatir al mamón y miramos en su interior. Luego saqué a una docena de polis de la ciudad y ayudé a asegurar el extremo de Jersey del túnel Holland. Allí saqué a un soldado medio vivo de uno de los mecas para interrogarlo más tarde. También tomé el blindaje corporal y los componentes electrónicos de uno de sus soldados. ¿Y ustedes quieren arrestarme
a mí
por algo que saben perfectamente bien que he intentado
impedir?

Hubo un breve silencio.

—Demonios, Malich, no quiero arrestarlo, pero ésas son las órdenes que han llegado.

—¿De dónde? —dijo Reuben—. ¿No se le ocurre que la misma gente que entregó mis planes a los terroristas podría ser la que ha ordenado mi arresto?

—Mayor Malich, sabe usted tan bien como yo que es posible ser un héroe y un traidor. Benedict Arnold lo fue.

—No en un solo día —respondió Reuben. Cortó la comunicación.

—Probablemente has hablado demasiado —dijo Cole.

—Ya saben que estoy en Jersey.

—Yo tiraría ese teléfono.

—¿Y perder todos los números que guardo en la memoria?—Reuben lo arrojó por la ventana—. Esto me está costando caro. Ojalá tuviera el presupuesto que han tenido ellos para construir los mecas.

—Creía que eran monstruos con patas.

—Una cosa es la marca y lo otro el genérico. Como Coca-Cola y refresco de cola.

—O heroína y caballo. Me he dado cuenta de que has ido de llanero solitario. Yo esto, yo lo otro.

—Intentaba no implicarte.

—Sí, como si los polis fueran a olvidar que había dos tipos del Ejército ayudándolos.

—No soporto compartir el mérito —dijo Reuben—. Chínchate.

Reuben continuó hacia casa de tía Margaret aproximándose desde el norte y aparcó el coche a dos calles de distancia.

—¿Llevas tus armas encima? —le preguntó a Cole.

—No voy a hacer ni un pis sin mis armas, señor.

—Pues ten cuidado, no te equivoques al tirar de la anilla.

—Lo recordaré, señor. —Cole bajó del coche.

Reuben continuó hacia la casa.

No había nadie delante, ninguna furgoneta de noticias, ningún coche de policía, ningún vehículo militar, ningún coche negro sin identificación con tipos vestidos con chaqueta y corbata.

Así que tal vez los que iban a por él no eran perfectos.

O a lo mejor no era para ellos un objetivo prioritario en comparación con, por ejemplo, conquistar Nueva York.

Cuando entró en la casa, Cessy lo recibió con un abrazo. Había llorado.

—¿Dónde has estado?

—Creo que no vamos a poder ir a misa esta mañana —respondió él.

—Has estado allí, ¿verdad? Tú y Coleman, tuvisteis que ir a la ciudad, ¿no?

—No sabíamos que era día de invasión —dijo Reuben—. Pero hemos salido vivos. Ahora tenemos que salir de aquí. Saben que estamos en Jersey y no tienen que ser unos genios para que se les ocurra repasar los nombres de nuestros familiares conocidos.

—¿Quién te persigue?

—No lo sé. Hay contra mí una orden de arresto del Pentágono. Pero no sé si los responsables son los buenos, engañados por las pruebas falsas contra mí, o los malos, que quieren una excusa para ponerme las manos encima y cerrarme la boca de una vez por todas. ¿Dónde están los niños?

—Los mandé a sus habitaciones. Mark y Nick están entreteniendo a las niñas y a J. P.

Tía Margaret entró, agitando unas llaves.

—Coged mi PT Cruiser.

—No cabremos todos —dijo Reuben.

—No vais a llevaros a los niños —contestó Margaret—. No seas loco. Hay gente disparando, ahí fuera. Tengo una casita bonita en una pequeña ciudad muy mona. Pero vosotros dos sois muy listos. Tenéis que separaros de los niños para mantenerlos a salvo.

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