Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva (13 page)

BOOK: Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva
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La única modificación real que un amigo le convenció de hacer fue reforzar las costuras.

Ford se agarraba a las costuras como un loco. Seguían bajando, pero a menos velocidad.

—¡Arriba, Colin!— gritó.

Nada.

—¡Te llamas Colin! ¡Así que cuando yo diga «Arriba, Colin», quiero que tú, Colin, empieces a subir! ¿De acuerdo? ¡Arriba, Colin!

Nada. O mejor dicho, una especie de amortiguado gruñido de Colin. Ford estaba muy inquieto. Ahora descendían muy despacio, pero a Ford le inquietaba mucho el tipo de gente que se estaba congregando en el suelo. Los simpáticos habitantes del lugar se estaban dispersando y, de lo que normalmente suele llamarse la nada, parecían surgir unos tipos fuertes, corpulentos, de cuello de toro y cara de babosa armados con lanzacohetes. La nada, como muy bien saben todos los viajeros galácticos experimentados, está en realidad sumamente cargada de problemas multidimensionales.

—¡Arriba!— volvió a gritar Ford—. ¡Arriba, Colin, arriba!

Colin hacía fuerza y gruñía. Se encontraban más o menos parados en el aire. Ford sintió que se le rompían los dedos.

—¡Arriba!

Siguieron inmóviles.

—¡Arriba, arriba, arriba!

Una babosa se estaba preparando para lanzarle un cohete. Ford no podía creerlo. Estaba colgado de una toalla en el aire y una babosa se disponía a dispararle un cohete. No se le ocurrían más cosas que hacer y empezaba a preocuparse seriamente.

Era una de esas situaciones delicadas en que solía acudir a la Guía en busca de consejo, por fácil o exasperante que fuese, pero no era el momento de meter la mano en el bolsillo. Además, la Guía ya no parecía ser un amigo y aliado, sino una fuente de peligros. Estaba suspendido en el aire junto las oficinas de la Guía, por amor de Zark, a punto de perder la vida a manos de sus actuales propietarios. ¿Qué había pasado con los sueños que vagamente recordaba haber tenido en el Atolón Bwenelli? No debieron abandonarlos. Tenían que haberse quedado allí. En la playa. Amando a mujeres buenas. Viviendo de la pesca. En cuanto se pusieron a colgar pianos de cola sobre la piscina de monstruos marinos del patio interior, debió comprender que algo no iba bien. Empezó a sentirse completamente incapaz y desdichado. Los dedos agarrotados le ardían de dolor. Y el tobillo le seguía doliendo.

Ay, tobillo, gracias, pensó amargamente. Gracias por recordarme tus problemas en este momento. Espero que te des un buen baño de pies que te haga sentirte mucho mejor, ¿verdad? ¿O te conformarías con que me...?

Se le ocurrió una idea.

La babosa blindada se llevó el lanzacohetes al hombro. Presumiblemente, el cohete estaba concebido para acertar a cualquier cosa que se cruzase en su camino.

Ford trató de no sudar, notaba que se le escurrían los dedos de las costuras de la toalla. Con la punta del pie bueno golpeó el talón del otro zapato, empujándolo hacia fuera.

—¡Sube, maldita sea!— murmuró en tono desesperado a Colin, que se esforzaba alegremente por subir pero no lo conseguía. Ford siguió apalancando en el talón del zapato.

Intentó calcular el momento preciso, pero no tenía sentido. Había que hacerlo, y se acabó. Sólo tenía una oportunidad, nada más. Ya se había sacado el talón del zapato. Sintió alivio en el tobillo torcido. Vaya, qué bien, ¿no?

Con el otro pie dio una patada al talón del zapato. Se le soltó del pie y cayó por el aire. Medio segundo después un cohete salió disparado por el cañón del lanzador, encontró el zapato en su camino, se dirigió derecho hacia él y estalló con la gran satisfacción del deber cumplido.

Eso ocurría a unos cinco metros del suelo.

La onda expansivo se dirigió hacia abajo. Donde medio segundo antes había estado una patrulla de directivos de Empresas Dimensinfín armados de lanzacohetes en medio de una elegante plaza con pulidas baldosas procedentes de las antiguas canteras de alabastro de Zentalquabula, ahora había un pequeño cráter lleno de repulsivos pedacitos.

Una gran oleada de aire caliente brotó del cráter, lanzando violentamente a Ford y Colin por los aires. Ford luchó desesperada y ciegamente por sujetarse, pero no lo consiguió. Giró inútilmente describiendo una parábola y, cuando llegó al punto más alto, hizo una pausa y empezó a caer de nuevo. Cayó y cayó y de pronto chocó malamente con Colin, que seguía subiendo.

Se aferró desesperadamente al pequeño robot esférico. Colin se desvió bruscamente hacia la fachada de la torre de oficinas, tratando encantado de dominarse y aminorar la marcha.

El mundo giró desagradablemente en torno a la cabeza de Ford mientras ambos daban vueltas y se retorcían el uno sobre el otro y entonces, de forma igualmente nauseabunda, todo se detuvo de pronto.

Ford, aturdido, se encontró depositado en el alféizar de una ventana.

Vio caer la toalla, extendió la mano y la cogió.

Colin se mecía en el aire a unos centímetros de distancia.

Aturdido, magullado, sangrando y sin aliento, Ford miró a su alrededor. El alféizar en donde estaba encaramado de forma precaria sólo tenía treinta centímetros de ancho, y estaba a trece pisos de altura.

Trece.

Sabía que estaban a trece pisos de altura porque las ventanas eran de cristales oscuros. Tenía un enfado tremendo. Había comprado aquellos zapatos a un precio ridículo en una tienda del Lower West Side de Nueva York. A consecuencia de ello, había escrito un artículo entero sobre las alegrías que proporciona el buen calzado, todo lo cual se había ido al garete en el naufragio del «Fundamentalmente inofensiva». Todo a hacer puñetas.

Y ahora había perdido uno de esos zapatos. Echó atrás la cabeza y miró al cielo.

No habría sido una tragedia tan siniestra si aquel planeta no hubiese sido demolido, en cuyo caso podría haberse comprado otro par.

Claro que, dada la infinita extensión oblicua de la probabilidad, había una multiplicidad casi infinita de planetas Tierra. pero, bien pensado, un buen par de zapatos no era al que sé pudiese sustituir vagando a tontas y a locas por el espacio-tiempo multidimensional.

Suspiró.

Vaya, mejor sería que lo tomara por el lado bueno. Al menos le había salvado la vida. De momento.

Estaba encaramado a un alféizar de treinta centímetros de ancho en la fachada de un edificio, y no estaba del todo seguro de que eso valiese un buen zapato.

Miró aturdido por los oscuros cristales.

Estaba tan negro y silencioso como una tumba.

No. Qué idea tan ridícula. Había asistido a fiestas magnificas en algunas tumbas.

¿Percibía algún movimiento? No estaba seguro. Parecía distinguir una especie de extraña sombra aleteante. A lo mejor sólo era sangre que le corría por las pestañas. Se la limpió por si acaso. Vaya, cómo le encantaría tener una granja en alguna parte y criar ovejas. Volvió a atisbar por la ventana, tratando de distinguir la sombra, pero le daba la impresión, tan corriente en el universo de hoy, de que sufría una especie de ilusión óptica y de que sus ojos le estaban gastando auténticas putadas.

¿Había un pájaro allí dentro? ¿Era eso lo que escondían en un piso clausurado detrás de cristales oscuros a prueba de cohetes? ¿La pajarera de alguien? Desde luego, allí había algo que movía las alas, pero más que un pájaro parecía un agujero en forma de pájaro.

Cerró los ojos, cosa que quería hacer desde hacía rato. No sabía qué coño hacer. ¿Saltar? ¿Trepar? No creía que hubiese medio de entrar por las buenas. De acuerdo, el cristal supuestamente a prueba de cohetes no había resistido como debía al recibir un impacto real, pero se trataba de un cohete disparado a corta distancia y desde dentro, cosa que probablemente no habían pensado los ingenieros que lo concibieron. Eso no suponía que pudiese romperlo envolviéndose la mano en la toalla y dando un puñetazo. Qué coño, lo intentó de todas formas y se hizo daño en la mano. Y gracias a que no pudo dar mucho impulso desde donde estaba, pues entonces podría haberse hecho mucho más daño. Al reconstruir el edificio de arriba abajo tras el ataque de Ranastro, le pusieron sólidos refuerzos y, aunque eran las oficinas mejor blindadas del mundo editorial, Ford pensaba que siempre habría algún fallo en cualquier sistema ideado por un comité empresarial. Ya había encontrado uno. Los ingenieros que proyectaron las ventanas no habían contado con que disparasen un cohete a corta distancia y desde dentro, de modo que los cristales habían fallado.

De manera que habría que pensar en algo que los ingenieros no esperasen de una persona sentada en el alféizar.

Se estrujó el cerebro un momento hasta que se le ocurrió.

Lo que no esperaban era que estuviese allí sentado. Sólo un completo imbécil haría eso, así que ya partía con ventaja. Un error corriente que suelen cometer los diseñadores de cualquier cosa a prueba de tontos, es subestimar el ingenio de un tonto de remate.

Sacó del bolsillo su tarjeta de crédito recién adquirida, la introdujo en una grieta entre el cristal y el marco, e hizo algo que un cohete no hubiera podido hacer. La removió un poco. Notó que se deslizaba un pestillo. Abrió la ventana corriéndola hacia un lado y, a causa de la carcajada que soltó, a punto estuvo de caerse del alféizar. Dio las gracias al sistema de la Gran Ventilación y Disturbios Telefónicos de SrDt 3454.

Al principio, la Gran Ventilación y Disturbios Telefónicos de SrDt 3454 era sólo un dispositivo lleno de aire caliente. Ése era precisamente el problema que la ventilación debía solventar, y en general lo había resuelto medianamente bien hasta que se inventó el aire acondicionado, que lo solucionaba con muchas más vibraciones.

Lo que estaba muy bien siempre que se aguantara el ruido y el goteo. Luego apareció otra cosa aún más atractiva y elegante que el aire acondicionado, que se denominó Control Climático de Construcción.

Eso sí que era estupendo.

Las principales diferencias con el aire acondicionado corriente consistían en su precio asombrosamente inferior, y suponía una enorme cantidad de complejos cálculos y aparatos de regulación que, a cada momento, averiguaban mejor que nadie qué clase de aire quería respirar la gente.

También suponía que, para tener la seguridad de que nadie estropeara los complejos cálculos que el sistema hacía en su beneficio, todas las ventanas del edificio estaban cerradas a cal y canto desde el momento de la construcción. Eso es cierto.

Mientras se instalaban los sistemas, mucha gente que trabajaba en los edificios mantenía con los operarios del sistema Respir-O-Ingenio el siguiente tipo de conversaciones:

—Pero ¿qué pasa si queremos abrir las ventanas?

—Con el nuevo Respir-O-Ingenio no tendrán por qué abrirlas.

—Sí, pero supongan que simplemente queremos abrirlas un poquito.

—No tendrán por qué abrirlas ni siquiera un poco. El nuevo sistema Respir-O-Ingenio ya se encargará de eso.

—Hummm.

—¡Que disfruten del Respir-O-lngenio!

—Muy bien, ¿y si el Respir-O-Ingenio se estropea, funciona mal o algo así?

—¡Ah! Una de las características más ingeniosas del Respir-O-Ingenio consiste en que es imposible que funcione mal. Así que ninguna preocupación por ese lado. Disfruten de su respiración y que lo pasen bien.

(Por supuesto, a consecuencia de la Gran Ventilación y Disturbios Telefónicos de SrDt 3454, todos los instrumentos mecánicos, eléctricos, mecánico-cuánticos, hidráulicos, o incluso de aire, vapor o pistones, han de llevar ahora una leyenda grabada en alguna parte. Por pequeño que sea el objeto, los diseñadores han de encontrar el modo de comprimir la leyenda en algún sitio, porque no va destinada necesariamente a la atención del usuario, sino a la suya.

La leyenda dice lo siguiente:

«La principal diferencia entre un objeto que puede funcionar mal y un objeto que no puede estropearse, es que cuando un objeto que no puede funcionar mal se estropea, normalmente resulta imposible repararlo.»

Fuertes oleadas de calor empezaron a coincidir, con una precisión casi mágica, con fallos importantes del sistema Respir-O-Ingenio. Al principio eso simplemente causó un acceso de rabia contenida y algunas muertes por asfixia.

El verdadero horror surgió el día que ocurrieron tres hechos a la vez. El primer acontecimiento fue una declaración formulada por el Respir-O-Ingenio en la que anunciaba que sus sistemas daban mejores resultados en climas templados.

El segundo, la paralización del sistema Respir-O-Ingenio en un día especialmente húmedo y caluroso, con la consiguiente evacuación de muchos centenares de miembros del personal, que al salir a la calle se encontraron con el tercer acontecimiento: una alborotada turba de operadores del servicio interurbano de teléfonos, tan hartos de repetir a todas las horas del día «Gracias por utilizar la BS&S» a cualquier imbécil que descolgaba un teléfono, que acabaron por salir a la calle con cubos de basura, megáfonos y rifles.

Durante las jornadas siguientes a la matanza, todas las ventanas de la ciudad, ya fuesen o no a prueba de cohetes, fueron destrozadas al grito de: «¡Cuelga, gilipollas! Me importa un pito el número que quieras. ¡Métete un cohete por el culo! ¡Yijáaa! ¡ju, ju, ¡u! ¡Bluum! ¡Graj, graj!». Aparte de toda una variedad de ruidos animales que no tenían oportunidad de practicar en sus diarias actividades laborales.

El resultado fue que a los operadores se les concedió el derecho a decir «¡Utilice BS&S y muérase!» al menos una vez por hora cuando contestaban al teléfono, y todas las oficinas debían tener ventanas que pudiesen abrirse, aunque sólo fuese un poquito.

Otra consecuencia inesperada fue un descenso espectacular del índice de suicidios. Toda clase de directivos en ascenso o víctimas del estrés que durante los oscuros tiempos de la tiranía del Respir-O-Ingenio se veían obligados a tirarse al tren o darse una puñalada, ahora podían encaramarse simplemente a sus propias ventanas y saltar al vacío cuando les diera la gana. Pero solía pasar que en el momento en que tenían que mirar alrededor y armarse de valor descubrían de pronto que lo único que verdaderamente les hacía falta era respirar aire fresco, una nueva perspectiva de las cosas y quizá también una granja donde criar unas cuantas ovejas.

Otro resultado absolutamente imprevisto fue que Ford Prefect, encaramado al decimotercer piso de un edificio pesadamente blindado y sin más armas que una toalla y una tarjeta de crédito, pudo ponerse a salvo pasando a través de una ventana supuestamente a prueba de cohetes.

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