Read Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva Online
Authors: Douglas Adams
Muy tétrico. Y el siguiente.
Ah... Aquél sí parecía mejor.
Era un mundo llamado Bartledán. Tenía oxígeno. Colinas verdes. incluso renombre, según parecía, por su cultura literaria. Pero lo que más despertó su interés fue la fotografía de un grupo de barteldanos en la plaza de un pueblo que sonreían agradablemente a la cámara.
—¡Ah!— exclamó, tendiendo la fotografía a la extraña criatura de detrás del mostrador.
Sus ojos se proyectaron hacia adelante sobre unos pedúnculos y recorrieron el papel de arriba abajo, untándolo todo con un rastro de baba.
—Sí— comentó con desprecio—. Tienen exactamente el mismo aspecto que usted.
Arthur viajó a Barteldán y, con el dinero que le habían dado por la venta de saliva y recortes de uñas de los pies en un banco de DNA, compró una habitación en el pueblo retratado en la fotografía. Era muy agradable. El aire era suave. La gente tenía su mismo aspecto y no parecía importarle su presencia. No le atacaron con nada. Se compró ropa y un armario para guardarla.
Ya tenía una vida. Ahora tenía que encontrarle un sentido.
Al principio trató de sentarse a leer. Pero la literatura de Barteldán, aunque famosa en todo aquel sector de la Galaxia por su gracia y sutileza, no parecía capaz de mantener su interés. El problema era que no versaba efectivamente sobre los seres humanos. Ni sobre lo que querían los seres humanos. Los barteldanos se parecían considerablemente a los seres humanos, pero cuando se les decía «Buenas tardes» tendían a mirar alrededor con cierto aire de sorpresa, olfateaban el aire y contestaban que sí, seguramente hacía buena tarde, ahora que Arthur lo decía.
—No, lo que quiero es desearle que pase usted una buena tarde— decía Arthur o, mejor dicho, solía decir. Pronto empezó a evitar esas conversaciones. Y añadía— : Quiero decir que espero que pase usted una buena tarde.
Más perplejidad.
—¿Desear?— preguntaba al fin el barteldano, desconcertado y cortés.
—Pues sí— decía entonces Arthur—. Sólo expreso la esperanza de que...
—¿Esperanza?
—Sí.
—¿Qué es esperanza?
Buena pregunta, pensaba Arthur, retirándose a su habitación a pensar sobre las cosas de la vida.
Por una parte, no tenía más remedio que reconocer y respetar lo que aprendía de la concepción del universo que tenían los bateldanos, que consistía en que el universo era lo que era, O lo tomas o lo dejas. Por otro lado no podía dejar de pensar que el no querer nada, ni siquiera desear o esperar, era simplemente antinatural.
Natural. Esa era un palabra engañosa.
Tiempo atrás había comprendido que muchas de las cosas que él consideraba naturales, como comprar regalos de Navidad, detenerse ante un semáforo en rojo o caer a razón de diez metros por segundo, no eran más que hábitos de su propio mundo y no significaban necesariamente lo mismo en cualquier otro sitio; pero no desear, eso no podía ser natural, ¿verdad? Sería igual que no respirar.
Respirar era otra cosa que tampoco hacían los barteldanos, pese al oxígeno de su atmósfera. Simplemente estaban ahí. De vez en cuando echaban alguna carrera y jugaban al tenis y a otras cosas (aunque sin deseo de ganar, claro; sólo jugaban y, quien ganara, había ganado), pero en realidad nunca respiraban. Por lo que fuese, era innecesario. Arthur aprendió en seguida que jugar al tenis con ellos resultaba demasiado inquietante. Aunque tenían aspecto humano, se movían y hablaban como personas, no respiraban y no experimentaban deseo alguno.
Por otro lado, respirar y desear era casi todo lo que Arthur hacía a lo largo del día. A veces deseaba cosas con tal intensidad que respiraba con agitación y tenía que tumbarse un rato. Solo. En su pequeña habitación. Tan lejos del mundo donde había nacido que su cerebro ni siquiera podía realizar las necesarias operaciones de cálculo sin quedarse completamente agotado.
Mejor no pensarlo. Prefería sentarse a leer; o lo hubiese preferido en caso de que hubiera habido algo que mereciese la pena leer. Pero en las historias barteldanas nadie quería nunca nada. Ni siquiera un vaso de agua. Si tenían sed iban a buscarlo, desde luego, pero si no estaba a su alcance no volvían a pensar en ello. Acababa de leer un libro entero donde el protagonista, tras realizar diversas actividades a lo largo de una semana, corno trabajar en el jardín, jugar bastantes partidos de tenis, ayudar a reparar una carretera y hacer un hijo a su mujer, moría inesperadamente de sed justo antes del último capítulo. Irritado, había hojeado el libro hacia atrás y al final encontró una referencia de pasada a cierto problema de fontanería en el capítulo segundo. Eso era todo. Así que aquel tipo se moría. Suele pasar.
Eso ni siquiera era el punto culminante del libro, porque no lo había. El personaje moría hacia la tercera parte del penúltimo capítulo, y el resto de la narración versaba de nuevo sobre la reparación de carreteras. La novela simplemente se caía muerta a la palabra número cien mil, porque ésa era la extensión de los libros en Bartledán.
Arthur arrojó el libro al otro extremo del cuarto, vendió la habitación y se marchó. Se puso a viajar con desordenado abandono, dedicándose cada vez más al trueque de saliva, uñas de pies y manos, sangre, pelo y cualquier otra cosa que le pidieran, por viajes. Descubrió que por semen podría viajar en primera clase. No se instalaba en parte alguna, sólo existía en el mundo hermético y crepuscular de las cabinas de naves hiperespaciales, comiendo, bebiendo, durmiendo, viendo películas, parando únicamente en los puertos a donar más DNA y tomar la siguiente nave de largo recorrido. Sin dejar de esperar que le ocurriese otro accidente.
Cuando se intenta que ocurra el accidente que conviene, el problema es que no sucede. Ése no es el sentido de «accidente». El que finalmente ocurrió no era el que Arthur andaba buscando. La nave en que viajaba empezó a emitir señales luminosas en el hiperespacio, fluctuó horriblemente entre noventa y siete puntos diferentes de la Galaxia al mismo tiempo, recibió el inesperado tirón del campo gravitatorio de uno de ellos, que correspondía a un planeta inexplorado, quedó atrapada en su atmósfera exterior y, con un silbido y a toda velocidad, empezó a precipitarse por ella.
Los sistemas de la nave protestaron durante toda la caída, anunciando que la normalidad era absoluta y todo marchaba perfectamente, pero cuando dio una última y turbulenta pirueta arrancando bárbaramente casi un kilómetro de árboles para acabar estallando en una desbordante bola de fuego, quedó claro que no era así.
Las llamas engulleron el bosque, se mantuvieron hasta bien entrada la noche y entonces, como obliga la ley a los fuegos imprevistos de determinado tamaño, se apagaron por completo. Otros fuegos pequeños siguieron estallando poco después cuando algunos restos de la nave explotaron calladamente en sitios desperdigados. Luego se apagaron a su vez.
Debido al puro aburrimiento de interminables viajes interplanetarios, Arthur Dent era el único de a bordo que conocía verdaderamente los procedimientos de seguridad de la nave en caso de aterrizajes inesperados, y en consecuencia fue el único superviviente. Aturdido, herido y maltrecho, yacía en una envoltura esponjosa de plástico rosa enteramente estampada con la leyenda de «Usted lo pase bien» escrita en unas trescientas lenguas.
Negros y estrepitosos silencios le inundaban de náuseas la mente destrozada. Con una especie de resignada certidumbre sabía que no iba a morir, porque aún no había llegado a Stavrómula Beta.
Tras lo que pareció una eternidad de dolor y oscuridad, notó que unas figuras silenciosas se movían a su alrededor.
Ford se desplomó por el aire entre una nube de esquinas de cristal y trozos de silla. No había pensado bien las cosas, otra vez, limitándose a improvisar y ganar tiempo. En momentos de crisis importantes, con frecuencia le había resultado provechoso el pasar rápidamente revista a su vida. Le daba la oportunidad de reflexionar, de ver las cosas con cierta perspectiva, y a veces le brindaba una pista fundamental sobre qué hacer a continuación.
El suelo ascendía a su encuentro a una velocidad de diez metros por segundo, pero pensó abordar ese problema cuando llegara a él. Cada cosa a su tiempo.
Ah, ahí estaba. Su niñez. Era una parte monótona, ya la había repasado antes. Las imágenes se sucedieron con rapidez. Época aburrida en Betelgeuse Cinco. Zaphod Beeblebrox de niño. Sí, sabía todo aquello. Deseó tener un mando de rebobinado rápido en el cerebro. La fiesta de su séptimo cumpleaños, cuando le regalaron su primera toalla. Vamos, vamos.
Iba dando vueltas y retorciéndose al caer, y a aquella altura el aire le estremecía los pulmones de frío. Trató de no inhalar cristales.
Los primeros viajes a otros planetas. ¡Oh, por amor de Zark, aquello era como un documental antes de la película! Los primeros tiempos de su trabajo en la Guía.
¡Ah!
Aquéllos sí eran buenos tiempos. Trabajaban frente a una cabaña en el Atolón Bwenelli de Fanalla, antes de la invasión de riktanaralos y los danquedos. Media docena de tíos, unas toallas, un puñado de aparatos informáticos de gran complejidad y, lo más importante, muchos sueños. No, lo más importante era el ron fanallano. Para ser absolutamente precisos, el aguardiente OI Janx era lo más importante, luego el ron fanallano, y también algunas playas del Atolón que frecuentaban las chicas de por allí, pero los sueños también eran importantes. ¿Qué había pasado con ellos?
En realidad no recordaba muy bien en qué consistían, pero entonces tenían una enorme importancia. Desde luego no incluían aquella gigantesca torre de oficinas por cuyo costado estaba cayendo ahora. Todo eso había empezado cuando algunos miembros del equipo original quisieron sentar la cabeza y se volvieron ambiciosos mientras él y otros se quedaban sobre el terreno, investigando, haciendo autoestop, alejándose cada vez más de la pesadilla empresarial en que inevitablemente se había convertido la Guía y de la monstruosidad arquitectónica que había terminado ocupando. ¿Qué pintaban los sueños en todo eso? Pensó en los abogados de la empresa, que ocupaban la mitad del edificio, los «agentes» de los niveles inferiores, los redactores jefe y sus secretarias, los abogados de sus secretarias, las secretarias de los abogados de sus secretarias y, lo peor de todo, los contables y el departamento comercial.
Casi deseó seguir cayendo. Y hacerles a todos el signo de la victoria.
Ahora pasaba por el piso decimoséptimo, donde estaba el departamento comercial. Un montón de borrachuzos que discutían sobre el color que debía darse a la Guía, haciendo gala de su talento infinitamente infalible para ver las cosas muy fáciles después de pasadas. Si alguno de ellos se hubiera asomado a la ventana en aquel momento, se habría alarmado al ver a Ford Prefect caer frente a ellos hacia una muerte segura mientras le hacía rápidamente el signo de la victoria.
Piso dieciséis. Subredactores jefe. Mamones. ¿Qué pasaba con el original que le habían cortado? Quince años de investigaciones que había acumulado yendo de un planeta a otro y se lo dejaban reducido a dos palabras: «Fundamentalmente inofensiva.» Signos de la victoria para ellos también.
Piso quince. Administración logística, a saber qué sería eso. Todos tenían coches grandes. De eso se trataba, pensó.
Piso catorce. Personal. Tenía la muy astuta sospecha de que eran ellos quienes habían tramado sus quince años de exilio mientras la Guía se transformaba en aquel monolito empresarial (o mejor dicho, en un duolito, no había que olvidar a los abogados).
Piso trece. Investigación y desarrollo.
Un momento.
Piso trece,
Tenía que pensar bastante rápido, pues la situación se estaba volviendo un tanto apremiante.
De pronto recordó el panel de pisos del ascensor. No tenía piso trece. No le había dado importancia porque, después de pasar quince años en la Tierra, planeta bastante atrasado y supersticioso con el número trece, estaba acostumbrado a estar en edificios que no tenían piso trece. Pero ahí no había razón.
Las ventanas del piso trece, según observó en el instante en que pasó rápidamente frente a ellas, tenían cristales oscuros.
¿Qué estaba pasando allí? Empezó a recordar todo lo que había dicho Harl. Una sola Guía, nueva y multidimensional, difundida en un número infinito de universos. De la forma en que lo había explicado Harl, parecía un absoluto disparate ideado por el departamento comercial con el apoyo de los contables. Si consistía en algo más serio, entonces era una idea descabellada y muy peligrosa. Había algo de verdad en ello. ¿Qué ocurría tras las oscuras ventanas del clausurado piso trece?
Ford sintió una creciente punzada de curiosidad, seguida de una creciente punzada de pánico. Ésa era su lista completa de sensaciones ascendentes. En todos los demás aspectos, seguía cayendo a toda velocidad. Tendría que empezar realmente a pensar en cómo iba a salir vivo de aquella situación.
Miró hacia abajo. A unos cien metros de sus pies empezaba a congregarse gente. Algunos miraban expectantes hacia arriba. Dejándole sitio. Suspendían la maravillosa y enteramente necia Busca del Wocket.
Lamentaría decepcionarlos, pero no se había dado cuenta hasta entonces de que a unos setenta centímetros debajo de él tenía a Colin, que iba feliz y contento, meciéndose a la espera de que decidiese qué hacer.
—¡Colin!— gritó Ford.
Colin no respondió. Ford se quedó helado. Entonces recordó de pronto que no le había dicho que se llamaba Colin.
—¡Ven aquí!
Colin se puso a su altura con una breve sacudida. Disfrutaba inmensamente del viaje en picado, y esperaba que a Ford también le gustase.
Su mundo se tornó inesperadamente negro cuando la toalla de Ford lo envolvió de pronto. Se sentía muchísimo más pesado. Le encantaba y emocionaba el desafío que Ford le había presentado. Sólo estaba un tanto inseguro de si podría afrontarlo, nada más.
La toalla formaba un cabestrillo sobre Colin. Ford iba colgando de la toalla, agarrado a las puntas. Otros autoestopistas consideraban conveniente modificar las toallas de extraña manera, entretejiéndolas de toda clase de herramientas y cosas prácticas, incluso equipos informáticos. Ford era un purista. Le gustaba que las cosas no perdieran la sencillez. Llevaba una toalla normal y corriente, de una de tantas tiendas de artículos domésticos. Incluso conservaba el dibujo de flores azul y rosa pese a sus repetidos intentos de decolorarla y lavarla a la piedra. Llevaba entretejidos un par de alambres, un lápiz flexible y ciertas sustancias nutritivas embebidas en una de las puntas del tejido para que le resultara fácil chupetearlas en caso de emergencia, pero por lo demás era una toalla sencilla con la que uno se podía secar la cara.