También hay quienes, hoy en día, emplean la expresión “psicópatas exitosos” para referirse a quienes confiesan abiertamente haber participado en robos, tráfico de drogas, crímenes violentos y similares sin haber sido acusados ni condenados por ello. En cualquiera de los casos, sin embargo, su criminalidad, combinada con su pauta clásica de encanto y desenvoltura superficiales, mentira patológica y un largo historial de impulsividad, les hace acreedores perfectos al estatus de psicopatía. Según esta teoría, estos psicópatas son “exitosos” porque, aunque presentan las mismas tendencias que sus congéneres, reaccionan con más ansiedad ante la expectativa del miedo, lo que les lleva a ser más cautelosos y, en consecuencia, menos proclives a acabar en prisión.
Esta insensibilidad y frialdad suele aparecer a una edad muy temprana, ya que la ternura parece completamente ajena al mundo interno de los psicópatas. Cuando un niño ve a otro enojado, asustado o triste se siente mal, lo que le lleva a tratar de ayudarle para que se sienta mejor. Pero éste es un rasgo completamente ajeno a la infancia del psicópata que, siendo niño, no suele percibir el sufrimiento emocional de los demás y, en consecuencia, no pone freno a la maldad ni a la crueldad. Es por ello que torturar animales constituye un precursor de la psicopatía adulta. Otros rasgos que presagian este tipo de conducta son el acoso escolar, la conducta intimidatoria, las peleas, el sexo forzado, provocar fuego y una amplia diversidad de delitos contra la propiedad y las personas.
No es infrecuente que, cuando consideramos a los demás como un mero objeto, acabemos maltratándolos y abusando de ellos. Esta insensibilidad alcanza su cúspide en el caso de los psicópatas criminales, como los asesinos en serie o los corruptores de menores, cuya frialdad refleja su falta de empatía y su profunda incapacidad para experimentar el malestar de sus víctimas. No es de extrañar, teniendo en cuenta todo lo dicho, que cierto violador en serie encarcelado se refiriese al terror que provocaba en sus víctimas diciendo: «Realmente no lo entiendo. Yo también estaba asustado y no disfrutaba de la situación».
El estímulo moral
En los últimos minutos de un reñido partido que debía decidir el equipo que pasaría a la siguiente fase de la liga universitaria, John Caney, entrenador del equipo de baloncesto de la Temple University, apeló a medidas desesperadas.
Chaney sacó entonces a la cancha a un gigante de casi dos metros y ciento trece kilos de peso con la intención de que hiciese todas las faltas necesarias sin importar que, de ese modo, lesionase a los jugadores del equipo contrario. Pero una de esas faltas envió al hospital con un brazo roto a uno de sus contrincantes con una lesión que le mantendría en el banquillo durante el resto de la temporada.
Entonces fue cuando Chaney se expulsó a sí mismo. Luego llamó por teléfono al jugador lesionado y a sus padres para disculparse y se ofreció a pagar la factura del hospital. Como dijo el mismo Chaney a un periodista: «Me siento muy mal. La verdad es que estoy muy arrepentido por lo que he hecho».
Este arrepentimiento ilustra claramente la distinción esencial existente entre los integrantes de la tríada oscura y otras personas que incurren en actos censurables. El remordimiento y la vergüenza —y sus primos hermanos la vergüenza, la culpabilidad y el orgullo— son emociones “sociales” o “morales”. algo que los integrantes de la tríada oscura sólo experimentan —si es que lo hacen— de manera muy amortiguada.
Las emociones sociales presuponen la presencia de la empatía que nos permite sentir el modo en que los demás experimentan nuestra conducta. En este sentido, cumplen con una función de policía interna que garantiza la armonía interpersonal al asegurarse de que lo que decimos y hacemos no transgrede las normas de lo que resulta apropiado a una determinada situación. Hay que decir que incluimos al orgullo entre las emociones sociales porque nos alienta a hacer cosas que los demás valoran, mientras que la vergüenza y la culpabilidad, por el contrario, nos mantienen a raya sirviendo como una especie de castigo interno por haber transgredido las normas sociales.
La vergüenza, obviamente, aparece cuando violamos una convención social, ya sea por no mantener la distancia necesaria, por mostrarnos descorteses o por decir o hacer algo “inadecuado”. De ahí el remordimiento que experimentó cierta persona cuando se enteró de que el hombre al que acababa de conocer y ante el que había criticado implacablemente la actuación de cierta actriz era su esposo.
Las emociones sociales también pueden servir como un correctivo de estos errores. Cuando alguien advierte la emergencia de signos de vergüenza como el sonrojo, por ejemplo, los demás pueden darse cuenta de que el otro se siente mal y pueden pedir perdón o corregir el error. Como ha descubierto cierto estudio, las personas parecen perdonar más fácilmente a quienes se sienten avergonzados por haber derribado sin querer un expositor de un supermercado que a quienes se muestran indiferentes.
El fundamento cerebral de las emociones sociales ha sido estudiado en pacientes neurológicos propensos a incurrir en errores tales como meter la pata, hacer revelaciones inapropiadas sobre uno mismo y otras transgresiones de las normas que rigen las relaciones interpersonales. En este sentido, son ya proverbiales, por, ejemplo, la imprudencia y las meteduras de pata de quienes presentan lesiones en el área orbitofrontal. Algunos neurólogos han esbozado la hipótesis de que estos pacientes han perdido la capacidad de la visión mental y que, por ese mismo motivo, son incapaces de colegir lo que los demás piensan sobre ellos; otros sugieren que son incapaces de registrar señales de desaprobación o desaliento y, en consecuencia, no se dan cuenta del modo en que los demás reaccionan a su conducta y otros, por último, consideran que sus lapsus sociales se debe a la ausencia de señales emocionales internas que mantendrían encaminada su conducta social.
A diferencia de las emociones tales como la ira, el miedo o la alegría, que se hallan integradas en los circuitos neuronales del cerebro desde el mismo momento del nacimiento o poco después de él, las emociones sociales requieren del desarrollo de la conciencia de uno mismo, una capacidad que empieza a emerger a partir del segundo año, cuando la región orbitofrontal se halla ya lo suficientemente madura. Uno de los hitos fundamentales de este desarrollo neuronal comienza a aflorar en torno a los catorce meses de edad, momento en el cual el bebé es capaz de reconocer su imagen en un espejo. Este reconocimiento de uno mismo en tanto que entidad única va acompañado de la comprensión de que los demás también son entidades distintas y separadas y, en consecuencia, coincide con la aparición de la capacidad de avergonzarnos de lo que los demás puedan pensar de nosotros.
Antes de los dos años, el niño permanece beatíficamente inconsciente del modo en que los demás puedan juzgarle y no experimenta, en consecuencia, la menor vergüenza al ensuciar sus pañales, pongamos por caso. Pero, en la medida en que cobra conciencia de que es un individuo separado —y que, por tanto, se halla también expuesto a la mirada de los demás—, posee ya todos los ingredientes necesarios para experimentar la vergüenza, la primera emoción infantil. Pero esto no sólo requiere que el niño sea consciente del modo en que los demás se sienten con él, sino también del modo en que él debería, a su vez, sentirse con ellos. Esta intensificación de la conciencia social jalona la emergencia de la empatía infantil y la capacidad de comparar, categorizar y comprender las sutilezas del mundo social.
Otros tipos de emociones sociales nos llevan a castigar a quienes se portan socialmente mal, por más que ello suponga para nosotros un riesgo. En el caso de la “ira altruista”, por ejemplo, las personas —aun sin ser las víctimas— castigan a quienes han transgredido las normas sociales (a quienes, por ejemplo, han abusado de la confianza de los demás). Esta ira justa parece activar un centro de recompensa cerebral, de modo que la norma se refuerza castigando a los transgresores (“¡Ése se ha colado!”) proporcionándonos una sensación interna de satisfacción con nosotros mismos.
Las emociones sociales funcionan como una especie de brújula moral. La vergüenza, por ejemplo, aflora cuando los demás se dan cuenta de los errores que hemos cometido. La culpa, por otra parte, aparece como una especie de remordimiento interno cuando nos percatamos de que hemos cometido un error. Hay ocasiones en que la culpa lleva a una persona a corregir sus errores, mientras que la vergüenza, por el contrario, la pone a la defensiva. También hay que decir que la vergüenza porta consigo la amenaza del rechazo social, mientras que la culpa puede conducir a la expiación, pero ambas suelen operar conjuntamente para impedir las actividades inmorales.
Pero estas emociones pierden todo su poder en los casos ilustrados por la tríada oscura. Así, por ejemplo, los narcisistas se ven impulsados por el orgullo y el miedo a la vergüenza, pero no experimentan ninguna sensación de culpabilidad por sus actos egoístas, algo que también sucede en el caso de los maquiavélicos. No olvidemos que la culpabilidad requiere del concurso de la empatía, algo de lo que los maquiavélicos suelen carecer. Y la vergüenza sólo emerge en los maquiavélicos de un modo muy amortiguado.
El retraso del desarrollo moral característico de los psicópatas se deriva de un conjunto ligeramente diferente de carencias ligadas a estas emociones sociales. En ausencia, por ejemplo, de culpabilidad y miedo, el castigo pierde su eficacia y se torna explosivamente peligroso cuando se combina con la falta de empatía por el sufrimiento ajeno. Es por ello que, aun en el caso de que sean la causa de ese malestar, no experimentan vergüenza ni remordimiento alguno. En estas condiciones, las emociones sociales pierden todo su poder moral.
Aunque un psicópata pueda destacar en la competencia de la cognición social, la suya es una comprensión exclusivamente intelectual de las reacciones interpersonales y de las normas que rigen las relaciones sociales que puede llevarle incluso a manipular mejor a sus víctimas. Es por ello que cualquier prueba verdadera de la inteligencia social debería ser capaz de identificar y excluir a los miembros de la tríada oscura. Necesitamos una medida que no pueda ser superado por un maquiavélico bien entrenado... y, para ello, convendría incluir una evaluación de la preocupación empática en acción.
LA CEGUERA MENTAL
Recibir visitas es, para Richard Borcherds, un auténtico problema, porque le resulta muy difícil seguir el vaivén de una conversación, no sabe participar en la danza de las sonrisas y miradas e ignora las sutilezas de las alusiones y los dobles sentidos. Es por todo ello que zozobra con gran facilidad en el piélago de las palabras que se desplazan a toda velocidad.
Richard es completamente ajeno a los “faroles “y engaños que con tanta frecuencia pueblan el mundo social. Quizás, si alguien se toma el tiempo necesario para explicárselo, llegue a entender la gracia de un chiste, por qué alguien se enfada u otro se sonroja avergonzado, pero lo cierto es que es incapaz de comprender ese tipo de cosas en el mismo momento en que ocurren. Es precisamente por ello que, cuando los invitados empiezan a llegar, no tarda en ocultarse detrás de un libro o simplemente se retira a su habitación.
Pero Borcherds es un genio que ha recibido la medalla Fields, una distinción internacional a la que suele considerarse como el equivalente matemático del premio Nobel. Sus colegas de la Cambridge University le muestran un gran respecto, porque sus teorías son tan sofisticadas que casi nadie llega a entenderlas. Pero, a pesar de todas sus carencias sociales nadie cuestiona, sin embargo, que Richard Borcherds haya conseguido el éxito.
Cuando Simon Baron-Cohen, director del Autism Research Center de Cambridge leyó en una entrevista publicada en un periódico que Borcherds sospechaba que podía padecer el síndrome de Asperger —la versión subclínica del autismo—, se puso de inmediato en contacto con él. Y, cuando le describió en detalle los rasgos característicos del síndrome, la respuesta de este prodigio de las matemáticas fue simplemente “Ese soy yo”. ofreciéndose de inmediato como ejemplo para ilustrar su investigación sobre el síndrome de Asperger.
La comunicación es, para Borcherds, una cuestión estrictamente funcional. Por ello se desentiende de toda charla superflua —no digamos ya de preguntarle a alguien cómo se encuentra o de contarle cómo se siente— y se centra exclusivamente de lo que necesita de alguien. Borcherds también evita las conversaciones telefónicas —aunque pueda explicar perfectamente sus fundamentos físicos— porque el mundo social le confunde y, del mismo modo, restringe el uso del correo electrónico a la comunicación de las cuestiones básicas relacionadas con su trabajo. Se desplaza corriendo de un lugar a otro, aun cuando vaya acompañado de otra persona y, aunque entiende que los demás puedan considerarle un grosero, sus curiosos hábitos sociales no le parecen nada extraños.
Su perfil satisface, según Baron-Cohen, todos los criterios estándar del síndrome de Asperger. El brillante ganador de la medalla Fields tiene una puntuación muy baja en empatía, en la lectura de los sentimientos ajenos a través de los ojos y en el establecimiento de amistades íntimas y muy elevada, por el contrario, en la comprensión de la causalidad física y en la capacidad de sistematizar información compleja.
Según las investigaciones realizadas por Baron-Cohen y muchos otros, este perfil —una baja empatía y una alta capacidad de sistematización— es la pauta neuronal que subyace al síndrome de Asperger. A pesar, pues, de toda su brillantez matemática, Borcherds carece de exactitud empática y no puede llegar a sentir lo que ocurre en la mente de otra persona.
El mono malo
El chiste muestra a un niño viendo como un espantoso extraterrestre — que se halla fuera del campo visual de su padre— baja reptando la escalera y, al pie del texto, se lee: “Me rindo, Robert. ¿Qué es lo que tiene dos cuernos, un ojo y avanza a rastras?”
Sólo podemos entender el chiste si somos capaces de inferir cosas que no se han mencionado. Para empezar, debemos estar familiarizados con la estructura de las adivinanzas en el idioma inglés y poder así entender que ésa es la respuesta dada por el padre a una pregunta implícita de su hijo (“¿Qué tiene dos cuernos, un ojo y avanza a rastras?’).
Más concretamente, también debemos ser capaces de inferir lo que el niño está viendo y compararlo con lo que su padre todavía no ha comprendido y, de ese modo, anticipar la sorpresa que está a punto de llevarse. Freud afirmó que los chistes yuxtaponen dos marcos de referencia diferentes sobre la realidad, en este caso, el extraterrestre que está bajando las escaleras y la suposición del padre de que lo que su hijo acaba de preguntarle no es más que una adivinanza.