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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

Inteligencia Social (20 page)

BOOK: Inteligencia Social
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La sensación sentida

En su primer viaje a nuestro país, el psiquiatra japonés Takeo Doi vivió una situación un tanto embarazosa el día en que, visitando a una persona a la que acababan de presentarle, su anfitrión le preguntó si tenía hambre, agregando “Creo que tenemos un poco de helado”.

En realidad, Doi tenía hambre, pero se sintió desconcertado de que se lo preguntase una persona a la que acababa de conocer —algo que, en Japón, jamás habría ocurrido— y, puesto que las normas de la cultura japonesa no le permitían aceptar la invitación, la declinó cortésmente.

Doi también recuerda haber alentado la expectativa de que su anfitrión insistiera y, en consecuencia, se decepcionó al verle admitir tan fácilmente su negativa. Según dice, cualquier anfitrión japonés habría sentido sencillamente su hambre y le hubiera ofrecido algo de comer sin mediar palabra alguna.

Esta conciencia de las necesidades y sentimientos ajenos y la consiguiente respuesta pone de relieve la importancia que la cultura japonesa (y, hablando en términos generales, todas las culturas orientales) atribuye a la modalidad de relación “yo-tú”.

El término japonés amae se refiere a esta especial sensibilidad que se asienta en la empatía y actúa en consecuencia, sin necesidad alguna de llamar la atención al respecto.

En la órbita de amae, nos sentimos reconocidos por los demás. En opinión de Takeo Doi, la estrecha conexión que mantiene la madre con su hijo —una conexión que le permite sentir intuitivamente lo que éste necesita— constituye el prototipo de la estrecha sintonía que impregna la vida cotidiana japonesa, creando un clima de conexión íntima.

Aunque no exista, en inglés, ningún término específicamente equiparable a amae, se trata de una actitud que refleja el hecho empírico de que conectamos más fácilmente con aquellas personas a las que conocemos y amamos, es decir, nuestra familia inmediata, nuestros parientes, nuestra pareja y nuestros amigos. Cuanta más proximidad, dicho en otras palabras, más amae.

La presencia de amae favorece la comunicación directa de pensamientos y sentimientos. La actitud implícita es algo así como “Si yo lo siento, también debes sentirlo tú, de modo que no es preciso que diga en voz alta lo que quiero, siento o necesito. Tú debes estar lo suficientemente conectado conmigo como para sentirlo y obrar en consecuencia, sin necesidad de que te lo pida”.

Pero este concepto no sólo tiene un sentido emocional, sino también cognitivo porque, cuanto más estrecha sea nuestra relación con alguien, más abiertos y atentos estaremos. Cuanta más historia personal hayamos compartido, más fácil y rápidamente registraremos lo que otra persona está sintiendo y más semejante será también el modo en que pensemos y reaccionemos ante lo que pueda presentarse.

Aunque Buber ha pasado ya de moda en los círculos de la filosofía actual, el filósofo francés Emmanuel Lévinas ha tomado el relevo como comentarista del mundo de las relaciones. Según Lévinas, la modalidad “yo-ello” es la más superficial de las relaciones, porque no se ocupa tanto de conectar con los demás, como de pensar sobre ellos, cosa que no sucede con la modalidad “yo- tú”. en donde uno se zambulle, por decirlo de algún modo, en las profundidades del otro. Como dice Lévinas, el “ello “describe al otro en tercera persona y lo convierte en una mera idea, lo más alejado, en suma, de la conexión íntima.

Los filósofos consideran que nuestra visión implícita del mundo determina el modo en que pensamos y actuamos. Este conocimiento puede ser compartido por toda una cultura, por una familia o sencillamente por un par de amigos y nos ata, con amarras invisibles, a una realidad social construida. Como indica Lévinas, esta sensibilidad compartida “emerge de la relación interpersonal”, lo que significa que nuestra sensación privada y subjetiva del mundo hunde sus raíces en el mundo de las relaciones.

Como dijo Freud hace ya mucho tiempo, todo aquello que establece puentes de conexión entre las personas genera “sentimientos parecidos”, un hecho que no pasará inadvertido para quien haya entablado una conversación casual con una persona que le atrae, para el vendedor que llama a un posible cliente desconocido o para quien pasa simplemente el rato de un viaje de avión hablando con su compañero de asiento. Por debajo, sin embargo, de esta relación superficial, Freud advirtió que los vínculos que establecemos con los demás puede consolidar la identificación, es decir, la sensación de que el otro y nosotros somos casi uno y el mismo.

“Conocer a alguien” significa, a nivel neuronal, resonar con sus pautas emocionales y con sus mapas mentales. Es por ello que, cuanto más se solapan nuestros mapas, mayor es nuestra identificación y mayor también la realidad compartida. Cuanto más nos identificamos con alguien, más se funden nuestras categorías mentales, una fusión inconsciente que supone que lo más importante para el otro también es, para nosotros, lo más importante. Es más sencillo, por ejemplo, que los esposos nombren las cosas en que se asemejan que aquéllas otras en las que difieren ... pero sólo si se trata de una pareja feliz porque, en caso negativo, son las diferencias lo que se acentúa.

Otro indicador —bastante paradójico, por cierto— de esta similitud de mapas mentales es el que afecta a los prejuicios egoístas ya que, en este caso, tendemos a compartir con las personas que más valoramos los mismos pensamientos distorsionados en los que más solemos incurrir. Esto es algo que se pone de manifiesto, por ejemplo, en la “ilusión de invulnerabilidad” desmesuradamente optimista que nos lleva a creer que es más probable que las cosas malas les sucedan a los demás que a nosotros o a las personas que más nos interesan. Por ello estimamos que las probabilidad de que el cáncer o un accidente de automóvil nos afecten a nosotros o a nuestros seres queridos es menor que la de que afecten a los demás.

La experiencia de unidad —es decir, la sensación de fusión de nuestra identidad con alguien— aumenta cuando asumimos la perspectiva de otra persona y se consolida cuando contemplamos las cosas desde su punto de vista, una experiencia que, cuando la empatía es mutua, cobra una especial resonancia. No es de extrañar que, en tal caso, las personas que se hallen estrechamente unidas combinen sus mentes hasta el punto de que una concluya las frases que la otra ha comenzado, un signo de una relación muy intensa y profunda que los investigadores de la relación de pareja han denominado “validación de alta intensidad”.

La relación “yo-tú” se refiere a una relación unificadora que nos lleva a percibir al otro como alguien distinto de todos los demás. Este tipo de encuentro profundo jalona los momentos de mayor compromiso y que más vívidamente recordamos a los que Buber se refería cuando dijo que «toda vida verdadera es un encuentro».

A excepción de la santidad, sin embargo, seríamos demasiado exigentes si aspirásemos a que todo encuentro se moviese en la dimensión “yo-tú”. Como dijo Buber, la vida cotidiana oscila inevitablemente entre ambas modalidades de relación ya que, según dijo, el nuestro es un yo dividido compuesto de «dos provincias netamente definidas», la del “ello” y la del “tú” y, si bien ésta aparece en los momentos de mayor conexión, pasamos la mayor parte de nuestra vida en la modalidad utilitaria del “ello” que se ocupa de hacer las cosas que hay que hacer.

La utilidad del “ello”

El columnista del New York Times Nicholas Kristof es un conocido periodista de investigación ganador de un premio Pulitzer y que ha mantenido su objetividad en medio de guerras, hambrunas y las principales catástrofes de las últimas décadas. Pero esa objetividad se perdió un buen día en Camboya mientras investigaba la escandalosa venta de miles de niños como esclavos de los traficantes de sexo.

El momento crítico ocurrió el día en que un proxeneta camboyano le presentó a una menor de edad menuda y temblorosa llamada Srey Neth y Kristof cometió el “terrible pecado periodístico” de comprarla por ciento cincuenta dólares.

Kristof llevó a Srey Neth y a otra chica a su pueblo y las puso en libertad, ayudándolas a emprender una nueva vida. Al cabo de un año, Srey Neth estaba acabando su formación como esteticién en Phnom Penh, la capital de Camboya y a punto de abrir su propio gabinete, mientras que la otra chica, lamentablemente, volvió al dinero fácil. Fueron muchos los lectores que, emocionados por los artículos escritos al respecto por Kristof, enviaron donaciones a una organización que se dedica a ayudar a chicas como Srey Neth a comenzar una nueva vida.

La objetividad es uno de los principios fundamentales de la ética periodística por lo que, desde una perspectiva ideal, el periodista debe asumir el papel de observador neutral, rastreando los eventos e informando de lo que ocurre, sin interferir en modo alguno. Así fue como Kristof cruzó la frontera y se sumió en su relato, abandonando el estricto papel de periodista distante.

Pero el código deontológico del periodismo no es más que un caso particular de un tipo de relación “yo-ello “que afecta también a muchas otras profesiones, desde la medicina hasta la policía. Desde esa perspectiva, por ejemplo, el cirujano no debería intervenir quirúrgicamente a una persona con la que mantuviese una relación muy estrecha, por el temor a que sus sentimientos empañen su claridad mental y, del mismo modo, un policía tampoco debería, en teoría, permitir que sus relaciones personales interfiriesen con el ejercicio de su profesión.

En cualquiera de los casos, sin embargo, el principio que nos lleva a mantener la adecuada “distancia profesional” aspira a proteger a los implicados de la imprevisible e inestable influencia de las emociones en el ejercicio profesional. El mantenimiento de esa distancia es el que nos permite ver a los demás en función del papel que desempeñan —paciente, criminal, etcétera— sin necesidad de conectar con el ser humano que asume ese rol. Y es que, mientras que la vía inferior nos conecta de inmediato con la ansiedad de los demás, los sistemas prefrontales pueden tranquilizarnos y proporcionarnos la distancia emocional necesaria para pensar con la suficiente claridad. No olvidemos que la eficacia de la empatía depende del adecuado equilibrio entre las vías superior e inferior.

La modalidad “ello” tiene claras ventajas para el desempeño de la vida cotidiana, aunque sólo sea para establecer la distancia necesaria para llevar a cabo nuestras actividades más rutinarias. A fin de cuentas, no es necesario establecer un vínculo íntimo con todas las personas con las que interactuamos cotidianamente ya que, para ello, basta con que nos relacionemos basándonos exclusivamente en el rol social que una determinada persona desempeña — como la camarera o el dependiente, por ejemplo—, tratándole como un “ello” unidimensional e ignorando simultáneamente las otras dimensiones de su personalidad, es decir, su plena identidad humana.

Jean Paul Sartre, el filósofo francés del siglo XX, consideraba a esta unidimensionalidad como un síntoma de la alienación característica de la vida moderna. En su opinión, los roles públicos constituyen una especie de “ceremonia”. una suerte de guión que nos permite tratar a los demás —y ser tratados, a su vez— como un “ello’: «Existe una danza del tendero, como también hay una danza del sastre y una danza del subastador que tratan de convencer a sus respectivos clientes de que no son nada más que un tendero, un sastre o un subastador».

Pero Sartre no dice nada sobre los beneficios derivados de esta mascarada “yo-ello” que nos libera de la necesidad de pasarnos en día sumidos en una interminable serie de encuentros “yo-tú”. Así, por ejemplo, la distancia digna que mantiene el camarero proporciona a sus clientes una burbuja de intimidad que les libra de intromisiones en su mundo privado. Así es también como el camarero puede desempeñar eficazmente su trabajo y disponer de la autonomía interna necesaria para dirigir su atención a sus intereses y búsquedas privadas, aunque sólo sea en el ámbito del ensueño y de la fantasía.

El rol, pues, nos proporciona una esfera de intimidad en medio de la vida pública que no se ve amenazada por los comentarios triviales siempre y cuando no dejen de ser triviales. Por otra parte, la persona que asume el rol siempre tiene la posibilidad de atender a alguien como un “tú”, transgrediendo provisionalmente los límites de su rol y asumiendo su personalidad completa. Pero, hablando en términos generales, el rol opera como una especie de filtro que protege parcialmente a la persona que lo desempeña. Es precisamente por ese motivo que, al menos al comienzo, no vemos a la persona, sino a un “ello”.

En la relación entre simples conocidos, el rapport aumenta en la medida en que ambos se involucran en una danza no verbal de atención, sonrisas, gestos y movimientos coordinados. Pero, en el encuentro con alguien que desempeña un rol profesional, nuestra atención tiende a centrarse en nuestra necesidad, en nuestra ansiedad o en el resultado deseado. Las investigaciones realizadas en este sentido en el ámbito de las relaciones interpersonales de quienes desempeñan un rol de ayuda —como médicos, enfermeras, consejeros o psicoterapeutas— evidencian la menor presencia (por ambos lados) de los ingredientes fundamentales del rapport que impregnan los encuentros informales.

Esta atención dirigida hacia objetivos supone un reto para los profesionales de la ayuda cuya eficacia, después de todo, depende también del rapport. En el ámbito psicoterapéutico, por ejemplo, la química interpersonal entre terapeuta y cliente resulta esencial para el establecimiento de una alianza operativa. En el ámbito de la medicina, la necesaria confianza del paciente en su médico es esencial para que obedezca sus recomendaciones.

Es por todo ello que, quienes desempeñan ese tipo de roles, harían bien en preocuparse de que sus encuentros profesionales conserven los ingredientes esenciales del rapport, equilibrando el necesario desapego con la empatía suficiente para permitir la dosis mínima de relación “yo-tú”.

El dolor del rechazo

Para Mary Duffy, la hora de la verdad —en que se dio cuenta de que había dejado de ser contemplada como una persona y pasó a ser considerada como “el carcinoma de la habitación B-2”— ocurrió la mañana posterior al día en que le extirparon un cáncer de mama.

Todavía estaba medio dormida cuando, sin advertencia previa, se vio rodeada por un montón de desconocidos ataviados con bata blanca, el médico que la había operado y un grupo de estudiantes de medicina. El doctor, sin dirigirle la palabra, le quitó la sábana y la despojó del camisón como si fuera un maniquí, dejándola desnuda.

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