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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

Inteligencia Social (27 page)

BOOK: Inteligencia Social
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Esa cepa de ratones sedientos de alcohol es una de las cien más empleadas en la investigación médica, como las que son susceptibles a la diabetes o a las enfermedades cardíacas. Quizás deba decir, en este sentido, que todas las cobayas de una determinada cepa son, de hecho, clones de las demás y que sus genes son tan idénticos como los de los gemelos. Una de las virtudes de este tipo de investigación es su supuesta constancia, porque un ratón de una determinada cepa debería comportarse igual que cualquier otro ratón de la misma cepa en cualquier laboratorio de cualquier lugar del mundo. Pero un sencillo —y hoy en día muy conocido— experimento dirigido por Crabbe acabó poniendo en cuestión la mencionada constancia.

«Nos preguntábamos —me dijo Crabbe en esa llamada telefónica— cuán estable era esa “constancia” y, para ello, llevamos a cabo pruebas idénticas en tres laboratorios diferentes, tratando de mantener constantes las variables ambientales, desde la marca de pienso con que los alimentábamos —Purina—, hasta su edad y el viaje que habían realizado hasta llegar al laboratorio y llevamos a cabo el experimento a la misma hora, el mismo día y con idéntico instrumental.»

Así fue como, entre las 8,30 y las 9,30 de la mañana hora local del 20 de abril de 1990, Crabbe llevó a cabo el experimento con ratones de ocho cepas diferentes, incluida la ya mencionada C57BL/6J. La prueba consistió sencillamente en ofrecer a los ratones la posibilidad de elegir entre beber agua normal o una solución alcohólica y, como era de esperar, los amantes del licor eligieron el Martini para roedores con mucha más frecuencia que los de las demás cepas.

A continuación se utilizó una prueba estándar para determinar el grado de ansiedad de los ratones. Para ello, se los colocó en el centro de una cruz con cuatro brazos de plástico de igual longitud que se halla suspendida a unos noventa centímetros del suelo. Dos de los brazos opuestos poseen unos laterales altos de plástico transparente que impiden que el animal pueda salirse o caerse, mientras que los otros dos están abiertos, lo que puede generar en ellos un cierto miedo. La investigación demostró que los ratones más ansiosos se asustaban y se quedaban cerca de las paredes protectoras, mientras que los más osados se atrevían a explorar los callejones abiertos.

Para sorpresa de quienes creen que la conducta se halla exclusivamente determinada por los genes, la investigación demostró la existencia de notables diferencias en la prueba de la ansiedad entre los resultados de un laboratorio y los de otro. Así, por ejemplo, la misma cepa BALB/cByJ se mostró muy ansiosa en Portland, pero muy osada en el caso de Albany.

«Si todo fuese genético —dijo Crabbe— no habría ningún tipo de diferencias al respecto.» ¿A qué podían deberse esas diferencias? Es evidente que algunas variables, como la humedad y el agua —y, quizás la más importante de todas ellas, las personas que manipulaban a los ratones (porque uno de los auxiliares, por ejemplo, era alérgico a los ratones y llevaba un respirador)— diferían de un laboratorio a otro.

«No debemos olvidar —agregó Crabbe— que algunas personas son confiadas y expertas en manipular a los ratones, mientras que otros están ansiosos o son demasiado bruscos. Mi opinión es que la conducta de los ratones puede verse afectada, de algún modo, por el estado emocional de la persona que los manipula.»

La publicación del artículo en el que resumía su experimento en la prestigiosa revista científica Science desató una auténtica tormenta entre los neurocientíficos, que se vieron obligados a asumir la inquietante noticia de que diferencias triviales en el modo en que los ratones eran manipulados en un laboratorio u otro provocaba cambios en su conducta, lo que ponía de manifiesto diferencias notables en el modo de expresión de los mismos genes.

Las conclusiones del experimento de Crabbe y de otros semejantes realizados en el mismo sentido en otros laboratorios sugieren que los genes son más dinámicos de lo que, durante todo un siglo, se había dado por sentado. Lo que importa, pues, no son tanto los genes con los que nacemos, sino su expresión.

Si queremos entender el modo en que funcionan nuestros genes deberemos empezar reconociendo la gran diferencia existente entre poseer un determinado gen y el modo en que ese gen acaba manifestando su signatura proteica, es decir, el modo en que el ADN genera ARN que, a su vez, fabrica una proteína que provoca algo en nuestro organismo biológico. De los treinta mil genes aproximados que posee el cuerpo humano, algunos sólo se expresan durante el desarrollo embrionario y luego se desactivan para siempre, mientras que otros se activan y desactivan de continuo y otros, por último, únicamente se expresan en el hígado o en el cerebro.

El descubrimiento realizado por Crabbe supone un auténtico hito en el campo de la “epigenética”, es decir, en el estudio del modo en que nuestras experiencias determinan el modo en que operan nuestros genes sin cambiar, por ello, ni un ápice la secuencia de ADN. Los únicos genes que establecen una diferencia son aquéllos que dirigen la síntesis del ARN. La epigenética muestra el modo en que el ambiente en que nos movemos —traducido en el entorno químico inmediato que rodea una determinada célula— programa nuestros genes y determina su grado de activación.

La investigación realizada en el campo de la epigenética ha identificado muchos de los mecanismos biológicos que controlan la expresión de los genes. Uno de ellos, que implica al grupo metilo, no sólo activa o desactiva los genes, sino que también enlentece o acelera su actividad. La actividad del grupo metilo también determina el lugar del cerebro en el que finalmente acabarán los más de cien mil millones de neuronas y con qué otras diez mil neuronas se conectarán. Es así como la molécula de metilo acaba esculpiendo nuestro cuerpo incluido, obviamente, nuestro cerebro.

Esta visión pone fin al debate secular entre los partidarios de la genética y los del medio ambiente, es decir, entre los defensores de la importancia de los genes en la determinación de nuestra conducta y quienes, por su parte, afirman la supremacía de la experiencia. Esta perspectiva pone de manifiesto la falacia de suponer que nuestros genes son independientes del entorno en que nos movemos, algo tan absurdo como preguntarnos qué factor tiene más peso en la determinación de la superficie de un rectángulo, su anchura o su altura.

El simple hecho de poseer un determinado gen no posee, en sí mismo, una importancia biológica absoluta. El alimento que ingerimos, por ejemplo, contiene centenares de substancias que regulan la activación o desactivación de muchos genes, como las luces de un árbol de Navidad que se encienden y apagan intermitentemente. Es por ello que, si nos alimentamos inadecuadamente durante un determinado período de años, podemos activar una combinación de genes que provocan el tipo de obstrucción arterial que caracteriza a las enfermedades cardíacas. El brécol, por ejemplo, nos proporciona una dosis de vitamina B6, que activa al gen triptófano hydroxilasa para que produzca el aminoácido L-triptófano que, a su vez, contribuye a la síntesis de la dopamina, un neurotransmisor que, entre otras, cumple con la función de estabilizar el estado de ánimo.

Es biológicamente imposible que un gen funcione independientemente del entorno. Los genes están programados para ser controlados por señales procedentes de nuestro entorno inmediato, incluidas las hormonas del sistema endocrino y los neurotransmisores cerebrales, algunos de los cuales, a su vez, se hallan profundamente influidos por nuestras interacciones sociales. Y, del mismo modo que la dieta alimenticia regula el funcionamiento de ciertos genes, nuestras experiencias sociales también pueden determinar la activación o desactivación de esos interruptores genómicos.

No basta, pues, con nuestros genes para producir un sistema nervioso plenamente operativo. Es precisamente por ello que, desde este punto de vista, no sólo se requiere, para criar a un niño seguro o a un niño empático, de un determinado conjunto de genes, sino del adecuado parentaje u otras experiencias similares de índole social. Sólo esta combinación garantiza — como veremos— el funcionamiento adecuado de nuestros genes. Y, desde esta perspectiva, el parentaje ejemplifica perfectamente lo que podríamos denominar “epigenética social”.

«Hablar de epigenética social —señala Crabbe— tiene mucho sentido y constituye, en mi opinión, la nueva frontera del ámbito de la genómica. Este nuevo reto nos obliga a asumir el efecto del entorno en su expresión. Éste es otro duro golpe a la visión ingenua del determinismo genético, según la cual la experiencia no importa, porque todo se debe a la influencia genética.»

Los genes deben expresarse

James Watson —que consiguió, junto a Francis Crick, el premio Nobel por su trascendental descubrimiento sobre la estructura en doble hélice del ADN— admite poseer un temperamento muy irascible, pero recuperarse también de él con mucha facilidad. Esta flexibilidad, en su opinión, ilustra perfectamente el funcionamiento más adecuado posible de todo el espectro de genes asociados a la agresividad.

El gen en cuestión contribuye a inhibir la ira y puede operar de dos modos diferentes. En el primero de ellos, el más débil, el gen produce cantidades ínfimas de la enzima que controla la agresividad, por ello la persona se enfada más y con más frecuencia que la mayoría y es más propensa a la violencia. No es de extrañar que las personas que funcionen de acuerdo a esta pauta acaben dando, con mucha frecuencia, con sus huesos en la cárcel.

En la otra modalidad, el gen produce cantidades mucho mayores de la enzima en cuestión de modo que, como sucedía con el caso de Watson, la persona se enfada más, pero también se recupera más prontamente. Esta segunda modalidad de expresión genética hace mucho más placentera la vida y permite que los momentos de irritación no duren tanto y hasta que la persona pueda, en casos muy contados, conseguir el premio Nobel.

Si un gen no produce nunca las proteínas que podrían controlar el funcionamiento del cuerpo de un determinado modo, puede darse el caso de que se carezca de ese gen. Si un gen se expresa muy poco, tendrá poca importancia y si, por el contrario, lo hace mucho, se tratará de un gen muy importante.

El cerebro humano está diseñado para modificarse en función de la experiencia acumulada. El cerebro, que posee la consistencia de la mantequilla y se halla encerrado dentro de su caja ósea es tan frágil como complejo. Parte de esta fragilidad se deriva de su exquisita conexión con el entorno que le rodea.

Durante mucho tiempo se había creído que los eventos que controlan los genes eran estrictamente bioquímicos y que dependían, en el mejor de los casos, de una nutrición correcta o, en el peor de los casos, de la exposición a productos tóxicos industriales. Hoy en día, sin embargo, los estudios epigenéticos han puesto de relieve la importancia del modo en que los padres tratan a sus hijos y han descubierto el modo en que la educación acaba configurando el cerebro del niño.

El cerebro del niño está programado para crecer, una tarea en cuya conclusión invertimos más de las dos primeras décadas de nuestra vida, lo que lo convierte en el último órgano corporal en madurar anatómicamente. A lo largo de todo ese tiempo, las principales figuras de la vida del niño —sus padres, hermanos, abuelos, maestros y amigos— pueden tener mucha importancia en el desarrollo de su cerebro, proporcionando una combinación emocional y social que alienta el desarrollo neuronal. Del mismo modo que la planta se adapta tanto a un terreno nutritivo como a otro esquilmado, el cerebro del niño se configura adaptándose a su ecología social, especialmente al clima emocional proporcionado por las personas más importantes de su entorno.

Algunos sistemas cerebrales son más sensibles que otros a estas influencias sociales. Y cada red de circuitos neuronales cerebrales dispone de una “ventana temporal” óptima durante la cual puede verse conformado por las fuerzas sociales que le rodean. Algunos de los impactos más profundos parecen ocurrir durante los dos primeros años de vida, el período durante el cual el cerebro experimenta su mayor tasa de crecimiento y que le lleva desde los insignificantes cuatrocientos gramos aproximados que pesa en el momento del nacimiento hasta unos mil gramos al cabo de veinticuatro meses y un promedio de mil cuatrocientos cuando alcanza la edad adulta.

A partir de ese momento, las experiencias críticas que experimenta la persona parecen establecer reostatos biológicos que fijan el nivel de actividad de los genes que controlan el funcionamiento tanto del cerebro como de otros sistemas biológicos. De este modo, la epigenética social amplía el espectro de los factores que controlan el funcionamiento de ciertos genes hasta llegar a incluir el mundo de las relaciones.

El caso de la adopción nos proporciona un experimento natural único para evaluar la influencia de los padres adoptivos sobre los genes del niño. Cierto estudio sobre la hostilidad de los niños adoptados, por ejemplo, comparó el clima familiar de los padres biológicos con el de sus familias adoptivas. Los resultados de ese estudio concluyeron que, cuando los niños que habían nacido en familias con un historial de violencia y agresividad fueron adoptados por familias pacíficas, sólo el trece por ciento de ellos acabaron exhibiendo rasgos antisociales mientras que, cuando cayeron en “hogares inadecuados” —es decir, familias en las que reinaba la agresividad—, la tasa de violencia ascendió al 45 por ciento.

La vida familiar no sólo parece modificar la actividad de los genes ligados a la agresividad, sino también a muchos otros rasgos. Una influencia muy importante parece residir en el amor y la ternura —o, por el contrario, en el rechazo y la frialdad— que recibe el pequeño. Michael Meaney, neurocientífico de la McGill University de Montreal, es un apasionado estudioso de las implicaciones de la epigenética en la relación humana. Meaney, de complexión delgada y un interlocutor encantador, posee una extraordinaria capacidad para sacar conclusiones de sus elaborados estudios en laboratorio con conejillos de Indias que resultan aplicables al ser humano.

Meaney ha descubierto, al menos en el caso de los ratones, que el cuidado de los padres puede modificar la misma química de los genes de su cría. Su investigación ha identificado la existencia, en el caso de los roedores, de una “ventana temporal “—que se cierra doce horas después del momento del nacimiento— durante la cual tiene lugar un proceso crucial del grupo metilo. En este sentido, la cantidad de tiempo invertida por la rata madre en lamer y asear a sus cachorros durante esa ventana temporal determina la pauta química cerebral con que la cría responderá al estrés durante el resto de su vida.

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