Consideremos, por ejemplo, el caso de las células fusiformes, esos conectores extraordinariamente rápidos con los que cuenta el cerebro social. Los investigadores han descubierto que, en el caso de los seres humanos, estas células emigran a su ubicación definitiva —fundamentalmente la corteza orbitofrontal y la corteza cingulada anterior— a eso de los cuatro meses, momento en el cual establecen sus conexiones con miles de otras células. La conclusión a la que han arribado los neurocientíficos es simplemente que la región con la que conectan las células fusiformes y la densidad de esa conexión dependen básicamente de factores tales como el clima amable y cordial (en el mejor de los casos) y del estrés familiar (en el peor de ellos).
Recordemos que las células fusiformes conectan las vías superior e inferior, ayudándonos así a armonizar nuestras emociones con nuestras respuestas, una conectividad neuronal que refuerza un conjunto básico de habilidades ligadas a la inteligencia social. Como dice Richard Davidson, el neurocientífico del que ya hemos hablado en el Capítulo 6: «Después de que nuestro cerebro registre la información emocional, el córtex prefrontal nos ayuda a dar la respuesta más adecuada. El modo en que las relaciones que mantenemos con los demás activan los genes que configuran estos circuitos determina nuestro estilo afectivo, es decir, la velocidad e intensidad con la que respondemos a un determinado estímulo emocional y el tiempo que tardamos en recuperarnos».
En lo que respecta al aprendizaje de las habilidades de autocontrol, tan esenciales para facilitar las interacciones sociales, Davidson opina que: «La neuroplasticidad es mucho mayor al comienzo de la vida que más tarde. La investigación realizada al respecto en el mundo animal indica que algunos de los efectos de la experiencia temprana pueden ser irreversibles, de modo que, una vez que el entorno ha configurado, en nuestra infancia, un determinado circuito, acaba convirtiéndose en algo completamente estable».
Imaginen a una madre jugando al inocente juego del “peek-a-boo “[que consiste en esconder el rostro detrás de las manos para reaparecer después y hacer reír así al bebé]. En la medida en que la madre cubre y descubre repetidamente su cara, el bebé va excitándose progresivamente pero, en el momento de mayor intensidad, el bebé se gira bruscamente y empieza a chuparse el pulgar, con la mirada perdida en el espacio.
Ese tipo de mirada jalona el comienzo de una pausa absolutamente necesaria para que el bebé se tranquilice. La madre le da entonces el tiempo necesario y espera que vuelva a mirarla para retomar el juego. Pocos segundos después, el bebé vuelve a mirarla y ambos sonríen.
Supongamos ahora que, cuando el juego alcanza su punto culminante, el momento en el que el bebé necesita alejarse, chuparse el pulgar y tranquilizarse antes de volver a establecer contacto con su madre, ésta no espera sino que, en lugar de ello, se entromete en su campo visual, chasqueando la lengua para llamarle la atención.
El bebé sigue entonces con la mirada fija ignorando a su madre, pero ella no ceja en su empeño, acercando más su rostro y obligándole a gemir y a lloriquear, hasta que se aleja y empieza a chuparse febrilmente el pulgar.
¿Es importante que una madre tome nota de la señal enviada por su bebé, mientras que otra ignore ese mensaje e insista en llamar su atención antes de que su hijo esté en condiciones de hacerlo?
Ésta es una pregunta que no puede ser respondida teniendo exclusivamente en cuenta el juego del escondite. Son muchas las investigaciones que sugieren que el fracaso repetido del cuidador en establecer contacto con el niño puede tener efectos duraderos. Esta pauta, repetida a lo largo de la infancia, va moldeando el cerebro social de un modo tal que hace que un niño crezca contento con el mundo y sea amable y cariñoso, mientras que otro, por el contrario, se torne triste, abstraído, enojado y hostil.
Es posible que, en el pasado, esas diferencias se atribuyeran al “temperamento” del niño, otro modo, en suma, de hablar de los genes. Hoy en día, sin embargo, la actividad científica se concentra en el modo en que los genes del niño pueden verse activados por los miles de interacciones rutinarias que experimenta a lo largo de su proceso de desarrollo.
La esperanza del cambio
Todavía recuerdo la clase en que Jerome Kagan nos habló de la investigación que entonces estaba comenzando en Boston y en China que usaba las reacciones a la novedad de un bebé para identificar a los niños que acabarían siendo tímidos y vergonzosos. Kagan está hoy en día semijubilado, pero todavía prosigue esa misma línea de investigación, rastreando los primeros pasos en la vida adulta de algunos de los que una vez fueron llamados “bebés de Kagaú”.
De vez en cuando todavía voy a visitarle a su vieja oficina en el piso superior del William James Hall, la torre más alta del campus de Harvard. En la última visita, me habló de su último descubrimiento, la investigación de veintidós de esos niños con RMNf, porque sus métodos de investigación siempre están al día. Según me dijo, la imagen cerebral de veintidós bebés Kagan que años atrás habían sido identificados como “inhibidos” y que ahora tienen entre veinte y treinta años había descubierto que tenían una amígdala especialmente sensible a cualquier novedad.
Uno de los indicadores del perfil neurológico de la timidez parece ser la mayor actividad en los colículos, una región de la corteza cerebral sensorial que se activa cuando la amígdala detecta algo anómalo y posiblemente amenazador. Pero estos circuitos neuronales también se activan cada vez que percibimos una discrepancia, cualquier cosa de apariencia extraña o anómala.
Los niños que muestran una baja reactividad en estos circuitos tienden a ser extravertidos y sociables, mientras que los que muestran una elevada reactividad se asustan de las novedades y, en consecuencia, tienden a escapar de las cosas que les parecen inusuales. Este tipo de tendencias suele, en el caso del niño pequeño, ser autorreforzante, cosa que también sucede por ejemplo, con la sobreprotección, que impide a los niños tímidos acceso al aprendizaje social que podría ayudarles a desarrollar otro tipo de reacciones.
En sus primeros estudios, Kagan descubrió que, cuando los padres alientan (e incluso, en ocasiones, obligan) a sus hijos a estar con compañeros a los que, de otro modo, evitarían, pueden llegar a superar —la mayor parte de las veces— la predisposición genética a la timidez. Después de décadas de investigación, Kagan ha descubierto que sólo un tercio de los niños que, poco después del nacimiento, fueron identificados como “inhibidos”, seguían siéndolo al alcanzar la edad adulta.
Hoy en día opina que lo que ha cambiado no es tanto la hiperreactividad neuronal subyacente —porque la reacción de su amígdala y sus colículos sigue siendo desmesurada—, sino lo que el cerebro hace con ese impulso. Y es que los niños que, con el paso del tiempo, aprenden a resistir el impulso a retraerse, son capaces de superar la inhibición y comprometerse más plenamente.
Los neurocientíficos usan la expresión “andamiaje neuronal ’’ para referirse a un determinado circuito cerebral cuyo uso repetido va consolidando sus conexiones, como el andamio que permite la construcción de un edificio. Este andamiaje neuronal es el que explica porqué es necesario el esfuerzo —o quizás simplemente el esfuerzo y la conciencia— para establecer y consolidar un nuevo camino que acabe modificando una determinada pauta conductual.
Como me dijo Kagan: «El setenta por ciento de los niños inhibidos acaban curándose de su hiperreactividad. Es cierto que el temperamento puede limitar nuestras posibilidades, pero en modo alguno las determina».
Nadie diría —me dijo Kagan— que el muchacho de diez años que finalmente ha aprendido a experimentar su miedo y a actuar de otro modo había sido identificado, en su infancia, como inhibido. Pero lo cierto es que, para usar la vía superior para domesticar a la inferior se requiere esfuerzo y ayuda... y también una serie de pequeñas victorias.
Kagan recuerda que, en su caso, una de estas pequeñas victorias fue la que le llevó a superar un miedo a las inyecciones que, en su infancia, era tan intenso que se negaba a ir al dentista, hasta que finalmente tropezó con un dentista que se ganó su confianza. Ver a su hermana lanzarse a la piscina también le proporcionó el coraje necesario para vencer el miedo y acabar finalmente aprendiendo a nadar. Y, del mismo modo, al comienzo necesitaba hablar con sus padres para sobreponerse a una pesadilla, pero finalmente aprendió a tranquilizarse sólo.
“Yo pude sobreponerme a mis miedos “fue el título de un ensayo escolar de ese niño anteriormente miedoso. «Ahora que entiendo mi predisposición a la ansiedad puedo hablar francamente de los miedos más sencillos.»
Con un poco de ayuda, pues, los niños inhibidos pueden experimentar un cambio positivo. En este sentido, el estímulo de la familia o de los demás puede resultar de gran ayuda, como también lo es el uso de “amenazas” naturales para superar su tendencia a la inhibición y aprender a enfrentarse de otro modo a la situación.
Kagan dice a su propia nieta, que tiene seis años y es muy vergonzosa: «¡Créeme! ¡Soy tan tímido que debo practicar para no serlo!» luego agrega: «Los padres no parecen darse cuenta de que, aunque la biología promueve ciertos resultados, no determina lo que puede llegar a suceder».
Aunque la educación parental no puede cambiar los genes ni modificar los tics neuronales, la neurociencia ha comenzado a precisar con sorprendente detalle el modo en que la experiencia cotidiana del niño va esculpiendo sus circuitos neuronales.
UN FUNDAMENTO SEGURO
Tenía veintitrés años cuando se licenció en una conocida universidad inglesa, el mejor salvoconducto para una carrera exitosa pero, a pesar de ello, se sentía tan deprimido que consideraba seriamente la posibilidad de suicidarse.
La suya, como confió a su psicoterapeuta, había sido una infancia terrible. Hijo mayor de una familia numerosa, el día en que cumplió los tres años ya tenía dos hermanos pequeños. Las disputas entre sus padres eran muy frecuentes y solían acabar violentamente. El trabajo de su padre le obligaba a pasar mucho tiempo lejos de casa y su madre —agobiada por las peleas de sus hijos— se encerraba en su dormitorio durante horas e incluso, en alguna que otra ocasión, durante días enteros. Cuando eran pequeños, sus padres, escudándose en el miedo a que el exceso de atención acabara maleducándoles, les dejaban llorando a solas horas y horas, descuidando así sus necesidades y sentimientos más básicos.
Uno de los momentos más dolorosos de su infancia fue la noche en que tuvo un ataque de apendicitis y permaneció llorando a solas hasta el amanecer. También recuerda el llanto impotente de sus hermanos pequeños ante la mirada indiferente de sus padres y lo mucho que acabó odiándoles por ello.
Pero el día más desdichado de toda su vida fue aquél en que su madre le llevó a la escuela por vez primera. Ese día se sintió completamente abandonado y no paró de llorar desconsoladamente.
Poco a poco fue aprendiendo a silenciar la necesidad de amor y a vivir sin necesitar nada de sus padres. No es de extrañar que, cuando emprendió una terapia, se sintiera aterrado ante la posibilidad de que todos esos sentimientos acabasen aflorando a la superficie y de que su terapeuta, desestimándolos como una simple y molesta llamada de atención, se encerrase en otra habitación como una forma de capear el temporal.
Este escenario forma parte de un relato clínico presentado por el psicoanalista británico John Bowlby, cuyos interesantes escritos sobre los vínculos emocionales entre padres e hijos han acabado convirtiéndole en el más influyente de los seguidores de Freud que se han ocupado del desarrollo infantil. Cabe señalar, en este sentido, que Bowlby abordó grandes temas de la vida humana como el abandono y la pérdida... y los vínculos emocionales que los tornan tan poderosos.
Aunque formado en el psicoanálisis clásico en el que el paciente permanece tumbado en el diván, Bowlby hizo algo que, en su época —a partir de la década de los cincuenta del pasado siglo— resultó absolutamente revolucionario. Bowlby no se limitó a contemplar la infancia a través de los inciertos recuerdos de los pacientes sometidos a psicoanálisis. Su investigación, muy al contrario, se centró en la observación directa de la relación entre madres e hijos, siguiendo luego el desarrollo posterior de esos niños con la intención de poner de relieve la relación existente entre esas tempranas interacciones y sus hábitos adultos de relación interpersonal.
Bowlby descubrió que el apego sano a los padres es uno de los componentes esenciales del bienestar infantil. En este sentido, la empatía y sensibilidad de los padres hacia las necesidades de su hijo contribuyen muy positivamente al establecimiento en éste de una sensación básica de seguridad mientras que su ausencia, por el contrario, destaca en aquellos pacientes que presentan tendencias suicidas, es decir, en quienes siguen sufriendo por contemplar todavía sus relaciones actuales a través del prisma de una infancia gravemente perturbada.
El desarrollo sano del niño requiere, según Bowlby, de una adecuada relación “yo-tú”. Es por ello que los padres que mantienen la conexión con sus hijos les proporcionan un “fundamento seguro ’’ en el que apoyarse cuando se encuentran mal y necesitan atención, amor y consuelo.
Las nociones de “apego” y de “fundamento seguro” fueron esbozadas por Mary Ainsworth, influyente teórica del desarrollo infantil y principal discípula americana de Bowlby. Son muchos los datos recopilados por los investigadores que han seguido sus pasos que demuestran la influencia de las sutiles interacciones entre padres e hijos en el grado de confianza en sí mismos que éstos acaban desarrollando.
Casi desde el mismo momento del nacimiento, los bebés no son meros bultos pasivos, sino comunicadores activos en busca de sus propios objetivos. El sistema bidireccional de comunicación que existe entre el bebé y su cuidador constituye, en este sentido, una tabla de salvación, una especie de interfono a través del cual discurre todo el tráfago de mensajes necesarios para poder satisfacer sus necesidades básicas. Pero, para ello, el bebé debe aprender a manipular a sus cuidadores mediante un elaborado y complejo sistema de comunicación que emplea el contacto y la evitación ocular, las sonrisas y las lágrimas y cuya ausencia puede acabar provocando su desdicha o hasta su muerte por negligencia.