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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

Inteligencia Social (28 page)

BOOK: Inteligencia Social
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Cuanto más estimulante sea la madre, más ingeniosa, confiada y valiente se mostrará su cría y, por el contrario, cuanto menos estimulante, más lentamente aprenderá y más desbordada se verá por las amenazas. Otra conclusión igualmente importante es que la tasa de lametazos y de aseo de la madre determina también el modo en que la cría hembra lame y asea, cuando llega el momento, a sus propias crías.

Por otra parte, las conexiones neuronales de las crías de madres más cuidadosas, es decir, las que más lametazos reciben y más aseadas están, son también más densas, especialmente en la región del hipocampo, asiento de la memoria y del aprendizaje. Estas crías se mostraron especialmente diestras en una habilidad roedora básica, encontrar el camino de salida de un determinado laberinto. Además, también se veían menos alteradas por el estrés cotidiano y eran más capaces de recuperarse de una reacción estresante cuando ésta se presentaba.

Las conexiones interneuronales de las crías de madres más descuidadas y desatentas, por su parte, eran menos densas y su puntuación en la prueba de encontrar el camino de salida de un laberinto (el equivalente del “cociente intelectual “de los ratones) era también más pobre.

El principal contratiempo neuronal de las crías de rata aparece cuando se ven completamente separadas de sus madres cuando todavía son muy pequeñas. Esta crisis parece enloquecer a los genes protectores, tornando vulnerables a los cachorros a una reacción bioquímica en cadena que inunda su cerebro de las moléculas tóxicas desencadenantes del estrés. En consecuencia, cuando estas crías crecen se asustan y sobresaltan con más facilidad.

Los equivalentes humanos del lamido y el aseo parecen ser la empatía, la sintonía y el contacto. Si la investigación realizada por Meaney resulta también aplicable, como afirma, al ser humano, nuestros padres no sólo nos han legado su ADN, sino también la impronta del modo en que nos trataron, de la misma manera que el modo en que tratemos a nuestros hijos determinará, a su vez, el nivel de actividad de sus propios genes. Este descubrimiento sugiere la importancia duradera que pueden tener los pequeños actos de afecto de los padres y la importancia también de las relaciones en la reconfiguración continua de nuestro cerebro.

El dilema naturaleza-medio ambiente

Es muy fácil hablar de epigenética cuando tratamos con ratones genéticamente híbridos en condiciones meticulosamente controladas de laboratorio, pero no lo es tanto hacerlo en el caótico mundo de los seres humanos.

Ése fue el complejo reto al que se enfrentó la extraordinaria investigación dirigida por David Reiss en la George Washington University. Reiss, conocido por sus sagaces estudios sobre la dinámica familiar, contó para ello con la colaboración de Mavis Heatherington, experto en familias de acogida y Robert Plomin, líder en el campo de la genética del comportamiento.

Los estudios realizados en torno al tema naturaleza versus medio ambiente se han centrado en la comparación entre niños criados por sus padres biológicos y niños adoptados, una investigación que ha permitido determinar el peso relativo de las influencias familiares y de las estrictamente genéticas en un rasgo tal como la agresividad, por ejemplo.

En la década de los ochenta, Plomin revolucionó el mundo científico con los resultados de sus estudios sobre gemelos adoptados que mostraban el peso relativo de los genes y de la educación en un determinado rasgo o habilidad. En este sentido, por ejemplo, afirmó que el peso genético de la capacidad académica de un adolescente, de la sensación de autoestima y de la moral gira aproximadamente en torno al sesenta, el treinta y el veinticinco por ciento, respectivamente. Pero Plomin y otros que emplearon su método tuvieron que enfrentarse a las acusaciones de haber valorado únicamente el efecto en un rango limitado de familias, fundamentalmente la de gemelos criados por padres biológicos comparados con las de aquellos otros que habían sido criados por padres adoptivos.

Así fue como, en un intento de dar mayor especificidad a la ecuación, el grupo de Reiss decidió incluir muchas más variables en las familias de adopción. Su diseño riguroso les obligaba a encontrar 720 pares de adolescentes representativos de todo el rango de proximidad genética, desde gemelos idénticos hasta distintos tipos de hermanos adoptados.

Para ello, el grupo peinó todo el país para reclutar las familias que sólo tuvieran dos hijos adolescentes, en cualquiera de seis configuraciones concretas. Encontrar familias con gemelos y mellizos, el procedimiento estándar, no supuso ningún problema. Más difícil fue encontrar familias en las que los padres se hubieran divorciado y sólo hubieran aportado un adolescente a la nueva familia adoptiva. Pero lo realmente complicado fue encontrar padres adoptivos que hubieran permanecido casados no menos de quince años.

Después de la ardua tarea de encontrar y reclutar a las familias adecuadas, los investigadores debieron dedicar años a analizar la inmensa cantidad de datos acumulados. Algunos de ellos se debieron al inesperado descubrimiento de que cada niño experimenta a la misma familia de manera diferente. Los estudios sobre gemelos criados separados habían dado por sentado que todos los hijos de una determinada familia la experimentan del mismo modo, pero la investigación dirigida por Reiss —como las cobayas del laboratorio de genética de Crabbe— acabó con ese supuesto.

Consideremos, por ejemplo, los casos del hijo mayor y del hijo menor. Desde el mismo momento del nacimiento, el mayor no tiene que compartir el amor y la atención de sus padres hasta la llegada del menor. Pero éste, por su parte, se ve en la obligación, desde el primer día, de desarrollar estrategias para conseguir el afecto y el tiempo de sus padres. De este modo, los niños compiten para ser únicos, lo que inevitablemente les lleva a ser tratados de manera diferente. No es cierto, pues, que vivir en la misma familia suponga vivir en el mismo entorno.

Pero la cuestión es que el tratamiento diferenciado y específico de cada uno de los hijos demostró tener mucho más peso en la determinación del temperamento del niño que cualquier influencia genética. Así pues, los diferentes modos en que el niño encuentra su nicho concreto en el seno de una familia le convierte en una especie de comodín epigenético.

Además, los padres no son los únicos en dejar su huella en el temperamento de su hijo, porque lo mismo sucede con todas las personas con las que convive, especialmente sus hermanos y amigos.

Para complicar todavía más las cosas, la investigación también puso de relieve la existencia de un factor sorpresa que determinaba de manera independiente y poderosa el destino de un niño, a saber, el modo en que empieza a pensar en sí mismo. A decir verdad, la sensación de autoestima de un adolescente depende fundamentalmente del modo en que ha sido tratado y casi nada de la genética y, una vez establecida, modela su conducta de manera completamente ajena a la atención prestada por los padres, las presiones de los compañeros o cualquier otro dato de índole genética.

Pero la ecuación que determina el impacto social sobre los genes volvió a dar un nuevo giro cuando se descubrió que los datos genéticos del niño determinan, a su vez, el modo en que es tratado. Y es que los padres suelen abrazan naturalmente más a los niños que se muestran más amorosos que a los gruñones o indiferentes. Y lo mismo sucede también, en sentido contrario, cuando la genética lleva al niño a ser irritable, agresivo y difícil, lo que mueve a los padres a responder de manera más crítica e imponiendo una disciplina más severa, un tratamiento que empeora la respuesta del niño y favorece la entrada en una espiral cada vez más negativa.

En opinión de los investigadores, pues, el afecto de los padres, el modo en que establecen los límites o las diez mil formas diferentes en que funciona una familia contribuyen a establecer la expresión de muchos genes. Además, pues, del afecto de los padres, también debemos tener en cuenta la influencia que pueden tener un hermano autoritario o un amigo excéntrico.

Todo esto ha acabado desdibujando la vieja distinción —antes claramente definida— entre el impacto de la genética (o de la simple imitación) y el del entorno social. Es por ello que, después de todos los millones gastados y de la extenuante búsqueda de las familias correctas, los resultados de la investigación dirigida por Reiss han acabado generando más preguntas que respuestas.

La epigenética todavía es una ciencia demasiado joven para permitirnos ver claramente lo que sucede en medio de la niebla caótica en que se halla envuelta la vida familia. Pero, aun así, hay algunos datos que empiezan a vislumbrarse claramente. Uno de ellos indica el poder de la experiencia para modificar la influencia de los “datos “genéticos sobre la conducta.

El establecimiento de los caminos neuronales

El difunto hipnoterapeuta Milton Erickson solía contar que había nacido en un pequeño pueblo de Nevada a comienzos del siglo XX en donde los inviernos eran muy crudos y que una de las cosas que más le gustaba era despertar y descubrir que había nevado.

Esos días, el joven Milton corría a prepararse para asegurarse de ser el primero en pisar la nieve del camino que conducía hasta la escuela. Luego iba caminando deliberadamente en zigzag mientras sus botas hollaban un camino entre la nieve recién caída.

Independientemente de los giros y de las vueltas que diese —decía Erickson— el siguiente niño seguía inevitablemente esa ruta de menor resistencia y lo mismo hacía el tercero y también el cuarto de modo que, al concluir el día, el camino que había hollado acababa convirtiéndose en la ruta establecida, el camino que irremediablemente seguía todo el mundo.

Erickson solía contar esta historia como una metáfora del modo en que se instalan los hábitos, pero también nos proporciona un modelo muy adecuado para ilustrar el modo en que se establecen los senderos neuronales en el cerebro. Las primeras conexiones entre los circuitos neuronales van fortaleciéndose en la medida en que se repite la misma secuencia, hasta que acaba convirtiéndose en una ruta automática y se instaura un nuevo circuito.

El hecho de que el cerebro humano encierre tantos circuitos en tan poco espacio impone la necesidad continua de extinguir las conexiones cerebrales que ya no se utilicen, para dejar así espacio a otras nuevas. El viejo dicho popular “úsalo o piérdelo” resulta perfectamente aplicable a este implacable darwinismo neuronal en el que los circuitos cerebrales compiten entre sí por la supervivencia. Es como si las neuronas que ya no se emplean acabasen “podándose” como sucede con las ramas secas.

Al igual que sucede con el montón de arcilla con el que el escultor empieza a trabajar, el cerebro genera más material del que finalmente necesita. Es por ello que, a lo largo de la infancia y de la adolescencia, va despojándose selectivamente de las neuronas que ya no utiliza, conservando aquéllas que le sirven, mientras las experiencias infantiles —entre las que se incluyen sus relaciones— van esculpiendo su cerebro.

Además de determinar las conexiones que se conservan y consolidan, nuestras relaciones contribuyen también a conformar nuestro cerebro determinando las conexiones que establecerán las nuevas neuronas. Por más que todavía siga enseñándose que, después del nacimiento, el cerebro no puede generar nuevas neuronas, la investigación realizada al respecto ha acabado poniendo de relieve que ésa no era más que una mera creencia. Hoy en día se sabe que el cerebro y la médula espinal contienen células germinales que se convierten en nuevas neuronas a razón de unos pocos miles al día. Así pues, aunque el ritmo de creación de nuevas neuronas alcanza su cúspide durante la infancia, se trata de un proceso que perdura toda la vida.

Cuando nace una nueva neurona, emigra hasta su posición definitiva y, en el curso de un mes, se desarrolla hasta establecer unas diez mil conexiones con otras neuronas dispersas por todo el cerebro. Durante los cuatro meses siguientes, aproximadamente, la neurona va consolidando sus conexiones, hasta acabar integrándose en el funcionamiento cerebral. Como suelen decir los neurocientíficos, las células que se activan simultáneamente acaban conectándose.

Durante un período de cinco o seis meses, nuestra experiencia personal determina las neuronas con las que acabará conectándose la célula recién nacida. En este sentido, la repetición es la clave ya que, cuanto más a menudo se repita una determinada experiencia, más fuerte será el hábito y más densa, en consecuencia, la conectividad interneuronal resultante. Meaney ha descubierto que, en el caso de los ratones, el ejercicio repetido incrementa la velocidad con la que las nuevas neuronas se integran con las demás. De este modo, el cerebro va reconfigurándose de continuo, en la medida en que aparecen nuevas neuronas y se establecen nuevas conexiones, esto no sólo es importante para los roedores, porque la misma dinámica parece aplicarse también al caso del ser humano, lo que tiene profundas implicaciones para la configuración de nuestro cerebro social.

Cada sistema cerebral posee un período óptimo durante el cual la experiencia configura sus circuitos. Los sistemas sensoriales, por ejemplo, se establecen básicamente durante la temprana infancia, mientras que los asociados al lenguaje maduran más tarde. Y algunos sistemas, como el hipocampo —que, tanto en el caso del ser humano como en el de los ratones, constituye el asiento del aprendizaje y la memoria— se ven fuertemente configurados por la experiencia a lo largo de toda la vida. Los estudios realizados en este sentido con simios, por ejemplo, revelan la existencia de células del hipocampo que sólo ocupan su lugar durante la infancia pueden dejar de emigrar cuando la cría experimenta una gran tensión durante ese período crítico y que, por el contrario, el cuidado parental amoroso favorece la migración.

En el caso de los seres humanos, la mayor ventana temporal para la configuración cerebral afecta al córtex prefrontal, que sigue madurando anatómicamente hasta el comienzo de la edad adulta. Así pues, las personas que rodean al niño tienen una ocasión que dura décadas para dejar su impronta en los circuitos neuronales de la vía superior.

Cuantas más veces ocurra una determinada interacción durante la infancia más profundamente quedará impresa su huella en los circuitos cerebrales y mayor su “adherencia” cuando el niño acabe convirtiéndose en adulto. Esos momentos repetidos desde la infancia acabarán convirtiéndose en senderos cerebrales automáticos, como las huellas dejadas por Milton Erickson en la nieve.

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