Pero los retos que plantean estos estilos de apego y que la pareja se ve obligada a superar no han hecho más que empezar. Prestemos ahora atención al caso del sexo.
EL DESEO FEMENINO Y EL DESEO MASCULINO
Uno de mis mejores amigos durante el primer año de universidad fue un excelente jugador de rugby al que llamábamos “La masa”. Todavía recuerdo el consejo que le dio su padre, nacido en Alemania, el día en que marchó de casa. La máxima tenía cierto sabor cínico y brechtiano que, traducida libremente del alemán, significaba algo así como: “Cuando el pene se endurece, el cerebro se ablandé”.
El significado de esta frase, dicho en términos más técnicos, es que los circuitos neuronales del sexo se asientan en regiones subcorticales de la vía inferior que se encuentran más allá del alcance del cerebro racional. Es por ello que, cuanto más desbordados nos vemos por los circuitos de la vía inferior, menos atención prestamos a las razones esgrimidas por la vía superior.
De ahí precisamente se deriva la irracionalidad que caracteriza a tantas elecciones románticas que parecen inaccesibles a los circuitos encargados del pensamiento lógico. Por ello podríamos decir que el cerebro social ama y cuida, mientras que el deseo discurre a través de los senderos de la vía inferior.
Cierta investigación de imagen cerebral ha demostrado que los circuitos cerebrales que se activan cuando los hombres y las mujeres contemplan la fotografía de una persona amada son diferentes, hasta el punto de que podríamos concluir que el deseo asume dos formas diferentes, una masculina y otra femenina. Estos centros están ligados, en el caso del hombre enamorado — aunque no en el de la mujer— al procesamiento visual, lo que pone de manifiesto que el aspecto de la mujer despierta la pasión de un hombre. No es de extrañar por tanto que, como dice cierta investigadora, haya tantos hombres interesados en la pornografía visual y que, por ello mismo, la autoestima de la mujer gire más en torno a su apariencia y, en consecuencia, preste más atención a su aspecto, para «promocionar visualmente mejor —según dice— los recursos de que dispone».
Los centros del cerebro emocional que se activan cuando la mujer contempla una imagen de su amado son, por su parte, muy diferentes y se centran en regiones cognitivas ligadas a la memoria y la atención. Esta diferencia explica por qué las mujeres ponderan más cuidadosamente sus sentimientos y piensan también más en el papel que, en el futuro, puede desempeñar su compañero. Es por ello que, al comienzo de la relación, las mujeres tienden a ser bastante más pragmáticas que los hombres, razón por la cual se enamoran también más lentamente. Como dice cierto investigador: «El sexo casual no es, después de todo, tan casual para las mujeres como lo es para los hombres».
Después de todo, el radar cerebral del apego necesita varios encuentros para decidirse a asumir un compromiso. Cuando los hombres se enamoran, se zambullen en la vía inferior, pero las mujeres —aunque también emplean la vía inferior— jamás abandonan completamente la superior.
Una visión más cínica afirma que “los hombres buscan objetos sexuales, mientras que las mujeres buscan objetos de éxito”. Pero, aunque los hombres se sientan atraídos por las mujeres que físicamente más les gustan y éstas por los signos de poder y de riqueza de aquéllos, esto no es tanto lo que les atrae como lo que les diferencia, porque lo que más atrae al hombre de la mujer y viceversa es, en ambos casos, la bondad.
Para complicar todavía más las cosas, los circuitos de la vía superior parecen decididos —por puritanismo o en aras de sentimientos más elevados— a reprimir las corrientes subterráneas del deseo. Todas las culturas han empleado la vía superior para refrenar los impulsos de la vía inferior o, dicho en términos freudianos, la civilización siempre ha generado malestar. Durante muchos siglos, por ejemplo, los matrimonios de las clases altas europeas eran un mero acuerdo entre las familias destinado a garantizar que la propiedad de la tierra quedara en manos de un determinado linaje. En esencia, los matrimonios concertados sellaban las alianzas interfamiliares, relegando así el amor y el deseo al ámbito del adulterio.
Según dicen los historiadores sociales, el ideal romántico de un vínculo emocional, amoroso y comprometido entre los miembros de la pareja no apareció, al menos en Europa, hasta la época de la Reforma, jalonando así la superación del ideal medieval de castidad que consideraba al matrimonio como un mal necesario. No fue hasta la Revolución Industrial y la emergencia de la clase media que la noción de amor romántico —según la cual basta, para casarse, con estar enamorados— acabó popularizándose en Occidente. Y es evidente que, en culturas como la hindú, por ejemplo —que aún viven a caballo entre la tradición y la modernidad—, son una minoría las parejas que se casan por amor y que, con mucha frecuencia, se ven obligadas a hacerlo superando las objeciones familiares, que siguen decantándose por el matrimonio concertado.
Pero el ideal moderno del matrimonio que combina el compañerismo y el respeto con los placeres más veleidosos del amor romántico debe reconocer el hecho de que nuestra biología no siempre colabora en ello. A fin de cuentas, la familiaridad acaba extinguiendo el deseo y hay ocasiones en que tal cosa puede ocurrir en el mismo momento en que la otra persona se convierte en un “objeto seguro”.
Pero las cosas todavía son más complicadas, porque las moléculas con que la naturaleza ha dotado a hombres y mujeres les orientan en direcciones diferentes. Así, por ejemplo, las tasas de substancias inductoras del deseo y del afecto son, en los hombres, superiores e inferiores, respectivamente, a las que muestran las mujeres. En esas diferencias biológicas se asientan precisamente muchas de las tensiones clásicas que enfrentan a hombres y mujeres en el dominio pasional.
Pero quizás el problema fundamental al que se enfrenta el amor romántico —dejando de lado las cuestiones culturales y de género— se deriva de la tensión existente entre los sistemas cerebrales que subyacen a la sensación de un apego seguro y aquellos otros en los que se asientan el cuidado y el sexo. Cada una de esas redes neuronales alienta un determinado conjunto de motivos y necesidades, que pueden estar en conflicto (en cuyo caso, el amor corre el peligro de zozobrar) o ser compatibles (en cuyo caso, por el contrario, florecerá).
Un pequeño truco de la naturaleza
A pesar de ser una mujer independiente y emprendedora, cierta escritora viajaba siempre con una funda de almohada en la que había dormido su marido que colocaba sobre la almohada de la cama del hotel en que se hospedaba porque, según decía, su olor la ayudaba a conciliar el sueño en un lugar extraño.
Esto tiene mucho sentido biológico y nos proporciona una pista de uno de los trucos empleados por la naturaleza para la conservación de las especies. Y es que el camino seguido durante los primeros pasos de la atracción sexual —o al menos del interés sexual— no discurre a través del pensamiento (ni de la emoción), sino de la vía inferior (es decir, la vía sensorial) que, en el caso de las mujeres, se origina en una impresión olfativa mientras que, en el de los hombres, por el contrario, parte de una impresión visual.
Los científicos han descubierto que el olor del sudor de un hombre puede tener un efecto muy importante sobre las emociones femeninas, elevando su estado de ánimo, relajándolas o aumentando la tasa de hormonas reproductivas luteinizantes responsables de la ovulación.
Éste es, al menos, el resultado de una investigación llevada a cabo en condiciones estrictamente clínicas (y, en consecuencia, muy poco románticas). Sobre el labio superior de las voluntarias que participaron en ese experimento —que creían formar parte de un estudio sobre el olor de productos de limpieza como la cera del piso, por ejemplo— se colocaron muestras de una substancia extraída de las axilas de hombres que llevaban cuatro semanas sin usar desodorante. La investigación demostró que, cuando el olor en cuestión pertenecía al sudor de un hombre, las mujeres se sentían más relajadas y contentas, cosa que no sucedía con olores procedentes de cualquier otra fuente.
Según la conclusión de los investigadores que llevaron a cabo ese experimento, esos olores podrían haber alentado la aparición, en un entorno más romántico, de sensaciones de tipo sexual. Es de suponer que, cuando una pareja está bailando, su abrazo hormonal va allanando silenciosamente el camino que conduce a la excitación sexual, mientras los cuerpos implicados establecen subliminalmente las condiciones que conducen a la reproducción. Este estudio, de hecho, formaba parte de una investigación más amplia —publicada en la revista Biology of Reproduction— sobre nuevas terapias de fertilidad y tenía por objeto aislar algún componente activo del sudor.
En el caso de los hombres, este correlato se asienta en el impacto que tiene la visión del cuerpo de una mujer en los centros cerebrales del placer. El cerebro masculino parece disponer de detectores de ciertos aspectos clave del cuerpo femenino, en particular, la ratio pecho-cintura-cadera, un signo de juventud y belleza que, en sí mismo, puede provocar la estimulación sexual del varón. Los estudios realizados en este sentido en todo el mundo valorando el atractivo de diferentes siluetas femeninas han concluido que los hombres suelen preferir a mujeres con una cintura cuya circunferencia es, aproximadamente, un 70 por ciento inferior a la de su cadera.
Las razones por las que el cerebro masculino funciona de ese modo llevan décadas siendo objeto de debate. Hay quienes ven esos circuitos neuronales como un modo de conseguir que los signos biológicos de la fertilidad de la mujer resulten especialmente atractivos a los hombres y optimizando, de ese modo, el destino de su esperma.
Sea cual fuere, sin embargo, la razón, se trata de una solución inteligente de la biología humana: la visión de la mujer moviliza al hombre, mientras que el olor de éste predispone a la mujer. Pero, por más que ésa haya sido una estrategia que funcionó perfectamente en los primeros estadios de la prehistoria humana, no es menos cierto que la vida moderna está provocando ciertas complicaciones en la neurobiología del amor.
El cerebro de la libido
El único criterio empleado en la selección de las mujeres y los hombres que participaron en una determinada investigación llevada a cabo en el University College de Londres fue el de estar “verdadera, profunda y locamente” enamorados. La investigación, que escaneó el cerebro de diecisiete voluntarios mientras contemplaban una fotografía de su pareja y de varios amigos, llegó a la conclusión de que su funcionamiento neuronal era muy semejante al de los adictos.
A diferencia de lo que sucede cuando miramos la imagen de un amigo, la contemplación de una fotografía de la persona amada provoca, tanto en los hombres como en las mujeres, la activación de las mismas regiones cerebrales, especializadas en el amor romántico. Como dice el neurocientífico Jaak Panksepp, gran parte de esos circuitos se activan también durante los estados eufóricos generados por la cocaína y los opiáceos. Estos descubrimientos sugieren que la naturaleza extática y adictiva del enamoramiento tiene una razón neuronal. Lo más sorprendente, sin embargo, es que, en el caso de los hombres, ninguno de los circuitos relacionados con el amor intervienen en el proceso de excitación sexual, aunque sí lo hacen regiones adyacentes a las del amor, lo que sugiere la existencia de un vínculo anatómico cuando el deseo va acompañado de amor.
Este tipo de investigaciones han permitido a la neurociencia desvelar los misterios de la pasión sexual y poner de relieve la combinación de hormonas y neurotransmisores que originan el deseo. A decir verdad, la receta del deseo es distinta en ambos géneros, pero sus elementos compositivos y el momento del acto sexual en que aparece ponen de manifiesto lo que parece un ingenioso plan destinado a la propagación de la especie.
Los circuitos neuronales del deseo por los que discurre la libido afectan a buena parte del cerebro límbico. Aunque los dos sexos comparten muchos de los circuitos de la vía inferior relacionados con la pasión sexual, también existen considerables diferencias que generan disparidades en el modo en que cada uno de ellos experimenta el acto amoroso, así como también el modo en que valoran las distintas facetas del encuentro amoroso.
En el caso de los hombres, la sexualidad y la agresividad dependen de la actividad en determinadas regiones cerebrales de la testosterona (una hormona sexual). Es por ello que, cuando el hombre se excita sexualmente, aumenta su tasa de testosterona, cosa que también sucede —aunque en menor medida— en el caso de la mujer.
También debemos señalar, en lo que respecta a su dimensión adictiva, que la tasa de dopamina —el agente químico que proporciona un intenso placer a actividades tan diversas como el juego y la adicción a las drogas— se dispara por igual tanto en los hombres como en las mujeres. Pero el efecto placentero de la dopamina no sólo aumenta durante la excitación sexual, sino que también se manifiesta en la frecuencia del coito y en la intensidad del impulso sexual.
La oxitocina —fuente química del cuidado— impregna con más profusión el cerebro de las mujeres que el de los hombres y tiene, en consecuencia, un impacto muy poderoso en los vínculos sexuales que establecen. La vasopresina (una hormona estrechamente ligada a la oxitocina), por su parte, también desempeña un papel muy importante en el establecimiento del vínculo. Lo más interesante es que los receptores de vasopresina son muy abundantes en células fusiformes, los conectores ultraveloces con que cuenta el cerebro social. Recordemos que las células fusiformes intervienen, por ejemplo, cuando formulamos juicios muy rápidos e intuitivos sobre una persona a la que acabamos de conocer. Aunque ninguno de los estudios realizados hasta la fecha pueda afirmarlo con total seguridad, estas células parecen las candidatas idóneas a la región cerebral responsable del “amor a primera vista” o, como mínimo, “al último deseo”.
Durante el período que culmina en el acto sexual, aumentan la tasa de oxitocina en el cerebro masculino, así como también el hambre hormonal activado por la arginina y la vasopresina (a las que se conoce conjuntamente como AVP). El cerebro masculino tiene más receptores AVP que el femenino y la mayoría se hallan concentrados en los circuitos asociados a la excitación sexual. La gran abundancia de AVP en la pubertad parece intensificar el deseo sexual del hombre, aumentar en la proximidad de la eyaculación y declinar rápidamente en el momento del orgasmo.