Los circuitos relacionados con el juego mantienen un vínculo muy estrecho con las redes neuronales que desatan la carcajada del niño al que se le hacen “cosquillas” La misma estructura de nuestro cerebro, pues, nos impulsa a jugar y alienta la sociabilidad.
La investigación realizada por Panksepp suscita una pregunta muy interesante: ¿Qué podríamos decir con respecto al niño impulsivo e hiperactivo, es decir, el niño que pasa rápidamente de una actividad a otra?
Hay quienes consideran estos indicadores como signos del trastorno de déficit de la atención e hiperactividad (o TDAH) que últimamente ha alcanzado, al menos en los Estados Unidos, proporciones epidémicas entre los niños escolarizados.
Todos estos, en opinión de Panksepp —extrapolando sus hallazgos en el ámbito de los roedores al de los seres humanos—, no son más que signos de un sistema neuronal capaz de jugar. Según dice, la medicación psicoestimulante con la que suele tratarse a los niños aquejados de TDAH reduce la actividad de los módulos cerebrales ligados al juego de los animales. En este sentido, esboza la propuesta radical —todavía no verificada— de no dejar entrar a los niños pequeños en el aula a primera hora de la mañana hasta después de haber “saciado” su deseo de jugar, cuando más dispuestos están a prestar atención. (Pero, pensándolo bien, eso era precisamente lo que sucedía en mi escuela primaria, mucho antes de que empezara a hablarse del TDAH.)
El tiempo invertido en el juego tiene efectos sobre el desarrollo neuronal y sináptico, porque fortalece los circuitos neuronales. Más allá de todo eso, sin embargo, el juego pone de relieve, en ocasiones, el efecto del carisma, porque los adultos, los niños y aun las ratas de laboratorio se sienten atraídos a pasar más tiempo con quienes más han jugado. Y es evidente que algunas de las raíces primordiales de la inteligencia social se remontan a estos circuitos de la vía inferior.
En la interacción de los innumerables sistemas cerebrales de control, los circuitos del juego postergan los sentimientos negativos —la ansiedad, la ira y la tristeza— todos los cuales, por su parte, suprimen el juego. En realidad, el impulso a jugar no se presenta hasta el momento en que el niño se siente adecuadamente protegido, es decir, relajado con sus compañeros y familiarizado con el campo de juego. Es por ello que la ansiedad inhibe el juego en todos los mamíferos, lo que sin duda refleja un diseño neuronal que cumple con alguna función de supervivencia.
A medida que el niño madura, los circuitos de control emocional empiezan lentamente a participar en la supresión del impulso efervescente que nos lleva a reír y a jugar. En la medida en que el neocórtex —en especial, los circuitos reguladores de la corteza prefrontal— van desarrollándose durante la infancia tardía y los primeros años de la adolescencia, el niño va adquiriendo la capacidad de satisfacer la exigencia social de “seriedad”. Es así como va encauzando poco a poco su energía hacia modalidades de placer “más maduras “y relegando el juego infantil a un mero recuerdo.
La capacidad de la alegría
Richard Davidson es, sin lugar a dudas, una de las personas más optimistas que conozco, hasta el punto de que bien podría decir que constituye el paradigma de la alegría.
Davidson y yo estudiamos juntos. Cuando posteriormente me convertí en periodista científico, solía consultarle con cierta frecuencia —como experto investigador— los últimos descubrimientos realizados en el campo de la neurociencia. Del mismo modo que su investigación resultó esencial para Inteligencia emocional, también basé en su obra parte de mi exploración en la neurociencia social (como, por ejemplo, el hallazgo de su laboratorio según el cual, cuanto más se activa la corteza orbitofrontal de una madre mientras contempla una imagen de su bebé, más intensos son sus sentimientos de amor y compasión).
Como fundador del campo de la neurociencia afectiva —el estudio de las emociones y el cerebro—, la investigación realizada por Davidson se ha centrado en el estudio de los centros neuronales que determinan nuestro particular punto de ajuste emocional que determina el rango de emociones que solemos experimentar.
Ese punto de ajuste —optimista o pesimista— se mantiene relativamente estable. Las investigaciones realizadas en este sentido han puesto de relieve, por ejemplo, que la euforia que experimentan las personas después de haber ganado enormes cantidades de dinero en la lotería tarda aproximadamente un año en recuperar el estado de ánimo promedio en el que antes se hallaban. Y algo parecido sucede también con las personas que se ven paralizadas por un accidente que, tras el sufrimiento inicial regresan, aproximadamente al cabo de un año, al mismo estado en el que solían estar antes del accidente.
Davidson ha descubierto que las dos regiones cerebrales más activas cuando las personas se encuentran en las garras de una emoción perturbadora son la amígdala y la corteza prefrontal derecha. Cuando estamos alegres, esas regiones permanecen mudas y la que se activa es la corteza prefrontal izquierda. La actividad del área prefrontal constituye un reflejo neuronal de nuestro estado de ánimo, activándose el lado derecho cuando estamos angustiados y el izquierdo, por el contrario, cuando estamos animados.
Es por ello que, aun en el caso de que nos hallemos en un estado de ánimo neutro, la ratio de actividad basal entre nuestras regiones prefrontales derecha e izquierda nos proporciona una medida considerablemente exacta del rango de emociones que solemos experimentar. Así pues, las personas que presentan una mayor activación izquierda son especialmente proclives a los momentos de depresión o abatimiento, mientras que quienes muestran una mayor activación derecha suelen ser más alegres.
Lo más interesante es que este termostato emocional no parece activarse en el momento del nacimiento. Es cierto que cada uno de nosotros posee un temperamento innato que le torna más o menos proclive a la alegría o la tristeza, pero la investigación realizada en este sentido ha puesto de relieve que, independientemente de este punto de partida, nuestra capacidad cerebral adulta de experimentar alegría depende del tipo de cuidados que hayamos recibido en la infancia. Además, las personas más felices son también las más resilientes — es decir, las más capaces de superar trastornos y recuperar más prontamente un estado más tranquilo y feliz—, lo que parece evidenciar la existencia de un vínculo directo entre la resiliencia y la capacidad de ser feliz.
«Muchos de los datos procedentes de la investigación realizada en el mundo animal —observa Davidson— muestran que los padres más cuidadosos —las madres que más lamen y asean a sus retoños, por ejemplo— promueven la felicidad y la resiliencia al estrés en sus crías. Uno de los indicadores más claros de afecto positivo —tanto en el caso de los animales como en el de los seres humanos— es la capacidad de exploración y sociabilidad de la cría, especialmente en situaciones estresantes como moverse en un entorno desconocido. Conviene tener pues en cuenta que, en este sentido, la novedad puede ser tanto una amenaza como una oportunidad. Es por ello que los animales que hayan recibido más cuidados considerarán los lugares extraños como una oportunidad y, en consecuencia, los explorarán más libremente y serán también más sociables.»
Este descubrimiento en el campo animal es equiparable a un hallazgo realizado por Davidson en una investigación sobre seres humanos de cerca de sesenta años que habían sido evaluados periódicamente cada cierto tiempo desde que concluyeron sus estudios secundarios. Cuando el grupo de Davidson midió el punto de ajuste de su felicidad, la investigación puso de relieve que los más resilientes y los que mostraban un estado de ánimo más positivo compartían una pauta reveladora de actividad cerebral. Lo más curioso es que los adultos que recordaron haber sido mejor cuidados en su infancia tendieron a presentar una pauta cerebral más tendente a la felicidad.
¿Pero no serán esos recuerdos amables de la infancia el mero reflejo de la actitud optimista con la que contemplaban su vida? Tal vez sea así pero, como me dijo Davidson: «La alegría que impregna el mundo de las relaciones del niño parece un factor esencial para el establecimiento de los caminos neuronales que conducen a la felicidad».
La resiliencia
Una pareja adinerada y madura de Nueva York a la que conozco tiene una hija a la que idolatran. Siempre están obsequiándola y han contratado a todo un equipo de niñeras que se turnan para que jamás esté desatendida.
Pero, a pesar de la casa de muñecas, el repertorio de juegos de jardín y los centenares de juguetes que abarrotan su cuarto, sin embargo, la niña —que ahora ya tiene cuatro años— parece un tanto desesperada, porque sus padres, temerosos de que algo la contrariase, jamás le han permitido tener un compañero de juegos.
La pareja suscribe la curiosa teoría de que, si logran evitar todas las situaciones estresantes, su hija acabará convirtiéndose en una persona feliz.
Pero esa visión errónea les ha llevado a soslayar la relación existente entre la resiliencia y la felicidad y asumir una actitud sobreprotectora que, de hecho, constituye una forma de privación. La misma idea de que hay que evitar a toda costa el sufrimiento de los niños distorsiona la realidad y no tiene en cuenta el modo en que el niño aprende a convertirse en una persona feliz.
La investigación realizada en este sentido ha puesto de relieve que la búsqueda de una elusiva felicidad continua no es tan importante como el modo de aprender a capear las tormentas emocionales y recuperar la normalidad. El objetivo del parentaje no debería, por tanto, ser una frágil psicología “positiva” —que se aferre con uñas y dientes a un supuesto estado de felicidad continua— sino más bien al modo de aprender, suceda lo que suceda, a recuperar la alegría.
Así, por ejemplo, los padres que saben “reenmarcar” un momento preocupante (el tipo de sabiduría encerrada en el dicho “No hay que llorar sobre la leche derramada” [que viene a significar nuestro “A lo hecho, pecho’]) enseñan a sus hijos un método universal que puede enseñarles a desarticular las emociones negativas. Estas pequeñas intervenciones van enseñando al niño la capacidad —que acaba integrándose neuronalmente en los circuitos orbitofrontales— de enfrentarse a los problemas contemplando el lado positivo de las cosas.
Mal preparados creceremos emocionalmente si, de pequeños, no aprendemos a gestionar los inevitables contratiempos de la vida. El niño sólo desarrolla sus recursos internos aprendiendo a soportar los embates del patio de recreo, campo de adiestramiento de los altibajos de la vida cotidiana. Y, del mismo modo, el cerebro sólo domina la resiliencia social cuando el niño renuncia a mantenerse en un monótono estado de placer continuo y se acostumbra a enfrentarse a los inevitables problemas que acechan a la vida social.
El valor del estrés depende, en gran medida, del dominio que logre el niño de esa reacción, que se refleja en la tasa de hormonas ligadas al estrés. Durante las primeras semanas del año escolar, por ejemplo, los preescolares más sociables, socialmente competentes y queridos por los demás mostraron una mayor actividad en los circuitos cerebrales que desencadenan la secreción de las hormonas del estrés, lo que refleja sus esfuerzos fisiológicos para responder al reto que implica integrarse en el nuevo grupo social de sus compañeros de juego.
Esa tasa declina en la medida en que el año avanza y encuentra un nicho cómodo en esa pequeña comunidad pero, en el caso de los preescolares infelices
y socialmente aislados, por el contrario, siguen manteniéndose o incluso intensificándose.
El aumento de la tasa de hormonas ligadas al estrés que aparece durante los “nervios de las primeras semanas” pone de relieve una valiosa respuesta metabólica que moviliza al cuerpo para enfrentarse a una situación problemática. El dominio del ciclo biológico de excitación y recuperación de la normalidad refleja la onda sinusoidal característica de la resiliencia. Por el contrario, los niños que no llegan a dominar el estrés muestran una pauta muy diferente, porque su funcionamiento biológico es demasiado fijo y su punto de ajuste demasiado elevado.
Demasiado asustados
A los dos años de edad, una de mis nietas pasó varios meses fascinada por Evasión en la granja, una película de dibujos animados un tanto siniestra de gallinas que tratan de escapar de una granja avícola en la que están condenadas a morir. Algunas de las secuencias tienen un tono sombrío más característico de una película de miedo que de una película infantil y hay escenas que pueden inspirar miedo y hasta terror en los niños de dos años.
Pese a resultar bastante espeluznante, mi nieta quería ver la película una semana tras otra porque se había convertido, según dijo, en su película favorita.
¿Pero por qué a mi nieta le gustaba tanto una película de miedo? Quizás la respuesta a esta pregunta resida en el hecho de que la contemplación repetida de escenas tan terribles, que combinan el miedo con el conocimiento de que, finalmente, todo acabará bien, proporciona un tipo de aprendizaje neuronal.
Los datos más convincentes de la neurociencia sobre los beneficios del miedo provienen de un estudio realizado con monos tití. Durante el tiempo que duró la investigación, los monos de diecisiete semanas (el equivalente a los niños pequeños) eran sacados de su acogedora jaula una vez por semana durante diez semanas y colocados durante una hora en otra jaula con monos adultos desconocidos algo que, como ponía claramente de relieve su conducta, les resultaba realmente aterrador.
Cuando esos monos fueron finalmente destetados (aunque todavía bajo la tutela de sus madres), se les colocó, en compañía de su madre, en una jaula extraña en la que estaban solos y en la que había abundantes regalos y muchos lugares para explorar.
La investigación demostró que los monos que previamente se habían visto expuestos a las jaulas estresantes eran mucho más valientes y curiosos que otros de su misma edad que jamás se habían alejado de sus madres. Esos monos exploraron libremente las nuevas jaulas y probaron todas las comidas con las que se encontraron, mientras que los que nunca se habían alejado del seguro regazo de sus madres seguían tímidamente aferrados a ellas.
Resulta muy significativo que los jóvenes independientes no mostraran el menor signo biológico de activación del miedo, aunque lo hubieran tenido en sus esporádicas visitas anteriores. De este modo, la exposición repetida a un lugar que atemoriza parece funcionar como una especie de vacuna contra el estrés.