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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

Inteligencia Social (34 page)

BOOK: Inteligencia Social
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La conclusión que extrajeron los investigadores fue que una dosis moderada de estrés proporciona al cerebro que se halla en proceso de desarrollo la oportunidad de descubrir el modo de tranquilizarse y dominar la amenaza. Según afirman los neurocientíficos, los niños expuestos al estrés pueden, como hacen los monos jóvenes, aprender a dominarlo, un dominio que acaba integrándose en sus circuitos neuronales, tornándolos más resilientes para enfrentarse al estrés cuando alcanzan la edad adulta. De este modo, la repetición de la secuencia que conduce desde el miedo hasta la calma va fortaleciendo la resiliencia de sus circuitos neuronales y desarrollando así una capacidad emocional básica.

Como dice Richard Davidson: «La exposición a una dosis manejable de estrés puede enseñarnos a ser resilientes». Si el estrés es muy leve no aprenderemos nada mientras que si, por el contrario, es excesivo, los circuitos neuronales del miedo acaban aprendiendo una lección equivocada. El mejor indicador de que una película de miedo es demasiado fuerte para un niño se refleja en la rapidez de recuperación fisiológica. Si su cerebro y su cuerpo permanecen fijados en la modalidad de activación del miedo no aprenderán a ser resilientes sino, muy al contrario, la imposibilidad de recuperarse de esa situación.

Pero cuando la “amenaza” a la que se enfrenta el niño se halla dentro de un rango óptimo, experimentando un aumento provisional de la respuesta de miedo que desaparece en el momento en que en la pantalla aparece la palabra “Fin”. podemos asumir la existencia de una secuencia neuronal diferente. Esto también podría explicar el placer que experimentaba mi nieta de dos años al ver esa película de miedo y por qué son tantas las personas (especialmente preadolescentes y adolescentes) que adoran las películas de miedo.

Es evidente que el grado de miedo que puede ser manejado dependerá de la edad y también del niño, ya que lo que puede ser poco para algunos tal vez sea excesivo para otros. No olvidemos que la muerte de la madre de Bambi, la vieja película clásica de Disney, resultó, en su día, traumática para muchos de los niños que fueron a verla. También es evidente, en este mismo sentido, que los niños pequeños no deberían ver películas de terror como Pesadilla en Elm Street que, sin embargo, puede enseñar al adolescente algunas lecciones de resiliencia. Y ello es así porque, donde el niño pequeño puede verse desbordado, el adolescente puede disfrutar de una excitante combinación de peligro y placer.

Si la película es tan terrible que el niño se siente acosado por pesadillas y terrores diurnos durante meses, el cerebro no habrá aprendido la lección. En tal caso, en lugar de ayudarle a dominar el miedo, quizás simplemente predisponga y hasta fortalezca sutilmente la respuesta de miedo. Los investigadores sospechan que, en este sentido, la depresión y la ansiedad pueden deberse a situaciones demasiado estresantes ligadas, no tanto a la variedad cinematográfica, como a la realidad mucho más cruda de una vida familiar excesivamente tormentosa.

El cerebro social aprende imitando modelos, como el padre que observa serenamente lo que, para otro, resulta amenazador. Es por ello que, cuando mi nieta contemplaba una escena especialmente atemorizante mientras escuchaba la consoladora voz de su madre diciéndole “Todo acabará bien” (o su padre le transmitía el mismo mensaje mientras estaba sentada en su regazo) se sentía segura y podía controlar sus sentimientos, una sensación a la que podía apelar en momentos posteriores.

Esas lecciones básicas de la infancia dejan su impronta en la vida, no tanto como una actitud básica hacia el mundo social, sino como la capacidad para navegar a través de la vorágine del amor adulto. Y el amor, a su vez, también deja una impronta biológica duradera.

CUARTA PARTE

LAS VARIEDADES DEL AMOR

CAPÍTULO 13

LAS REDES DEL APEGO

Son tres al menos, según la neurociencia, los sistemas cerebrales independientes, aunque interrelacionados, que movilizan —de maneras diferentes— nuestro corazón. En su intento de desentrañar los misterios del amor, los neurocientíficos han descubierto la existencia de tres redes neuronales distintas relacionadas con el apego, el cuidado y el sexo, cada una de las cuales agrega su especial “toque” químico (mediante hormonas, neurotransmisores y circuitos neuronales diferentes) a las múltiples variedades del amor.

El apego determina las personas a las que apelamos en busca de ayuda y aquellas otras que más extrañamos cuando están ausentes, mientras que el cuidado, por su parte, nos lleva a prestar más atención a las personas que más nos interesan. Pero si, en el apego, recibimos afecto y, en el cuidado, por el contrario, lo damos ¿qué sucede entonces en el caso del sexo? Bueno, el sexo es sexo.

Cuando todo va bien, el funcionamiento equilibrado de estos tres sistemas contribuye al diseño de la naturaleza para la conservación de la especie. El sexo, después de todo, no es más que el punto de partida; el apego proporciona el aglutinante que no sólo mantiene unida a la pareja, sino también a todo el grupo familiar y el cuidado, por último, nos lleva a proteger a nuestros hijos para que puedan crecer hasta tener su propia descendencia. Cada una de estas tres vertientes del afecto nos conecta también de manera diferente a los demás. Así, por ejemplo, cuando el apego se entrelaza con el cuidado y la atracción sexual, podemos vivir el auténtico romance pero, cuando uno de esos tres elementos está ausente, el amor romántico se tambalea.

Son muchos los circuitos neuronales implicados, en combinaciones muy diversas, en las distintas variedades del amor —romántico, familiar y parental—, así como también en nuestra capacidad de conexión, ya sea a través de la amistad, la compasión o, sencillamente, el cuidado de un gato. Por extensión, los mismos circuitos también parecen hallarse presentes, en mayor o menor grado, en cuestiones tan diversas como nuestras aspiraciones espirituales o nuestra predilección por los espacios vacíos y las playas desiertas.

Muchos de los caminos neuronales por los que discurre el amor lo hacen a través de la vía inferior, razón por la cual quienes creen que la inteligencia social se basa exclusivamente en la cognición se encuentran, en este sentido, un tanto perdidos. No debemos olvidar que las fuerzas del afecto que nos vinculan a los demás preceden a la emergencia del cerebro racional. Es por ello que las razones del amor siempre son subcorticales, aunque su culminación pueda necesitar una cuidadosa planificación. El amor, pues, requiere de una inteligencia social plenamente desarrollada en la que la vía inferior se halle en perfecto maridaje con la superior porque, aisladamente consideradas, resultan insuficientes para el establecimiento de vínculos poderosos y satisfactorios.

Desentrañar la compleja red neuronal en la que se asienta el afecto puede ayudarnos a eliminar algunas confusiones y problemas. Cada uno de estos tres grandes sistemas relacionados con el amor —el apego, el cuidado y la sexualidad— posee sus propias y complejas reglas. En un determinado momento, cualquiera de ellos puede destacar como, por ejemplo, cuando una pareja se mantiene afectuosamente próxima, cuando abrazan a su bebé o cuando hacen el amor pero, cuando los tres operan simultáneamente, alientan la más exquisita de las modalidades de relación, un tipo de conexión relajada, afectuosa y sensual en la que florece el rapport.

El primer paso necesario para entablar este tipo de unión tiene que ver con la modalidad exploratoria que caracteriza al sistema del apego. Como ya hemos visto, este sistema inicia su actividad en la temprana infancia, orientando al pequeño hacia la búsqueda de protección y cuidado por parte de los demás, especialmente de los padres y de otros cuidadores. Y el paralelismo que existe entre el modo en que entablamos la relación con nuestra pareja y nuestros primeros apegos vitales son realmente fascinantes.

El arte del cortejo

Es viernes por la noche y el bar del Upper East Side de Nueva York está abarrotado por una muchedumbre elegantemente vestida. Se trata de un evento exclusivamente destinado a solteros y en el que la agenda de la velada gira en torno al ritual del cortejo.

Una mujer desfila ante la barra que conduce a los aseos, moviendo la melena y contoneando sinuosamente la cadera. Cuando pasa junto a un hombre que llama su atención, fija su mirada en él unos instantes y, en el caso de que éste se la devuelva, desvía rápidamente la suya hacia otra parte.

El mensaje que transmite implícitamente todo ese despliegue ritual es el de “Fíjate en mí”.

Esa mirada insinuante, seguida de la retirada coqueta, reproduce la misma secuencia de aproximación y alejamiento que podemos encontrar en la mayoría de las especies de mamíferos en las que la supervivencia de los neonatos requiera de la participación del padre, razón por la cual la hembra se ve obligada a poner a prueba la predisposición del macho hacia la búsqueda y el compromiso. El arte del cortejo es tan universal que los etólogos lo han observado incluso en el caso de las ratas, en donde la hembra se acerca y se aleja repetidamente del macho o pasa velozmente frente a él inclinando la cabeza y emitiendo los mismos chillidos agudos que las crías cuando están jugando.

La sonrisa coqueta —que consiste en sonreír mientras se mira hacia otro lado para pasar luego a mirar directamente al objeto de deseo, antes de apartar de nuevo la mirada— es una de las dieciocho variedades de sonrisas del catálogo esbozado por Paul Ekman.

Esa forma de cortejo se sirve de un ingenioso circuito neuronal que parece haber sido implantado en el cerebro del varón exclusivamente para este momento. Un equipo de neurocientíficos de Londres ha descubierto la activación de un circuito dopamínico que libera una dosis de placer cada vez que un hombre se siente mirado por una mujer que le resulta atractiva. Esta activación no ocurre cuando es el hombre el que mira a una mujer hermosa ni tampoco cuando establece contacto ocular con una mujer que no le gusta.

Pero, independientemente de que el hombre encuentre más o menos atractiva a una determinada mujer, el cortejo produce sus propios resultados, porque los hombres se acercan más a las mujeres más coquetas y menos, por el contrario, a aquellas otras que, aun siendo atractivas, no coquetean tanto.

Como bien ha documentado un investigador armado de una cámara fotográfica dotada de un objetivo lateral (que permite, en consecuencia, tomar fotografías sin que se entere la persona interesada), el cortejo se halla presente en todas las culturas del mundo, desde París hasta Samoa. El coqueteo constituye el gambito de apertura de la serie de negociaciones tácitas continuas que jalonan las distintas fases del cortejo, un movimiento estratégico que parece cumplir con la función de transmitir la información de que uno está en condiciones de relacionarse.

Algo parecido sucede cuando el niño pequeño muestra su interés indiscriminado en relacionarse y sonríe abiertamente a cualquiera que le responda. Pero el paralelismo entre esa conducta infantil y el cortejo adulto no se agota en la sonrisa, sino que prosigue en el establecimiento del contacto ocular y el animado parloteo —con un tono de voz agudo que va acompañado de gestos exagerados— que podemos advertir en el niño deseoso de entablar relación con alguien.

La siguiente fase, esencial en los momentos iniciales de todo cortejo —al menos en nuestro país— es la de la “conversación”. que parece cumplir con la función de determinar si realmente merece la pena establecer un vínculo con esa posible pareja. Esta fase proporciona a la vía superior la posibilidad de intervenir en un proceso que, hasta ese momento, sólo había discurrido a través de la vía inferior, como el padre que revisa con suspicacia la agenda de citas de su hija adolescente.

Mientras que la vía inferior nos lleva a caer en los brazos del otro, la vía superior nos permite contemplar las cosas desde una perspectiva más amplia, de ahí la importancia de mantener, después de una cita, una conversación en torno a un café. De este modo, el cortejo prolongado permite a los implicados calibrar mejor la capacidad del otro para lo que más les importa, es decir, que la otra persona sea considerada, comprensiva, receptiva y competente, es decir, digna de un apego todavía más intenso.

Es así como las distintas fases del cortejo proporcionan a los implicados la posibilidad de determinar si la persona en cuestión podrá convertirse en una pareja adecuada, un indicador positivo de que será un buen padre. Es en esta fase —que se asemeja al modo en que los bebés de tres meses seleccionan a las personas con las que quieren relacionarse, centrándose en aquéllas que les parecen más seguras— cuando los implicados valoran la cordialidad, sensibilidad y reciprocidad de su interlocutor y toman una decisión.

Cuando una persona ha superado esta prueba, la sincronía jalona la transición que separa la mera atracción del deseo romántico. El bienestar generado por esta conexión se pone de manifiesto —tanto en el caso de los bebés como en el de los adultos— en las miradas, mimos y arrumacos que reflejan su proximidad. Durante esta fase, los amantes regresan a un estadio infantil en el que no faltan los diminutivos, las palabras infantiles, los nombres privados, los susurros y las caricias. Esta intimidad física jalona el punto en el que cada uno de ellos se convierte —en un eco procedente también de la infancia— en una especie de fundamento seguro para el otro.

A decir verdad, el cortejo puede ser tan tormentoso para los adultos como las rabietas para los niños, no en vano los niños son tan egocéntricos como pueden serlo los amantes. Y esta pauta general se adapta también a las distintas modalidades de riesgo y ansiedad que pueda experimentar una pareja, desde el romance en tiempos de guerra y los “amores prohibidos” hasta las mujeres que se enamoran de hombres “peligrosos”. Tal vez esto explique por qué, en algunos casos, el enamoramiento se asemeja más a la adicción que a los juegos de la infancia.

El neurocientífico Jaak Panksepp sostiene la hipótesis de que, cuando una pareja se enamora, sus integrantes se convierten, de algún modo, en adictos el uno del otro. La investigación realizada por Panksepp ha puesto de relieve la existencia de un correlato neuronal entre la dinámica de la adicción a los opiáceos y la dependencia de las personas con las que experimentamos los apegos más intensos. Todas las relaciones interpersonales positivas, en su opinión, deben parte de su placer al sistema de los opiáceos, es decir, a los mismos circuitos que nos mantienen atados a la heroína y otras sustancias adictivas.

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