Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas (70 page)

BOOK: Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas
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Fig. 17.2. Cerebro humano.

A medida que se avanza en esta dirección del desarrollo de las especies, el cerebro adquiere una importancia cada vez mayor, llegando a constituir el principal componente del encéfalo. El cerebro medio o mesencéfalo se reduce considerablemente de tamaño. En el caso de los primates, en los que el sentido de la vista se ha perfeccionado a expensas del sentido del olfato, los lóbulos olfatorios del cerebro anterior se han reducido a simples bulbos. En esta fase evolutiva, el cerebro se ha extendido ya sobre el tálamo y el cerebelo. Incluso los primeros fósiles homínidos tenían encéfalos mucho mayores que los monos más evolucionados. Mientras que el cerebro del chimpancé o del orangután pesa menos de 400 g, y el gorila, de dimensiones mucho mayores que el ser humano, tiene un cerebro que pesa por término medio 540 g, el cerebro del
Pithecanthropus
pesaba unos 850 a 1.000 g. Y éste fue un homínido «poco inteligente». El cerebro del hombre de Rhodesia pesaba unos 1.300 g; el cerebro del hombre de Neandertal y del moderno
Homo sapiens
pesaban unos 1.500 g. El mayor desarrollo mental del hombre moderno con respecto al hombre del Neandertal parece obedecer al hecho de que en el primero una mayor proporción de su cerebro se hallaba concentrada en las regiones anteriores de este órgano, que al parecer controlan los aspectos más superiores de la función mental. El hombre de Neandertal tenía frente estrecha, con la masa cerebral desplazada hacia las regiones posteriores del cráneo, mientras que, por el contrario, el hombre moderno, de frente despejada, muestra un mayor desarrollo de las regiones frontales del cerebro.

El cerebro del homínido se ha triplicado en tamaño en los últimos tres millones de años, un aumento muy rápido teniendo en cuenta la velocidad de los cambios evolutivos. ¿Pero, por qué sucedió esto? ¿Por qué en los homínidos?

Una posible razón es que sabemos que hasta los homínidos más tempranos y de pequeño cerebro ya andaban erguidos, exactamente como lo hacen los humanos. La postura erecta precedió en gran medida a la ampliación cerebral. La postura erguida tiene dos importantes consecuencias: en primer lugar, los ojos se hallan situados muy por encima del suelo y entregan más información al cerebro: en segundo lugar, los miembros superiores quedan
permanentemente
libres para sentir y manipular el medio ambiente. El aflujo de percepciones sensoriales, la visión a larga distancia y la manipulación a corta distancia tienen como resultado que un cerebro ampliado sea capaz de hacer frente de una manera útil a los nuevos materiales, y cualesquiera individuos cuyos cerebros hayan de ser más eficientes (a través de un tamaño superior y organización) son proclives a tomar ventaja sobre los otros. Los procedimientos evolutivos, pues, acaban inevitablemente produciendo unos homínidos con un cerebro mayor. (O por lo menos así nos parece a nosotros retrospectivamente.)

El cerebro humano

El cerebro del hombre moderno representa l/150 parte de su peso corporal. Cada gramo de cerebro corresponde, por así decirlo, a 50 g de su organismo. En comparación, el cerebro del chimpancé pesa aproximadamente la 1/50 parte de su cuerpo y el del gorila cerca de 1/500 parte del peso de su organismo. En realidad, algunos de los primates más pequeños tienen un cociente cerebro/cuerpo más elevado que el del ser humano. (Así ocurre también, por ejemplo, en los colibríes.) Un mono puede tener un cerebro que represente la 1/18 parte del peso de su cuerpo. Sin embargo, en este caso la masa de su cerebro es tan pequeña en términos absolutos, que no puede contener la necesaria complejidad para manifestar la inteligencia del ser humano. En resumen, lo que es necesario, es lo que el ser humano tiene, un cerebro que es grande en términos absolutos y en relación con el tamaño de su organismo.

Esto se hace evidente con más claridad en el hecho de que dos tipos de mamíferos poseen cerebros mucho mayores que el ser humano y que, no obstante, no confieren a esos mamíferos una inteligencia superior. Los elefantes más grandes pueden tener cerebros de hasta 6.000 g. Y las ballenas más grandes pueden poseer cerebros de hasta 9.000 g. No obstante, el tamaño de los cuerpos que deben ser gobernados por estos cerebros es enorme. El cerebro del elefante, a pesar de su tamaño, sólo representa la 1/1.000 parte del peso de su cuerpo, mientras que el cerebro de una ballena grande puede representar sólo la 1/10.000 parte del peso de su cuerpo.

No obstante, sólo en una dirección tiene el ser humano un posible rival. Los delfines y las marsopas, pequeños miembros de la familia de los cetáceos, tienen posibilidades de emular al hombre. Algunos de estos animales no pesan más que un ser humano y, sin embargo, sus cerebros son mayores (con pesos de hasta 1.700 g) y con más circunvoluciones.

Pero, a partir de este solo hecho, no puede llegarse a la conclusión de que el delfín sea más inteligente que el ser humano, por cuanto debe considerarse, además, la cuestión de la organización interna del cerebro. El cerebro del delfín (al igual que el del hombre del Neandertal) puede estar más orientado en la dirección de lo que podemos considerar las «funciones inferiores».

La única manera segura de poder establecerlo es intentar medir experimentalmente la inteligencia del delfín. Algunos investigadores, principalmente John C. Lilly, parecen estar convencidos de que la inteligencia del delfín es comparable a la nuestra, que los delfines y las marsopas tienen un tipo de lenguaje tan complicado como el nuestro y que posiblemente pueden haber establecido una forma de comunicación interespecífica.

Incluso aunque esto sea así, está fuera de toda duda que los delfines, aunque inteligentes, perdieron la oportunidad de aplicar su inteligencia al control del medio ambiente cuando se readaptaron a la vida marina. Es imposible hacer uso del fuego bajo el agua, y fue el descubrimiento del uso del fuego lo que diferenció por vez primera a la Humanidad de todos los demás organismos. Más fundamental todavía, la locomoción rápida a través de un medio viscoso como el agua requiere una forma aerodinámica. Esto ha hecho imposible en el delfín el desarrollo de cualquier equivalente del brazo y la mano humanos, con lo que el medio ambiente puede ser delicadamente investigado y manipulado.

Otro punto interesante radica en que los seres humanos alcanzaron y sobrepasaron a los cetáceos. Cuando los homínidos tenían aún un cerebro pequeño, los delfines poseían ya un cerebro grande, aunque los últimos no pudieron llegar a detener a los primeros. Nos parecería inconcebible hoy permitir que el desarrollo evolutivo de una raza de gran cerebro, o incluso de un perro con un cerebro grande, amenazase nuestra posición en la Tierra, pero los delfines, atrapados en el mar, no pudieron hacer nada para impedir el desarrollo del homínido hasta el punto que ahora podemos borrar de la faz de la Tierra la vida de los cetáceos con un pequeño esfuerzo, si tal fuese nuestro deseo. (Debe ponerse en nuestro haber que muchísimos de nosotros no deseemos una cosa así, y que se hagan todos los esfuerzos posibles para evitarlo.)

Los delfines, de alguna manera filosófica que aún no comprendemos, nos sobrepasan en ciertas formas de inteligencia, pero, hasta ahora en lo que se refiere a un control efectivo del medio ambiente y al desarrollo de la tecnología, el
Homo sapiens
sigue sin tener igual en la actualidad en la Tierra o, por lo que sabemos, también en el pasado. (Huelga decir que la actividad de los seres humanos para ejercer su inteligencia y su capacidad tecnológica no ha sido siempre necesariamente para el bien del planeta …, o para nosotros mismos, todo hay que decirlo.)

Pruebas de inteligencia

Teniendo en cuenta la dificultad para determinar el preciso nivel de inteligencia de especies como la del delfín, también cabe decir que no existe método del todo satisfactorio para medir el exacto nivel de inteligencia de los miembros individuales de nuestra propia especie.

En 1904, los psicólogos franceses Alfred Binet y Théodore Simon idearon unos medios para comprobar la inteligencia a través de las respuestas dadas a unas preguntas juiciosamente escogidas. Tales
tests
o
pruebas de inteligencia
han dado origen a la expresión
coeficiente de inteligencia
(o C.I.), que representa el índice de la edad mental, medido por el
test
, respecto de la edad cronológica, y esta proporción se multiplica por 100 para eliminar los decimales. El público en general quedó pronto enterado del significado del C.I. Principalmente gracias a la obra del psicólogo norteamericano Lewis Madison Terman.

El problema radica en que no se ha ideado ninguna de estas pruebas que no se centre de forma cultural. Unas preguntas sencillas acerca de arados podrían dejar desconcertado a un chico de ciudad inteligente, y una simple pregunta acerca de escaleras mecánicas también dejaría en mal lugar a un igualmente inteligente muchacho del campo, y ambas preguntas también dejarían intrigado a un igualmente inteligente aborigen australiano, que, sin embargo, podría responder a preguntas acerca de bumerangs que nos dejarían a nosotros sin aliento.

Y lo que es más, resulta difícil para la gente no tener ideas preconcebidas acerca de quién es inteligente y quién no lo es. Un investigador es proclive a encontrar una elevada inteligencia en sujetos de una cultura similar. Stephen Jay Gould, en su libro
The Mismeasure of Man
(1981), describe con todo detalle cómo las mediciones del C.I., incluso desde la Primera Guerra Mundial, han sido puestos al servicio de un inconsciente y dado por supuesto racismo.

El más reciente y característico ejemplo de esto nos lo proporciona el psicólogo británico Cyril Lodowic Burt, educado en Oxford y que daba clases tanto en Oxford como en Cambridge. Estudió el C.I. de niños y correlacionó esos C.I. con el
status
ocupacional de los padres: profesiones elevadas, profesiones bajas, administrativos, trabajo especializado, semiespecializado y sin cualificar.

Descubrió que el C.I. se adecuaba perfectamente con las ocupaciones. Cuanto más bajo se encontraban los padres en la escala social, más bajo era el C.I. de los hijos. En otras palabras, la gente pertenecía al lugar en que se encontraba, y los que eran mejores se hallaban donde debían estar.

Además, Burt comprobó que los hombres tenían un C.I. mayor que las mujeres, los ingleses mejor que los irlandeses, los gentiles mejor que los judíos, etc. Hizo pruebas con gemelos idénticos que habían sido separados poco después del nacimiento, y descubrió que sus C.I. eran, pese a todo, muy similares, apuntando una vez más hacia la mayor importancia de la herencia en relación al medio ambiente.

Burt recibió grandes honores y fue nombrado caballero antes de su muerte acontecida en 1971. Sin embargo, tras su fallecimiento se descubrió que, más allá de toda duda, había falseado sus datos.

No es necesario bucear en las razones psicológicas de todo esto. Es suficiente (para mí) que la gente está tan ansiosa de que les consideren inteligentes, que les es casi imposible encontrar unos datos que les muestren unos resultados opuestos. Todo el campo de las pruebas de inteligencia se halla tan implicado con la emoción y el amor a uno mismo que los resultados deben ser abordados con gran cautela.

Otro
test
familiar se dirige a un aspecto de la mente que es aún más sutil y elusivo que la inteligencia. Consiste en unas pautas de manchas de tinta que preparó por primera vez un médico suizo, Hermann Rorschach, entre 1911 y 1921. Se les pide a los sujetos que conviertan esas manchas de tinta en imágenes; según el tipo de imágenes que configure en esa
prueba Rorschach
, podrán extraerse conclusiones referentes a su personalidad. No obstante, incluso en el mejor de los casos, dichas conclusiones no es probable que sean verdaderamente concluyentes.

La especialización de funciones

Sorprendentemente, muchos de los filósofos de la Antigüedad desconocieron casi por completo la significación del órgano situado en el interior del cráneo humano. Aristóteles consideró que el cerebro era simplemente una especie de dispositivo de acondicionamiento de aire, por así decirlo, cuya función sería la de enfriar la sangre excesivamente caliente. En la generación que siguió a la de Aristóteles, Herófilo de Chacedón, investigando al respecto en Alejandría, reconoció correctamente que el cerebro era el asiento de la inteligencia; como era usual, los errores de Aristóteles tenían más peso que las verdades de otros.

Por tanto, los pensadores antiguos y medievales tendieron a menudo a localizar las emociones y la personalidad en órganos tales como el corazón, el hígado y el bazo (de ahí las expresiones «con el corazón destrozado», «descarga su bilis», y otras similares).

El primer investigador del cerebro fue un médico y anatomista inglés del siglo XVII, llamado Thomas Willis; describió el trayecto seguido por los nervios hasta el cerebro. Posteriormente, un anatomista francés llamado Felix Vicq d'Azyr y otros bosquejaron la anatomía del cerebro. Pero no fue hasta el siglo XVIII cuando un fisiólogo suizo, Albrecht von Haller, efectuó el primer descubrimiento crucial sobre el funcionamiento del sistema nervioso. Von Haller halló que podía determinar la contracción de un músculo mucho más fácilmente cuando estimulaba el nervio, que cuando era el músculo el estimulado. Además, esta contracción era involuntaria; incluso podía producirla estimulando el nervio después que el organismo hubiera muerto. Seguidamente, Von Haller señaló que los nervios conducían sensaciones. Cuando seccionaba los nervios de tejidos específicos, éstos ya no podían reaccionar. El fisiólogo llegó a la conclusión de que el cerebro recibía sensaciones a través de los nervios y luego enviaba, de nuevo a través de los nervios, mensajes que provocaban respuestas tales como la contracción muscular. Supuso que todos los nervios se unían en el centro del cerebro.

En 1811, el médico austríaco Franz Joseph Gall llamó la atención sobre la «sustancia gris» en la superficie del cerebro (que se distingue de la «sustancia blanca» en que ésta consta simplemente de las fibras que proceden de los cuerpos de las fibras nerviosas, siendo estas fibras de color blanco debido a sus vainas de naturaleza grasa). Gall sugirió que los nervios no se reunían en el centro del cerebro, como había supuesto Von Haller, sino que cada uno de ellos corría hasta una determinada región de la sustancia gris, que él consideró el área coordinadora del cerebro. Gall opinaba que diferentes zonas de la corteza cerebral tenían la misión de recibir sensaciones procedentes de distintos lugares del organismo y también de enviar mensajes a zonas especificas que provocan respuestas.

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