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Authors: Paul Auster

Tags: #Intriga, #Otros, #Drama

Invisible (2 page)

BOOK: Invisible
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Parece de fiar, contesté, pero en Norteamérica nada lo es. Ese nombre se lo dieron a mi abuelo cuando puso el pie en la isla de Ellis en mil novecientos. Por lo visto, Walshinksky era demasiado difícil para las autoridades de inmigración, así que le pusieron Walker.

Vaya país, observó Born. Funcionarios analfabetos robándole a un hombre su identidad de un simple plumazo.

Su identidad, no. Sólo su nombre. Trabajó treinta años de carnicero
kosher
en el Lower East Side.

Hubo más, mucho más después de aquello, una hora larga de charla que saltaba sin rumbo de una cuestión a otra. Vietnam y la creciente oposición a la guerra. Las diferencias entre Nueva York y París. El asesinato de Kennedy. El embargo comercial de Estados Unidos a Cuba. Temas impersonales, sí, pero Born tenía sólidas opiniones acerca de todo, a menudo estrafalarias, poco ortodoxas, y como formulaba su discurso en un tono entre desdeñoso y burlón, malicioso y condescendiente, yo no estaba muy seguro de que hablara en serio. En ciertos momentos, parecía un extremista de derechas; en otros, proponía ideas que hacían pensar en un anarquista de los que lanzan bombas. ¿Acaso intentaba provocarme, me pregunté, o era su habitual manera de proceder, su forma de divertirse un sábado por la noche? Entretanto, la inescrutable Margot se había levantado de su asiento en el radiador para pedirme un pitillo, y después se quedó de pie, interviniendo poco en la conversación, casi nada en realidad, pero observándome con atención cada vez que hablaba, los ojos fijos en mí con la impasible curiosidad de un niño. Confieso que me gustaba que me mirase, aunque aquello me ponía un tanto incómodo. Había algo vagamente erótico en su actitud, según me pareció, pero por entonces yo no tenía mucha experiencia para saber si intentaba enviarme alguna señal o me miraba simplemente por mirarme. Lo cierto era que nunca había conocido a gente como aquélla, y debido a que ambos me resultaban bastante raros, con aquel extraño apego hacia mí, cuanto más hablaba con ellos, más irreales parecían hacerse: como personajes ficticios de una historia que fuera desarrollándose en mi imaginación.

No recuerdo si estábamos bebiendo, pero si la fiesta era como todas a las que iba desde que había puesto los pies en Nueva York, debía de haber garrafas de vino tinto barato y abundante provisión de vasos de papel, lo que probablemente significa que a medida que hablábamos estábamos cada vez más borrachos. Ojalá pudiera desenterrar de la memoria más cosas de aquella conversación, pero 1967 está muy lejos, y por mucho que me esfuerce en recordar palabras, gestos y fugitivas insinuaciones de aquel encuentro inicial con Born, sólo hallo espacios en blanco. Sin embargo, algunos momentos vividos destacan entre la neblina. Born introduciendo la mano en el bolsillo interior de su chaqueta de lino, por ejemplo, y sacando la colilla de un puro, que procedió a encender con una cerilla mientras me informaba de que se trataba de un Montecristo, el mejor de todos los puros cubanos —prohibidos en Estados Unidos entonces, como lo siguen estando hoy en día—, que él había conseguido a través de un
contacto personal
en la embajada francesa en Washington. Pasó entonces a decir unas cuantas palabras elogiosas hacia Castro: que salieron de labios de la misma persona que sólo minutos antes había defendido a Johnson, McNamara y Westmoreland por su heroica labor al combatir la amenaza del comunismo en Vietnam. Recuerdo que me hizo gracia ver al desgreñado especialista en ciencias políticas sacando un puro a medio fumar y dije que me recordaba al propietario de alguna plantación de café en Sudamérica que hubiera enloquecido tras vivir demasiados años en la selva. Born se rió ante aquella observación, apresurándose a añadir que no me alejaba mucho de la verdad, porque había pasado la mayor parte de su infancia en Guatemala. Sin embargo, cuando le pedí que me contara más cosas, desechó mi petición con las palabras en otra ocasión.

Se lo contaré todo, me aseguró, pero en un ambiente más tranquilo. Toda la historia de mi increíble vida hasta el momento. Ya verá, señor Walker. Un día acabará usted escribiendo mi biografía. Se lo garantizo.

El puro de Born, entonces, y mi función como su futuro Boswell, pero también una imagen de Margot tocándome la cara con la mano derecha y musitando: Cuídate. Eso debió de ser al final, cuando estábamos a punto de irnos o ya habíamos bajado la escalera, pero no recuerdo el momento justo de marcharme ni de decirles adiós. Todo eso se ha perdido, borrado por el paso de cuarenta años. Eran dos extraños que había conocido en una bulliciosa fiesta una noche de primavera en la Nueva York de mi juventud, una ciudad que ya no existe, y nada más. Puede que me equivoque, pero estoy casi seguro de que no nos molestamos ni en darnos el número de teléfono.

Supuse que nunca volvería a verlos. Born llevaba siete meses dando clases en Columbia, y como nuestros caminos no se habían cruzado en todo ese tiempo, parecía poco probable que ahora fuese a tropezarme con él. Pero las probabilidades no cuentan cuando se pasa a la realidad, y el hecho de que parezca imposible que ocurra algo no quiere decir que no vaya a suceder. Dos días después de la fiesta, al salir de la última clase de la tarde entré en el West End Bar, a ver si por casualidad me encontraba allí con alguno de mis amigos. El West End era un tugurio oscuro y cavernoso con más de una docena de mesas y reservados, una inmensa barra ovalada en medio de la estancia principal, y una zona de autoservicio cerca de la entrada en donde se podía comer y cenar malamente: mi guarida habitual, frecuentada por universitarios, borrachos y parroquianos del barrio. Resultó que, como hacía buena tarde, con mucho sol, había poca gente a aquella hora. Mientras daba una vuelta por la barra en busca de alguna cara conocida, vi a Born en un reservado de la parte del fondo. Estaba solo, leyendo una revista alemana (
Der Spiegel
, creo) y fumando uno de sus puros cubanos, sin hacer caso del vaso de cerveza que estaba a medio consumir en la mesa, a su izquierda. Una vez más, llevaba su traje blanco —o puede que fuera otro distinto, porque la chaqueta parecía más limpia y menos arrugada que la del sábado por la noche—, pero sin la camisa blanca, que había sustituido por una prenda encarnada: un rojo fuerte y oscuro, a medio camino entre granate y teja.

Curiosamente, mi primer impulso fue dar media vuelta y salir de allí sin saludarlo. Hay mucho que explorar en esa vacilación, creo yo, pues parece sugerir que ya veía la conveniencia de mantener las distancias con Born, que comprendía que si me relacionaba con él podía tener problemas. ¿Cómo lo sabía? Había pasado poco más de una hora en su compañía, pero incluso en ese breve tiempo había percibido en él algo desagradable, vagamente repulsivo. Lo que no anulaba sus otras cualidades —encanto, inteligencia, sentido del humor—, pero bajo todo ello había algo turbio, un cinismo que me había desconcertado, dejándome con la sensación de que no era de fiar. ¿Me habría formado otra impresión de él de no haber desdeñado sus opiniones políticas? Imposible decirlo. Mi padre y yo discrepábamos en casi todas las cuestiones políticas del momento, pero eso no me impedía pensar que en el fondo era buena persona; o al menos que no era mala. Pero Born no era buen tipo. Podía ser ingenioso, excéntrico e imprevisible, pero sostener que la guerra es la expresión más pura del espíritu humano automáticamente excluye a cualquiera del ámbito de la bondad. Y si había pronunciado tales palabras en broma, con objeto de provocar a un estudiante antimilitarista para que se enfrentara a él condenando su postura, entonces es que era simplemente perverso.

Señor Walker, me saludó, alzando los ojos de la revista e invitándome con un gesto a que me sentara a su mesa, la persona que estaba buscando.

Podría haberme inventado una excusa y decirle que llegaba tarde a una cita, pero no lo hice. Esa era la incógnita de la compleja ecuación que representaba mi trato con Born. Por receloso que estuviera, me sentía también fascinado por aquella persona extraña, incomprensible, y el hecho de que pareciese sinceramente contento de haberme encontrado por casualidad avivó el fuego de mi vanidad: esa invisible marmita de engreimiento y ambición que hierve a fuego lento en cada uno de nosotros. Cualesquiera que fuesen los recelos que me suscitara, las dudas que albergara sobre su sospechoso carácter, no podía evitar el deseo de caerle bien, de que me considerase algo más que un empollón, el típico estudiante norteamericano, que viera la promesa que, según mis esperanzas, se encerraba en mi interior pero de la que yo dudaba nueve de cada diez minutos de las horas que pasaba despierto.

Una vez que me senté en el reservado, Born me miró fijamente desde el otro lado de la mesa, lanzó una densa bocanada de humo, y sonrió.

Causó usted una favorable impresión a Margot la otra noche, me anunció.

Ella también a mí, contesté.

Quizá haya observado que no habla mucho.

No se le da bien el inglés. Es difícil expresarse en un idioma con el que se tienen dificultades.

Habla francés con absoluta fluidez, pero tampoco dice muchas cosas.

Bueno, las palabras no lo son todo.

Extraña afirmación viniendo de alguien que aspira a ser escritor.

Me refiero a Margot…

Sí, a Margot. Precisamente. A eso es a lo que iba. Una mujer propensa a grandes silencios, pero que habló por los codos camino de casa cuando nos marchamos de la fiesta el sábado por la noche.

Interesante, repuse, sin saber adonde iría a parar la conversación. ¿Y qué le soltó la lengua?

Usted, amigo mío. Le ha tomado verdadera simpatía, pero también debe saber que la tiene sumamente preocupada.

¿Preocupada? ¿Por qué demonios iba a estar preocupada? Ni siquiera me conoce.

Puede que no, pero se le ha metido en la cabeza que su futuro corre peligro.

Como el de todo el mundo. Sobre todo el de los varones norteamericanos de alrededor de veinte años, como usted bien sabe. Pero a menos que me suspendan y me echen de la universidad, no pueden llamarme a filas antes de que acabe la carrera. No apostaría por ello, pero es posible que la guerra haya terminado para entonces.

No lo haga, señor Walker. Esta pequeña escaramuza va a prolongarse durante años.

Encendí un Chesterfield y asentí con la cabeza.

Por una vez estoy de acuerdo con usted.

De todos modos, Margot no se refería a Vietnam. Sí, podría usted acabar en la cárcel, o volver en un cajón dentro de dos o tres años, pero ella no pensaba en la guerra. Tiene el convencimiento de que es usted demasiado buena persona, y que precisamente por eso, el mundo acabará aplastándolo.

No sé por qué piensa eso.

Cree que necesita ayuda. Puede que Margot no posea la inteligencia más aguda del mundo occidental, pero en cuanto conoce a un chico que afirma ser poeta, la primera palabra que le viene a la cabeza es
hambre
.

Eso es absurdo. No tiene ni idea de lo que dice.

Disculpe que le contradiga, pero cuando le pregunté por sus planes en la fiesta, me dijo que no tenía ninguno. Aparte de su nebulosa aspiración de escribir poesía, desde luego. ¿Cuánto ganan los poetas, señor Walker?

La mayoría de las veces, nada. Con algo de suerte, de vez en cuando te pueden echar unas monedas. Eso me suena a hambre.

Yo no dije que pensara ganarme la vida escribiendo. Tendré que buscarme un trabajo. ¿Cómo cuál?

Es difícil decirlo. Podría trabajar en una editorial, o en una revista. Traducir libros. Escribir artículos y críticas. Algo de eso, o varias cosas de ésas a la vez. Es pronto para saberlo, y hasta que no me enfrente al mundo no vale la pena perder el sueño por ello, ¿no le parece?

Le guste o no, ya se está enfrentando al mundo, y cuanto antes aprenda a defenderse solo, mejor para usted.

¿A qué viene esa súbita preocupación? Acabamos de conocernos, ¿y por qué iba a importarle a usted lo que a mí me pase?

Porque Margot me ha pedido que lo ayude, y como rara vez me pide algo, sus deseos son órdenes para mí.

Dele las gracias, pero no hace falta que se moleste. Puedo arreglármelas solo.

Es testarudo, ¿eh?, repuso Born, dejando el puro casi consumido en el borde del cenicero e inclinándose seguidamente hacia delante hasta que su rostro estuvo sólo a unos centímetros del mío. Si yo le ofreciera un trabajo, ¿lo rechazaría?

Depende de lo que se trate.

Eso está por ver. Tengo algunas ideas, pero aún no he decidido nada. A lo mejor puede ayudarme. Me parece que no entiendo.

Mi padre murió hace diez meses, y resulta que he heredado una considerable cantidad de dinero. No lo bastante para comprar un
château
o unas líneas aéreas, pero sí lo suficiente para cambiarme un poco la vida. Podría contratarle para que escribiera mi biografía, desde luego, pero me parece que es un poco pronto para eso. Sólo tengo treinta y seis años, y me parece indecoroso hablar de la vida de un hombre antes de que cumpla los cincuenta. Entonces, ¿qué? He pensado en montar una editorial, pero no estoy seguro de que me apetezca toda esa planificación a largo plazo que entraña el asunto. Una revista, por otro lado, me parece mucho más divertido. De aparición mensual, o quizá trimestral, pero algo nuevo y atrevido, una publicación provocadora que causara controversia con cada número. ¿Qué le parece eso, señor Walker? ¿Le interesaría trabajar en una revista?

Pues claro que sí. La única cuestión es: ¿por qué yo? Vuelve usted a Francia dentro de un par de meses, así que supongo que se referirá a una revista francesa. Mi francés no es malo, pero no llega a ser lo bastante bueno para lo que usted necesita. Y además voy a la universidad aquí, en Nueva York. No puedo simplemente coger los bártulos y largarme.

¿Quién ha hablado de marcharse? ¿Quién ha dicho algo de una revista en francés? Si dispongo de buen personal norteamericano que lleve las cosas aquí, podría dejarme caer de vez en cuando para echar un ojo, pero en general permanecería al margen. No tengo ningún interés en dirigir una revista personalmente. Tengo mi propio trabajo, mi carrera, y no me quedaría tiempo para eso. Mi única responsabilidad consistiría en poner el dinero; y esperar a que luego rindiera algún beneficio.

Usted se dedica a las ciencias políticas, y yo soy estudiante de literatura. Si está pensando en crear una revista política, entonces no cuente conmigo. Estamos en lados opuestos, y si tratara de trabajar para usted, resultaría un fracaso. Pero si habla de una revista literaria, entonces sí, me interesaría mucho.

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