Invisible (5 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Intriga, #Otros, #Drama

BOOK: Invisible
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Qué decepción, anunció Born. Hasta ahora, lo había tomado por un aventurero, un renegado, un hombre que disfrutaba despreciando los convencionalismos, pero en el fondo no es usted más que otro individuo estirado, otro pazguato burgués. Qué lástima. Va pavoneándose por ahí con sus poetas provenzales y sus elevados ideales, con su cobardía de prófugo y esa ridícula corbatita suya, y se cree que es algo excepcional, cuando lo único que yo veo es un chaval consentido de clase media que vive del dinero de papá, pura pose.

Rudolf, terció Margot. Ya basta. Déjalo en paz.

Comprendo que estoy siendo un poco duro, repuso Born. Pero ahora el joven Adam y yo somos socios, y necesito saber de qué madera está hecho. ¿Puede aguantar un insulto como Dios manda, o se derrumba al menor ataque?

Ha bebido mucho, le dije yo, y por lo que puedo deducir ha tenido un mal día. Tal vez sea hora de que me vaya. Podemos proseguir la conversación cuando vuelva de Francia.

Tonterías, replicó Born, dando un puñetazo en la mesa. Todavía queda estofado. Luego está la ensalada, después viene el queso, y a continuación nos espera el postre. A Margot ya se la ha ofendido bastante por esta noche, y lo menos que podemos hacer es quedarnos aquí sentados y terminar su extraordinaria cena. Entretanto, quizá pueda usted contarnos algo sobre la ciudad de Westfield, en Nueva Jersey.

¿Westfield?, repetí, sorprendido al descubrir que Born sabía dónde me había criado. ¿Cómo ha averiguado lo de Westfield?

No ha sido difícil, aseguró. Resulta que me he enterado de muchas cosas sobre usted en estos últimos días. Su padre, por ejemplo, Joseph Walker, de cincuenta y cuatro años, más conocido como Bud, es dueño del supermercado Shop-Rite, que él dirige personalmente en la calle principal de la ciudad. Su madre, Marjorie, alias Marge, tiene cuarenta y seis y ha traído tres hijos al mundo: a su hermana, Gwyn, en noviembre del cuarenta y cinco; a usted, en marzo del cuarenta y siete; y a su hermano, Andrew, en julio de mil novecientos cincuenta. Una historia trágica. El pequeño Andy se ahogó cuando tenía siete años, y me duele pensar en lo insoportable que aquel dolor debió resultar para todos ustedes. Yo tenía una hermana que murió de cáncer más o menos a esa edad, y sé lo terrible que una muerte así es para la familia. Su padre ha afrontado el subimiento trabajando catorce horas diarias, seis días a la semana, mientras que su madre se ha vuelto retraída, combatiendo el azote de la depresión con fuertes dosis de fármacos y sesiones con un psicoterapeuta dos veces por semana. El milagro, en mi opinión, consiste en lo bien que han resistido ustedes dos frente a tal calamidad. Gwyn es una chica guapa e inteligente que estudia el último año de carrera en Vassar, y piensa empezar el doctorado en literatura inglesa aquí mismo, en Columbia, este otoño. Y usted, mi joven e intelectual amigo, mi escritor en ciernes y traductor de desconocidos poetas medievales, resulta que ha sido un destacado jugador de béisbol en el instituto, capitán suplente del equipo, nada menos. Mens sana in corpore sano. Más aún, aseguran mis mentes que es usted una persona de gran integridad moral, un ejemplo de moderación y buen juicio que, a diferencia de la mayoría de sus compañeros de clase, no se interesa por las drogas. Por el alcohol, sí, pero nada de drogas; ni siquiera la ocasional calada de marihuana. ¿Quiere decirme por qué, señor Walker? Con toda la propaganda que hoy circula por todas partes sobre las propiedades liberadoras de narcóticos y alucinógenos, ¿por qué no ha sucumbido a la tentación de buscar nuevas y estimulantes experiencias?

¿Por qué?, dije yo, aún sacudido por el impacto del asombroso discurso de Born sobre mi familia. Le diré por qué, pero primero me gustaría saber cómo se las ha arreglado para enterarse de tantas cosas en tan poco tiempo.

¿Hay algún problema? ¿Alguna inexactitud en lo que le he dicho?

No. Es sólo que estoy un poco perplejo, nada más. No puede ser poli ni agente del FBI, pero un profesor visitante de la Facultad de Relaciones Internacionales seguramente puede tener contactos con una organización de espionaje de algún tipo. ¿Es eso acaso? ¿Un espía de la CÍA?

Born soltó una carcajada al oír mi pregunta, como si fuera el chiste más gracioso del siglo. ¡La CÍA!, rugió. ¡La CÍA! ¿Por qué demonios iba un francés a trabajar para la CÍA? Disculpe que me ría, pero la idea es tan cómica que me temo que va a ser imposible pararme.

Bueno, ¿cómo lo ha conseguido, entonces?

Soy una persona concienzuda, señor Walker, no suelo actuar hasta que no sé todo lo que hay que saber, y como estoy a punto de invertir veinticinco mil dólares en alguien que es poco más que un desconocido para mí, creo que debo conocerlo lo mejor posible. Se sorprendería del instrumento tan eficaz que puede ser el teléfono.

Margot se levantó entonces y empezó a retirar la mesa con objeto de prepararla para el siguiente plato. Hice ademán de ayudarla, pero Born me contuvo con un gesto, indicándome que me quedara sentado en la silla.

Volvamos a mi pregunta, ¿quiere?, me dijo.

¿Qué pregunta?, le contesté, ya incapaz de seguir la conversación.

Por qué nada de drogas. Hasta la encantadora Margot se fuma un porro de vez en cuando, y para ser enteramente franco con usted, yo también tengo cierta afición a la hierba. Pero usted no. Tengo curiosidad por saber la razón.

Porque las drogas me dan miedo. Dos amigos míos del instituto murieron de sobredosis de heroína. Mi compañero de habitación de primero se volvió chaveta de tanta anfetamina y tuvo que dejar la universidad. Una y otra vez, he visto a la gente subirse por las paredes por un mal viaje de LSD: gritando, temblando, dispuestos a suicidarse. No quiero tener nada que ver con eso. Que el mundo entero se coloque con drogas si le parece bien, pero a mí no me interesa. Pero sí bebe.

Sí, contesté, alzando la copa y dando otro trago de vino. Con enorme placer, además, cabría añadir. Sobre todo teniendo a mano un género tan bueno como éste.

Después de eso pasamos a la ensalada, seguida por una bandeja de quesos franceses y luego por el postre que había hecho Margot aquella tarde (¿tarta de manzana, de frambuesa?), y en los siguientes treinta minutos o así el drama que había estallado durante la primera parte de la cena fue perdiendo poco a poco intensidad. Born volvía a estar amable conmigo, y aunque siguió bebiendo copa tras copa de vino, yo empezaba a tener confianza en que acabaríamos la velada sin otro arranque de insultos por parte de mi caprichoso anfitrión, ya bastante cocido. Abrió luego una botella de coñac, encendió uno de sus puros habanos, y se puso a hablar de política.

Afortunadamente, no fue tan horroroso como podía haber sido. Ya había bebido más de la cuenta cuando sirvió el coñac, y al cabo de un par de copas de aquel ardiente licor ambarino, ya no estaba en condiciones de mantener una conversación coherente. Sí, volvió a llamarme cobarde por negarme a ir a Vietnam, pero hablaba principalmente para sí mismo, perdido en un largo y sinuoso monólogo sobre toda una serie de cuestiones dispares mientras yo lo escuchaba en silencio y Margot fregaba sartenes y cazuelas en la cocina. Imposible evocar más que una mínima parte de lo que dijo, pero aún no se me han ido de la cabeza las cuestiones fundamentales, sobre todo sus recuerdos de la guerra de Argelia, en donde pasó dos años con el ejército francés interrogando a mugrientos terroristas árabes y perdiendo la poca fe que alguna vez había tenido en la idea de justicia. Pronunciamientos altisonantes, generalizaciones desbocadas, declaraciones amargas sobre la corrupción de todos los gobiernos —pasados, presentes y futuros; de izquierda, derecha y centro— y cómo nuestra presunta civilización no era más que una tenue pantalla que enmascaraba una interminable agresión de barbarie y crueldad. Los seres humanos son animales, afirmó, y los estetas melifluos como yo manifestábamos un comportamiento infantil, distrayéndonos con nimiedades filosóficas sobre arte y literatura para no enfrentarnos con la verdad primordial del mundo. El poder era la única constante, y la ley de la vida era matar o morir, dominar o caer víctima del salvajismo de los monstruos. Habló de Stalin y de los millones de víctimas mortales que se cobró el movimiento de colectivización en los años treinta. Habló de los nazis y la guerra, y luego formuló la sorprendente teoría de que la admiración hacia Estados Unidos inspiró a Hitler la utilización de la historia norteamericana como modelo para su conquista de Europa. Fíjese en los paralelismos, argumentó, y verá que no es tan inverosímil como parece: la aniquilación de los indios se convierte en el exterminio de los judíos; la expansión hacia el Oeste para explotar los recursos naturales se traduce en el avance hacia el Este con el mismo propósito; la esclavitud de los negros para procurar mano de obra barata pasa a ser el sometimiento de los eslavos para producir un resultado similar. Larga vida a Norteamérica, Adam, prosiguió, sirviendo más coñac en nuestras copas. Larga vida a la oscuridad que habita en nosotros.

Mientras le escuchaba soltar esa perorata, sentí una creciente compasión por él. Por horripilante que fuera su visión del mundo, no podía evitar sentir pena por un hombre que se había sumido en las profundidades de tal pesimismo, que tan tercamente rehuía la posibilidad de encontrar cualquier rasgo de compasión, simpatía o belleza en su prójimo. Born sólo tenía treinta y seis años, pero ya era un espíritu consumido, una persona destrozada, hecha una ruina, y me figuré que en el fondo de su ser debía de sufrir horriblemente, viviendo en un constante dolor, lacerado por las punzantes cuchillas de la desesperación, el hastío y el desprecio de sí mismo.

Margot volvió a entrar en el comedor, y cuando vio el estado en que se encontraba Born —arrastrando las palabras, los ojos inyectados en sangre, el cuerpo escorado a la izquierda como si fuera a caerse de la silla—, le puso la mano en la espalda y amablemente le dijo que había terminado la velada y que debía irse a la cama. Sorprendentemente, no protestó. Asintiendo con la cabeza y repitiendo varias veces la palabra merde en voz monótona y apenas audible, dejó que Margot lo ayudara a ponerse en pie, y un momento después ella lo sacaba de la habitación y se lo llevaba por el pasillo que conducía al fondo del apartamento. ¿Me dio las buenas noches? No me acuerdo. Me quedé en la silla durante varios minutos, esperando que Margot volviera para acompañarme a la puerta, pero al ver que no venía después de lo que me pareció un periodo de tiempo desmesurado, me levanté y me dirigí a la entrada. Entonces fue cuando la vi: saliendo de una habitación al final del pasillo. Esperé a que se acercara, y lo primero que hizo cuando estuvo frente a mí fue ponerme la mano en el antebrazo y disculparse por el comportamiento de Rudolf.

¿Siempre se pone así cuando bebe?, le pregunté.

No, casi nunca, contestó ella. Pero es que ahora está muy molesto y tiene muchas cosas en la cabeza.

Bueno, al menos no ha sido aburrido.

Te has comportado con mucha discreción.

Tú también. Y gracias por la cena. Nunca olvidaré el navarin.

Margot me dirigió una de sus tenues y fugaces sonrisas y dijo: Si quieres que vuelva a guisar para ti, házmelo saber.

Me gustaría invitarte a cenar otra vez mientras Rudolf está en París.

Me parece estupendo, le dije, consciente de que nunca encontraría el valor para llamarla, pero emocionado al mismo tiempo por la invitación.

De nuevo, otro destello de sonrisa, y luego dos besos superficiales, uno en cada mejilla. Buenas noches, Adam, me dijo. Pensaré en ti.

No sé si pensaría en mí o no, pero ahora que Born estaba fuera del país, yo no hacía más que pensar en ella, y durante los dos días siguientes apenas pude sacármela de la cabeza. Desde la primera noche en la fiesta, cuando Margot puso los ojos en mí para observarme con aquella intensidad, hasta la inquietante conversación que Born había suscitado en la cena sobre el grado de atracción que ella ejercía sobre mí, una corriente sexual había discurrido entre los dos, y el hecho de que fuera diez años mayor que yo no me impedía imaginarme en la cama con ella, querer acostarme con ella. ¿Era el ofrecimiento de prepararme otra cena una velada proposición, o se trataba de simple generosidad, un deseo de ayudar a un joven estudiante que subsistía a base de la deleznable pitanza de casas de comidas baratas y latas recalentadas de espaguetis precocinados? Era demasiado tímido para averiguarlo. Quería llamarla, pero cada vez que alargaba la mano hacia el teléfono, comprendía que era imposible. Margot vivía con Born, y aun cuando él había insistido en que no tenían perspectivas de matrimonio, ella ya estaba solicitada, y no creía tener derecho a pretenderla.

Entonces me llamó. Tres días después de la cena, a las diez de la mañana, sonó el teléfono en mi apartamento, y allí estaba ella, al otro lado de la línea, hablando en tono un tanto ofendido, decepcionada de que no me hubiera puesto en contacto, expresando a su modo contenido más emoción que en cualquier momento desde que nos conocíamos.

Lo siento, mentí, pero iba a llamarte hoy mismo. Te me has adelantado un par de horas.

Qué ocurrente, repuso, echándome la mentira en la cara. No tienes que venir si no quieres.

Pero sí que quiero, protesté, completamente en serio. De verdad.

¿Esta noche?

Esta noche sería perfecto.

No tienes que preocuparte por Rudolf, Adam. No está, y yo soy libre de hacer lo que me plazca. Todos somos libres. Nadie puede ser dueño de otra persona. ¿Lo entiendes?

Creo que sí.

¿Te gustan los peces?

¿Los peces en el agua o el pescado en el plato?

Lenguado a la plancha. Con patatas pequeñas hervidas y chous de Bruxelles de guarnición. ¿Te apetece eso, o prefieres otra cosa?

No. Ya estoy soñando con el lenguado.

Ven a las siete. Y esta vez no te molestes en traer flores. Sé que no puedes permitírtelo.

Después de que colgamos, me pasé nueve horas atormentado por las expectativas, soñando despierto en las clases de por la tarde, cavilando sobre los misterios de la atracción carnal, y tratando de entender qué tenía Margot para haberme puesto en tal estado de excitación. La primera impresión que tuve de ella no había sido especialmente favorable. Me había parecido una criatura extraña e insípida, simpática en el fondo, quizá, de aspecto interesante, pero carente de electricidad, una mujer encerrada en algún nebuloso mundo interior que le impedía establecer un verdadero compromiso con los demás, como si fuera una especie de silenciosa visitante de otro planeta. Dos días después, me había encontrado con Born en el West End, y cuando me contó su reacción a nuestro encuentro en la fiesta, mis sentimientos empezaron a cambiar. Por lo visto le caía bien y estaba preocupada por mi bienestar, y cuando te informan de que gustas a otra persona, tu respuesta instintiva es que ella te gusta a ti también. Luego vino la cena. La languidez y precisión de sus gestos mientras recortaba el ramo y lo ponía en el florero habían removido algo en mi interior, y el simple hecho de contemplar sus movimientos se convirtió de pronto en algo fascinante, hipnótico. Había en ella una profunda sensualidad, según descubrí, y la mujer insulsa, poco interesante, que parecía no albergar pensamiento alguno en la cabeza resultó ser mucho más lista de lo que había imaginado. Me había defendido frente a Born en al menos dos ocasiones durante la cena, interviniendo en el preciso momento en que las cosas amenazaban con desmandarse. Tranquila, siempre con calma, hablando en apenas un murmullo, pero produciendo cada vez con sus palabras el efecto deseado. Puesto en un aprieto por las provocativas insinuaciones de Born, convencido de que intentaba hacerme caer en la trampa de alguna manía suya de voyeur —¿verme hacer el amor con Margot?—, supuse que ella también estaba en el ajo, y por tanto me contuve y me negué a seguirle el juego. Pero ahora Born se encontraba en la otra orilla del Atlántico, y Margot seguía queriendo verme. Sólo podía ser por un motivo. Comprendía ahora que siempre había sido eso, justo desde el momento en que me había visto solo en la fiesta. Por eso se había mostrado Born tan irritado en la cena: no porque pretendiera concitar una noche de depravadas manías sexuales, sino porque estaba enfadado con Margot por decirle que se sentía atraída hacia mí.

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