Invitación a un asesinato (15 page)

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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Humor, intriga

BOOK: Invitación a un asesinato
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«Eso, como siempre, depende de con quién se compare uno —piensa ella con un suspiro entre irónico y falsamente trágico antes de añadir que ya le gustaría ver a Toñi, su dietista, en este barco de ricos y guapos. Seguro que ella (que no es precisamente un junco, dicho sea de paso) también tomaba medidas drásticas. No tendría más remedio que hacerlo, no sólo porque hay ambientes en los que una se siente, inevitablemente, como una morsa, sino porque Ágata está segura de que Olivia, con la ayuda de ese ejército de silenciosos tripulantes orientales, les tiene preparadas unas comilonas estupendas a las que será dificilísimo resistirse, maldita sea—. Porque otra cosa no será mi querida hermana, pero hay que concederle que siempre ha sido una anfitriona de primera —piensa ahora antes de decirse que precisamente ésa es la razón por la que ha traído con ella todo su muestrario de productos—milagro—. Y según reza, por ejemplo, este pesadísimo prospecto de Nongrass 321 que acabo de leer, gracias a esta pildorita, podré comer todo lo que me dé la gana con la tranquilidad de que resbalará intestino abajo sin engordarme ni un gramo.»

«Ay —añade entonces con un pequeño suspiro irónico— si una pudiera
nongrassarse
no sólo por dentro sino por fuera para que le resbalaran otras cosas en esta vida además de la comida…»

PARTE II
LOS DIEZ NEGRITOS

En medio del silencio se oyó una voz inesperada, sobrenatural:

«Señoras y caballeros. Silencio por favor.»

Todos se sobresaltaron, se observaron unos a otros y escudriñaron las paredes. ¿Quién había hablado?

La voz continuó alta y clara:

«Os acuso de los siguientes crímenes.»

AGATHA CHRISTIE

Los diez negritos

Un brebaje muy especial

—Mirad todos, esto es lo que yo llamo un
Sparkling Cyanide
—dijo Olivia Uriarte observando al trasluz su copa en la que brillaba un líquido azul intenso. Acababa de encender un cigarrillo, y dejó que el humo se enroscara en el esbelto pie de la copa, igual que un áspid—. ¿A que parece letal? Sin embargo, se trata sólo de una parte de Curaçao, tres de champagne y un suspiro de angostura. Apuesto que nunca imaginasteis que un brebaje así podía ser tan delicioso.

Pronto serían las dos de la madrugada. Las drizas tintineaban contra los mástiles y una luna menguante iluminaba en gris la bañera del barco donde se había servido la cena. Después de la comida (que, tal como había imaginado Ágata, fue deliciosa) algunos invitados expresaron su deseo de regresar al interior de barco, no sólo para combatir el relente de la noche sino también, o mejor dicho sobre todo, para contrarrestar el extraño efecto de aquel brebaje con el que Olivia se había empeñado en hacer un brindis a los postres.

(—¡Hasta el fondo y de un solo trago! ¡Venga, como los vikingos, todo de un golpe!)

—Creo que será mejor que me vaya a la cama, estos horarios españoles matan a cualquiera —dijo Cary Faithful en inglés mientras comenzaba a ponerse en pie.

Pero descubrió que la cabeza le daba tantas vueltas que no tuvo más remedio que desistir y volvió a sentarse pesadamente.

—Prohibido irse a la cama —dijo Olivia con una sonrisa—. Además, todavía falta lo mejor. ¿Estáis preparados para una gran sorpresa?

A continuación fue Ágata la que intentó levantarse.

—Ya está bien, Oli, es tardísimo y estamos todos cansados. ¿No pretenderás que juguemos ahora a uno de esos tontos pasatiempos sociales tipo descubra al asesino o el juego de la verdad, supongo? Venga, déjalo. Ya habrá tiempo mañana; yo también me voy a dormir.

Eso dijo, pero no logró moverse. Tenía los músculos rígidos.

—Carámbanos, Oli. ¿Qué demonios has puesto en este mejunje?

—Ya os lo he dicho —sonrió ella—, se trata sólo de Curaçao con Dom Pérignon, una combinación inofensiva. ¿No os sentís maravillosamente bien?

La velada había comenzado un par de horas antes y del modo más convencional. Ágata había sido la primera en subir a cubierta y a los pocos minutos hizo su aparición Sonia San Cristóbal. Aparición era, sin duda, la palabra adecuada. La modelo iba vestida con una corta túnica blanca de algodón con unos levísimos adornos color plata en los puños. Vista de frente, el aspecto no podía ser más angelical pero, de espaldas, la túnica se abría en un escote profundo que le llegaba más abajo de la cintura.

—Una noche maravillosa —dijo ella después de las presentaciones—. ¿Dónde está mi mami? ¿La has visto por aquí?

En ese momento, como si sus palabras fueran un conjuro, Ágata vio materializarse a su izquierda a madame Serpent. Y esta segunda aparición (no exactamente angélica) llevaba una túnica de una tela similar a la de Sonia que recubría su pequeño y sarmentoso cuerpo. Sólo que la suya era negra y sin escote en la espalda. «A Dios gracias —se dijo Ágata—. Parecen la noche y el día, el sol y las tinieblas. —Sonrió a continuación al comprobar que la madre le llegaba a la hija más o menos a la altura del antebrazo—. Son —concluyó Ágata— como el punto (uno bastante oscuro, por cierto) y una muy luminosa "i".»

—Usted debe de ser la hermana de Olivia ¿verdad? —inquirió la doña, y Ágata tuvo la impresión de que, al hacerle la pregunta, su interlocutora debía de estar cavilando más o menos lo mismo que ella sobre los caprichos de la genética—. ¿Son hermanas de padre
y también
de madre? —volvió a preguntar con evidente curiosidad, pero Ágata apenas tuvo tiempo de asegurarle que sí, porque en ese momento un golpe seco anunció la llegada a cubierta de un nuevo invitado.

—Santo Cristo —exclamó madame Serpent— tremendo cocacho se acaba de dar en la cabeza. ¿Está bien, ya pues?

—Sí, señora, creo que no ha sido nada —respondió el recién llegado, que no era otro que el doctor Fuguet.

Al salir a cubierta, su frente había chocado con el dintel de la puerta; un buen golpe, a juzgar por cómo había sonado aquello.

—Es lo malo de tener las piernas tan largas —dijo la doña con una sonrisa que dejó al descubierto un prodigio de remodelación dental que debía valer un Potosí—. Con esa estatura que usted tiene, apenas se pasa por las puertas, menos aún en un barco. En el mar hay que ir con cien ojos, muchacho, los golpes y los accidentes están a la orden del día, todo el mundo sabe eso.

—Joder, suegri, no sea usted mala folla —dijo una tercera figura que empezaba a emerger también del interior del barco, y Ágata pudo comprobar entonces que se trataba del novio de Sonia San Cristóbal, el tal Kardam Kovatchev, alias Churri.

A la luz de la luna y de los potentes focos que iluminaban la cubierta, Ágata tuvo oportunidad de estudiarlo con más detenimiento. A la primera impresión que había tenido al verle desde el ojo de buey de su camarote de que era corto de estatura, asiduo de algún gimnasio y posiblemente centroeuropeo, se unía ahora un dato más: una mirada entre dulce y melancólica que desentonaba manifiestamente con la frase macarra que acababa de pronunciar. A Ágata Uriarte le entretenía mucho intentar conocer a las personas por su forma de hablar y era firme creyente del «dime cómo hablas y te diré quién eres», pero en el caso de este muchacho había una clara contradicción. «Qué curioso —pensó—, lo que acaba de decirle a su "suegri" suena vulgar y malencarado, pero este chico no parece ni una cosa ni otra. Aunque… ya sé a qué puede deberse la contradicción —caviló entonces como si hubiera hecho un descubrimiento elemental—. Lo que le pasa es lo mismo que le ocurre a los muchos emigrantes que aprenden un idioma en poco tiempo y en la calle; no alcanzan a captar los matices que toda lengua tiene, por eso usan las mismas expresiones cuando hablan con una persona de edad que con un amiguete. Me pregunto qué pensará doña Cristina de que la llame mala follá y joder—suegri.

La pregunta era sólo retórica porque no había más que observar la mirada que madame Serpent acababa de dirigirle con sus ojos tipo puñales manchurios para saber cuál era la respuesta.

El desfile de invitados continuó entonces con la llegada de Cary Faithful y su novia Miranda.

Desfile, sí, porque, en opinión de Ágata, aquello empezaba a parecerse por fin, y tal como ella había imaginado antes de embarcar, a una pasarela de moda.


Hi,
Agatha —la saludó Cary con un movimiento desmayado de la mano derecha.

«Qué lata —pensó ella antes de responder con otro
Hi
tan indolente como el de su antiguo compañero de colegio—. Con Cary a bordo todos nos veremos obligados a hablar inglés, con lo pesadísimo que es eso. Pasa siempre que hay un guiri en el grupo. Como ellos no hablan idioma alguno y son la lengua dominante, al final obligan a todo el mundo a chapurrear en la suya.»

—Cary,
Darling
—le dijo entonces Ágata a su antiguo compañero de colegio (en un deliberado «macarronic»
english y
sin poder ocultar un cierto retintín)—. ¿No crees que es un
poco
absurdo lo tuyo? Por si no te has dado cuenta, es de noche cerrada.

Este último comentario venía al caso porque Cary acababa de aparecer en cubierta con gafas de sol. Él ni se molestó ni se inmutó. Siguió avanzando en dirección a una tumbona próxima con la mirada muy alta, muy perdida en el horizonte, muy a lo Stevie Wonder.

Lo único interesante de este primer intercambio de palabras fue que Miranda, que venía detrás de él con un jersey por si su chico sentía frío, le explicó a Ágata dos cosas. La primera fue que no hacía falta que le hablara en inglés. Según ella, la creciente influencia latina en Los Ángeles, y por tanto en Hollywood, hacía que muchos actores se hubieran puesto a dar clases intensivas de español, y Cary no era ninguna excepción. Lo segundo que explicó Miranda estaba relacionado con las gafas negras.

—Es por los focos que iluminan la cubierta —le excusó ella—. El pobre tiene los ojos completamente fastidiados a causa de las luces de los rodajes.

Aun así a Ágata no le llegó a convencer la explicación. Tampoco durante una muy breve charla que había mantenido con él un par de horas antes, al subir a bordo, se había quitado Cary las gafas, y en el interior del barco desde luego no había foco alguno. «Para mí que hay gente que prefiere parecer un ratón ciego antes de que les vean los ojos —se dijo, y luego rió al pensar—: Yo no sé si será porque este barco se llama cianuro espumoso o porque ésta es una reunión tan variopinta, pero lo cierto es que estoy empezando a observar y clasificar a la gente como si fuera un sabueso investigador en busca de no sé qué pistas.»

A continuación vino la cena, que transcurrió sin incidente alguno. Ágata se había tomado no una sino dos pastillas de
Nongrass,
lo que le permitió disfrutar primero de un gran aperitivo (inolvidable aquel foie caramelizado, y del caviar mejor ni hablemos, casi se lo come a cucharadas) . Vino luego un salmorejo, que era uno de sus platos favoritos, después un rodaballo en papillote delicioso con todas sus engordantes patatitas, y por fin, glorioso, dorado y
coulant,
un suflé de Baileys que derramaba calorías por todas partes. Para más deleite, resulta que Vlad Romescu eligió sentarse a su lado y, pese a que en todo momento se mostró silencioso, el par de veces que abrió la boca fue sólo para dirigirse a ella. En cuanto a la conversación general, también ésta fue agradable. Versó sobre todos los temas triviales y mundanos que cabía esperar. Sólo hubo un momento de lo que Ágata solía llamar insoportable esnobismo y fue cuando Olivia y Sonia dedicaron más de media hora a comentar las virtudes del reloj que la primera llevaba en la muñeca. Por lo visto se trataba de uno de esos carísimos artilugios de una marca que a Ágata no le sonaba lo más mínimo pero que muchos de los presentes admiraron; sobre todo al saber que sólo existía un número limitado de ellos en el mundo. «Mato por tener uno», le oyó Ágata decir a Sonia antes de desinteresarse por completo de la conversación. Y así pasó cerca de una hora acompasada por música brasilera (María Bethania y Gal Costa para ser exactos). No fue hasta después del café cuando Olivia les conminó a tomar aquel brebaje de inquietante color azul; y lo cierto es que nadie se atrevió a decir que no. Al fin y al cabo, llevaba el mismo nombre que el barco, y además, a pesar de su extraña apariencia, al probarlo descubrieron que tenía un sabor algo amargo pero no por eso menos delicioso.

A los pocos minutos comenzaron a notar su efecto. En realidad no se trataba de algo desagradable, sino, simplemente, paralizante. «Como en aquella película de Buñuel —pensó Ágata— en la que los invitados se quieren marchar de una fiesta pero por mucho que lo intentan no lo consiguen. ¿Cómo demonios se llamaba?»

Se esforzó en recordar algún otro detalle de la cinta o al menos el nombre, pero su memoria iba tan lenta como el resto de sus movimientos. Aun así y poco a poco, entre sus pensamientos logró colarse uno que le había rondado durante toda la noche sin que pudiera darle forma: la desoladora impresión que le había causado el aspecto físico de su hermana a la que hacía tiempo no veía. ¿Dónde habían ido a parar su belleza tan luminosa o el brillo de esos ojos grises que siempre reían? Olivia parecía cansada, empequeñecida, como si el tiempo hubiera comenzado a jibarizar un cuerpo y unos rasgos que antaño habían sido plenos y sobre todo mucho más armónicos. En realidad, sólo su voz parecía la de siempre y fue ésta la que de pronto, segura y muy clara, rompió el silencio que se había apoderado de todos para decir:

—Y ahora que ya por fin estáis relajados y con más de una copa en el cuerpo, escuchad bien porque llega mi sorpresa. Tú, Ágata, hablabas hace un momento del juego de la verdad, y algo similar vamos a hacer a continuación. Apuesto que nunca habéis jugado a nada parecido.

Una extraña propuesta

La música brasilera cesó de pronto y, a través de los altavoces, irrumpió una grabación metálica e impersonal en la que, sin embargo, todos identificaron la voz de Olivia Uriarte:

Supongo que no sorprenderé a nadie si confieso que esta reunión tiene otra finalidad muy distinta de la que figuraba en la invitación que os envié por correo. Si os he convidado no es para festejar mi divorcio, sino para invitaros a cometer un asesinato.

Al oír estas palabras grabadas que se abrían paso entre la difusa percepción de la realidad que permitía el alcohol que habían ingerido, todos se volvieron a mirar a su anfitriona. Ella los observaba fumando el enésimo pitillo de la noche. Luego, con una extraña sonrisa, Olivia se dedicó a vocalizar pequeños párrafos de un discurso, que fue desgranándose así:

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