Invitación a un asesinato (2 page)

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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Humor, intriga

BOOK: Invitación a un asesinato
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Ágata, sin embargo, no hizo nada de esto. Ni falta que hacía. Aquellos trazos de curvas marcadas que todo lo insinuaban, esas vocales abiertas que se unían a unas consonantes en apariencia débiles pero que un grafólogo hubiera calificado sin duda de tramposas; esas íes exhibicionistas con un circulito por punto… toda esa información sobre la personalidad del remitente estaba bien clara para quien quisiera descifrarla, sólo que nadie más que ella, Ágata, parecía haberlo logrado nunca.

«Olivia Uriarte», rezaba el remitente. ¿Desde cuándo su hermana había dejado de usar el apellido de su marido como era su exasperante costumbre? Quién sabe, hacía tanto tiempo que no tenía noticias suyas. Bueno, eso tampoco era cierto, se veían algunas Navidades y fiestas señaladas. Además, desde hacía años, Olivia solía telefonear inesperadamente desde Johannesburgo, Provenza, Zúrich, Santa Margarita o Corfú y preguntarle retóricamente qué era de su vida para después contarle la suya en una frase que lo resumía todo: «… Yo, en cambio, sensacional, ni te imaginas, tesoro, in-cre-í-ble. Por cierto, Flavio te manda muchos besos.» En realidad lo único que había cambiado en la conversación a lo largo de tantos años era el nombre de quién mandaba los besos. Primero fue Rupert, después Moshe, luego Heine, más tarde Juan Mario, últimamente Flavio… nombres sin apellido porque son de sobra conocidos; salen en las revistas económicas y en las páginas salmón de los periódicos internacionales: su hermana coleccionaba maridos como otros coleccionan ceniceros o tarjetas postales. A veces Ágata se preguntaba con cuántas iniciales entrelazadas a la suyas tendría Olivia toallas de baño, por ejemplo, o servilletas, o sábanas, o sobres de correo. Con media docena, lo menos. Sí, la vida de su hermana estaba llena de monogramas. Y es que ella tenía a gala ser muy tradicional (siempre que fuera en lo accesorio, claro).

Curiosamente, en esta ocasión, las iniciales de su último marido habían sido tachadas del sobre de correos y encima de ellas Olivia había garabateado su nombre seguido de una dirección en alguna parte de Mallorca. Pero ¿por qué le escribiría una carta? Ya nadie lo hace. «Sólo —se dijo— puede tratarse de una invitación.» Claro, eso era y ¿qué esperaba para abrirla? Tampoco podía tratarse de un misterio muy grande.

Aun así, Ágata aguardó un poco más. Siempre le había gustado jugar con su hermana al escondite. Siempre, desde el momento mismo en que ambas descubrieron dicho juego, Olivia con cinco o seis años, ella con dos menos: la hermana guapa y la hermana fea, el ángel y el conguito. Ágata recuerda lo tonta que era de niña y cómo pensaba que la belleza era algo que se adquiría cumpliendo años. «Cuando sea mayor seré guapa como mamá y cuando cumpla seis, tendré el pelo rubio y liso como el de Olivia.» «También tendré sus ojos grises», solía prometerse al descubrir las largas trenzas de su hermana, escondida tras los pliegues de las cortinas de su dormitorio o bajo una mesa camilla. Pero llegó su sexto cumpleaños y luego el séptimo y sus ojos y su pelo siguieron siendo del mismo color que antes, uno que su madre llamaba «color ratón». «Sí, mi amor, tú eres mi ratón gordito.»

«El año que viene seré guapa y
muy
delgada», se había jurado Ágata entonces y a la espera de que se produjeran ambos prodigios continuó jugando a descubrir las trenzas de Olivia entre cortinas o a provocar la expresión contrariada de sus ojos grises cuando la sorprendía escondida, por ejemplo, dentro del armario de la ropa blanca. Allí estaba su hermana tumbada de medio lado, una bella durmiente entre las sábanas buenas de mamá, esas que jamás se usaban. Entonces Olivia se erguía intentando bajar de tan estrecho escondrijo y al darse cuenta de lo difícil que era, clavaba en su hermana sus enojados ojos claros: «Venga, tonta, ya no juego más. Ayúdame, no sé cómo salir de aquí.»

La misma escena iba a repetirse muchas veces, no sólo en su infancia sino a lo largo de los próximos treinta y tantos años: Olivia muy bella, siempre tumbada, siempre en una actitud prohibida: «Venga, no juego más, ayúdame, no sé cómo salir de aquí.» Ágata sonrió. «Realmente —se dijo— la vida es muy poco imaginativa y se repite siempre. No, peor aún: se autoparodia una y otra vez.» Por eso estaba segura de que, fuera lo que fuese lo que contuviera aquel sobre que tenía en la mano, una invitación, una participación a una nueva boda, o cualquier otra cosa, querría decir exactamente eso: «Ayúdame, Ágata, no sé cómo salir de aquí.»

Por fin rasgó el sobre.

Olivia Uriarte tiene el placer de convidarle a
rezaba la parte impresa de la tarjeta y luego, a mano, sobre la línea punteada, su hermana había escrito: «Festejo mi divorcio con un grupo de grandísimos amigos (atrás te pongo la lista). El
Sparkling Cyanide
está atracado en Andratx y navegaremos por allí; Flavio me lo deja hasta finales de julio.»

Sólo faltaba añadir: «Y Flavio te manda muchos besos», pero en realidad estaba implícito en el texto. Todo lo que tenía que ver con Olivia estaba rodeado siempre de lo que ahora llaman «buena onda». Por lo que decía aquella tarjeta, su hermana acababa de poner fin a su quinto matrimonio pero, aún así, su ex le prestaba un yate para que paseara con sus amigos en plenas vacaciones de verano. Y es que otra de las grandes virtudes de Olivia era que siempre quedaba en excelentes relaciones con todo el mundo: con sus diversos ex maridos, con los amigos a los que traicionaba, incluso con las mujeres a las que les había robado un amante. Era imposible estar enfadada con ella por mucho tiempo, como imposible era no protegerla; hay gente así, a la que todos desean socorrer.

Ágata se preguntó quiénes y cuántos serían los «grandísimos amigos» a los que Olivia había invitado a tan original reunión. Según anunciaba el texto, en el reverso de la tarjeta había una lista, de modo que la volvió y comenzó a leer:

Cary Faithful.

El primero de los nombres era ya bastante revelador, «el bueno, el pequeño, el insignificante de Cary», se dijo, pero en vez de seguir leyendo el resto de la lista, decidió jugar otro rato más con Olivia al escondite, dedicándose a adivinar quiénes podían ser los demás invitados. Lo más seguro, dados los catastróficos momentos económicos que atravesaba el mundo en ese momento, era que entre ese grupo de «grandísimos amigos» hubiera uno o tal vez dos candidatos a sustituir las iniciales de Flavio en próximos manteles, sábanas, toallas y demás enseres. Sí, seguro, porque si el juego de infancia favorito de Ágata había sido el escondite, el de Olivia era (y seguía siendo) el de la oca y tiro porque me toca. Y claro que le tocaba, una y otra vez, porque ella era tan guapa, con esos ojos grises que nunca habían perdido el brillo confiado de la infancia. «Vamos —se dijo Ágata de pronto—, tampoco había que exagerar, Olivia no podía continuar siendo la maravillosa niña que había sido en tiempos, iba a cumplir 43 años el próximo septiembre. Además, le habían ocurrido cosas terribles en los últimos tiempos. Mucho peores de lo que ella misma estaba dispuesta a reconocer, sobre todo después del accidente y la muerte de sus dos hijas. Sin embargo, Olivia siempre había sido como los buenos boxeadores. No parecía encajar y menos aún acusar los golpes que recibía, para ella todo era siempre… "sensacional".»

Bueno, aunque así fuese, y aunque Ágata hacía tiempo que no la veía, lo más seguro, caviló, era que su hermana ya no fuera tan espectacularmente guapa como antes. «La vida y sus reveses dejan demasiadas cicatrices —se dijo— y la cirugía plástica reiterada más aún. ¿Por qué iba a ser Olivia una excepción?»

«Convéncete querida, las mujeres guapas
siempre
envejecen peor que las feas y no digamos las rellenitas como tú. El tiempo es el gran vengador, ya lo comprobarás.» Algo así le había dicho su
coach
(ahora los llaman
coach)
pocas semanas atrás en una de sus últimas sesiones en aquel consultorio de nombre tan esperanzador: el Mente y Cuerpo al que ella había acudido con la intención de perder seis o, mejor aún, ocho kilos. Pero Ágata no deseaba pensar ahora en
Mente y
mucho menos en
Cuerpo.
En realidad, todo lo que se decía en establecimientos de ese tipo servía de muy poco; sólo de vez en cuando alguna frase aislada como aquélla tenía la virtud de hacer diana. «Las guapas envejecen peor que las feas.» Qué cierto era aquello y qué fácil comprobarlo, no sólo en el caso de las famosas que uno ve en la tele sino también mirando simplemente alrededor. Cuando declina la juventud, de las guapas se dice con fingido, o por qué no, sentido pesar: «Ay, ¡con lo que fue Fulana!» De las feas suele comentarse: «Bueno, mira, sigue siendo la misma de siempre.»

«…Además, tú no tienes un gran problema de sobrepeso, ni mucho menos eres fea, Ágata. Son ideas tuyas debidas, con toda seguridad, a las comparaciones entre hermanas. Y es que, si entre otras personas son odiosas, entre hermanas pueden ser letales. No sabes cuántos casos como el tuyo tengo en mi fichero. Por favor, recuerda siempre esto, querida: ser bella es una actitud; tu hermana la tiene y tú no. Sentirse bella es
ser
bella. Hazme caso: no estás gorda sino hermosa y en el corazón de todos los hombres hay una gordita, te lo aseguro yo que de esto sé un rato.»

Sí, todo esto tan balsámico le había dicho aquella mujer mitad psiquiatra mitad dietista de la que ni siquiera recordaba el nombre. Sólo recordaba la pastilla que le había recetado. Milagrosa, por cierto. A saber qué ocurriría cuando pasara su beatífico influjo, pero de momento le había hecho perder tres kilos, y eso sin dejar de comer, que era lo que más le gustaba a Ágata.

Treinta y tantos años. Durante tres largas décadas, mientras su hermana cambiaba de marido y de iniciales bordadas, ella había cambiado de dietistas y de loqueros. Bueno, tampoco eso era tan malo como parecía. Para empezar, dietista y loquero son palabras feas pero muy útiles. Además, si su hermana había tenido éxito en lo sentimental, ella lo había tenido sin duda en el campo laboral. No en su ocupación conocida, digamos; ser profesora de Lengua y Literatura en un colegio concertado no es exactamente triunfar en la vida, pero Ágata tenía
otra
vida y también otra profesión. Una que había ido creciendo y prosperando entre dietista y loquero, entre sintagmas y fonemas. Y Ágata rió, pensando que era una suerte que existieran «profesiones» como la suya en las que haber tenido una infancia desgraciada o humilde (o las dos cosas a la vez, como en su caso) resultaba de lo más útil. «Que me lo digan a mí, la famosa, la muy comprensiva madame Poubelle…» «Madame Basurero», tradujo Ágata antes de volver a reír, porque ella reía siempre. Y es que también eso lo había aprendido a los cinco o seis años de edad: las niñas guapas consiguen todo lo que se proponen con unas cuantas lagrimitas, las gordas y feúchas deben recurrir a la risa: ya sea la que prodigan o la que provocan.

Se encontraba ahora de pie en el salón de su casa y miró a su alrededor. Aquel apartamento de dos habitaciones no tenía nada que ver con la casa espléndida en la que, sin duda, viviría su hermana, pero había que reconocer que también ella había logrado recorrer un largo camino desde su lejana y oscura infancia. ¿Pensaría Olivia en aquellos años de compartida y gris existencia tanto como ella? Si lo hacía, y, sobre todo, si hablaba de su infancia con sus amigos ricos de ahora, lo más probable es que la adornara considerablemente. En realidad, no le sería muy difícil hacerlo puesto que la infancia de ambas era muy adornable. Bastaba con cambiar apenas un par de detalles para convertirla, incluso, en fascinante.

Durante su adolescencia Ágata había tenido ocasión de oír muchas veces cómo su hermana hablaba a otros de su pasado común. Por eso podía imaginar muy bien lo que contaría a sus amigos ricos, a sus diversos maridos o amantes en una primera cita: «Mira,
cuore,
aquí donde me ves, yo soy una víctima de la guerra fría. Más aún, soy la espía esa de la que hablaba John Le Carré y que surgió del frío.» Ágata sonrió. Si aquél continuaba siendo el discurso de su hermana mayor, pronto iba a tener que revisarlo para no sonar antediluviana: ya casi nadie recuerda qué demonios era la guerra fría. Pero bueno, puesta al día y utilizada con habilidad (y Olivia era muy hábil) la frase seguro que continuaba suscitando cierta curiosidad: «¿Espía?», pongamos que preguntase el intrigado interlocutor, y Olivia seguramente respondería algo así: «Bueno, verás» (sonrisa deliciosa) «para ser exactos, el espía era papá, en la Rusia soviética, ¿sabes? Te hablo de un par de años antes de la Perestroika, allá por los ochenta, en "la capital de las tinieblas", que es como entonces llamábamos a Moscú. No te puedes imaginar lo
in-cre-í-ble
que fue mi infancia dividida entre los terciopelos de las embajadas y el olor a repollo de nuestra escuela Máximo Gorki. ¿Ves esta cicatriz que tengo junto a la ceja? Me la hice en clase de Guerra. Sí, tesoro, como lo oyes. En los colegios soviéticos de entonces nos enseñaban a armar y desarmar un kalashnikov. Hasta las niñas teníamos que estar preparadas para defender la Revolución »

Si la curiosidad del oyente hacía que éste preguntara si ella era rusa, Olivia seguramente abriría sus maravillosos ojos grises antes de achinarlos en señal de complicidad o de flirteo: «Soy del mismo corazón del Madrid de los Austrias. Pero he vivido en tantos lugares que me considero ciudadana del mundo. Papá estaba en el servicio diplomático ¿sabes?»

«Ciudadana del mundo» y «servicio diplomático» eran dos formas hábilmente engañosas de retratar lo que había sido su infancia. Si pasar un par de veranos junto a una tía emigrante cuyo marido regentaba una cantina militar al sur de Inglaterra la convierte a una en «ciudadana del mundo» y si vivir año y medio en un barrio obrero de Moscú donde su padre ejerció una agregaduría militar de bajo rango puntúa como «servicio diplomático», ambas cosas eran ciertas. Y es que se puede mentir mucho alejándose apenas de la verdad, eso Ágata lo sabía bien, se lo había visto hacer siempre a su hermana. A ella en cambio no le gustaba adornar el pasado. Por eso, cuando contaba su vida (a loqueros o dietistas, por ejemplo, y sólo un tonto les mentiría a unos u otros, según Ágata) solía hacerlo de forma parecida y a la vez completamente distinta.

Empezaba así: «Un eterno vivir de liliputienses en tierra de gigantes, un quiero y no puedo, ésa es la mejor manera de describir lo que fue nuestra infancia. O mejor aún, para comprender lo que intento decir basta con conocer nuestros nombres completos. Mi hermana y yo nos llamamos respectivamente María Olivia y María Ágata Sánchez Gómez-Uriarte. Pero muy pronto perdimos los María, necesarios sólo para la pila bautismal en tiempos franquistas, y más tarde desaparecieron también como por ensalmo el Sánchez y también el Gómez. Mi madre, a la que le encantaban las novelas románticas, había elegido para nosotras aquellos dos nombres poco comunes y a la vez sofisticados porque, según ella, un apelativo con sonoridad aristocrática ya predispone un poquito a serlo.

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