—Mira, mami, aquí lo pone muy claro. Olivia quiere que vayamos a su barco los tres, Churri, tú y yo. ¿No te parece guay?
Doña Cristina odia esa palabra. «Guay» engloba toda una filosofía moderna que le parece deplorable. Guay es organizar una fiesta de divorcio pagada por un ex e invitar a un grupo de personas con las que festejar un fracaso matrimonial. Guay es robarle el novio a alguien y a continuación dedicar esfuerzos para hacerse amiga de esa persona como, muy extrañamente, ha hecho Olivia con Sonia en los últimos meses. Guay es también ser tan cándida y buena como su hija y no darse cuenta de que en la vida a veces es mejor ser un poco mala o, al menos, un poco más astuta.
«Sí, hoy en día todo el mundo es guay y
supercool
y buen rollito», resume entonces para sí la doña usando palabras tan cojudas como ajenas a su vocabulario habitual, pero según ella, desde que el mundo es mundo y hasta que el Señor de los Temblores decida que deje de serlo, las pasiones humanas son las de siempre: «Mismitos perros con distintos collares, he ahí la
única
verdad», se dice. Por eso, a pesar de tanto rollo
cool
y
superguay, doña Cristina opina que, o mucho se equivoca su instinto, o en esta invitación fuera de lo común algo huele a podrido. ¿Qué será lo que se propone la tal Olivia Uriarte con su convite? La doña echa ahora otro vistazo a la invitación. Lee dos veces más el texto manuscrito mientras intenta descubrir en él algo que se le escape.
Guapísima
ha escrito Olivia Uriarte con su estudiada caligrafía de niña rica.
Atrás te pongo la lista de los invitados, de todos los grandísimos amigos que vendrán a mi fiesta de divorcio..
. Doña Cristina vuelve entonces la tarjeta. Lee primero el nombre de Ágata Uriarte y luego el de Cary Faithful acompañado de una tal Miranda. A juzgar por el apellido, Ágata debe ser familia de Olivia, eso está claro y, en cuanto a Cary Faithful ¿será
el
Cary Faithful que se imagina? ¿El de las películas? Ojalá. Con lo que a ella le gusta el cine tendrá al menos esa minúscula alegría, aunque, en su opinión, los actores de ahora no son ni sombra de los de antes, adonde va a parar. Por su parte, el nombre que cierra la lista, el del doctor Pedro Fuguet, le resulta del todo desconocido, de modo que vuelve a girar la tarjeta.
…un grupo de grandísimos amigos…
¿Qué pinta ella, Cristobalina o Ana Christie o incluso la más que respetable doña Cristina entre aquel «grupo»? ¿No es acaso extraño que la incluya en la invitación?
En su vida doña Cristina ha visto muchas cosas raras y sabe que ante ellas existen dos actitudes posibles: una es plantarles cara; la otra, esquivarlas, y ésta es la actitud que suele preferir la mayoría de la gente. Sin embargo, ella no sería esa particular santísima trinidad que es si hubiera evitado situaciones extrañas en el pasado, y no va a empezar a hacerlo ahora.
—Sí, princesita —le dice a su hija— contesta a esa amiga tuya que iremos encantadas.
Encantados
—corrige rápidamente recordando con desagrado que la invitación incluye también al perro
Pisco.
Luego, y por una inevitable asociación de ideas, Cristobalina dedica un fugaz recuerdo a aquel perro pulguiento, a su viejo amigo, consuelo en tantas noches. ¿No será mejor —piensa— dejar a un lado todo reparo y aceptar que la niña sea feliz con quien elija, sea quien sea? Pero en seguida tanto Ana Christie como doña Cristina neutralizan tan incómodo pensamiento. Cojudeces, claro que
no
es mejor. Además, quién sabe, tal vez quien esté detrás de esta invitación tan rara sea el mismísimo Señor de los Temblores. ¿Por qué no? Quizá todo esto haya sido planeado por él para que la niña conozca por fin a alguien que le haga olvidar a Churri (la esperanza es lo último que se pierde). Y si no es así, a lo mejor la razón es otra. Como por ejemplo, permitir que ella, Cristobalina Sosa, encuentre el modo de darle a Olivia su merecido por interferir en los designios de alguien como servidora, que siempre ha conseguido cincelar su destino y el de su hija como si fuera un bajorrelieve mochica y sin reparar en obstáculos.
«"La venganza es mía", eso dice el dios de la Biblia, el justiciero Yavé —recuerda ahora la doña—. Sin embargo, es necesario recordar siempre que para que Papalindo haga sus milagritos allá arriba, alguien acá abajo tiene que poner los panes y los peces. ¿Verdad que sí, Taita-Dios?»
—¿Quieres mi hijita que te prepare un baño calentito en la tina, con sus aceites y perfumes? —le dice a continuación la madre mientras se acerca a darle el beso en la frente que todas las mañanas marca el comienzo del día para ambas—. ¿Un bañito ni muy frío ni muy caliente y con dos pastillitas de aroma de ámbar con magnolia? ¿O te gusta más de ámbar con azahar? ¿Azahar prefieres? Claro que sí, preciosura, el azar es algo muy importante en la vida de las personas, si lo sabré yo. Ahora dale otro beso a tu mamá. Ella se va a ocupar de todo lo relacionado con este viaje. Como siempre, mi princesita.
Dos años. Ese era el tiempo que Pedro Fuguet llevaba sin noticias de Olivia Uriarte: veinticuatro largos meses, ciento seis semanas, setecientos treinta interminables días con sus noches en las que su vida había sido plácida pero también plana como los son aquellas que carecen del divino (otros opinan que el maldito) desasosiego de una pasión. Y durante todo este tiempo Pedro Fuguet había logrado adaptarse bien a las ventajas de una vida sin sobresaltos, en la que el timbrazo del teléfono no provocaba en su cerebro una corriente eléctrica tanto de alegría como de temor y en la que los sobres de correo no eran sospechosos de contener nada más inconveniente que una multa de tráfico.
«Dios mío —pensó mientras extraía aquella carta del buzón—. Es de ella», y acto seguido, al notar el temblor de su mano izquierda, se maravilló de cuánto se equivoca el bolero cuando dice que la distancia es el olvido. De lo mucho que mienten también los libros de autoayuda, esos que sostienen que hay cura para el mal de amores. Y de cómo se columpian por fin todos los tratados de antropología moderna que aseguran que el enamoramiento no es más que un cóctel de endorfinas con dopamina o serotonina y que dura exactamente treinta meses.
A diferencia del resto de las personas que hasta ahora habían recibido la invitación de Olivia Uriarte para embarcar en el
Sparkling Cyanide,
Pedro Fuguet no retrasó ni un instante el momento de rasgar el sobre. ¿De qué le serviría hacerlo? Sabía que fuera cual fuese el contenido, no tendría más remedio que obedecer sus mandatos.
Una vez leída la tarjeta, apenas le sorprendió el hecho de que su antigua amiga celebrara de modo tan poco usual su nuevo divorcio, uno más. Tampoco prestó demasiada atención a la lista de invitados que, dicho sea de paso, le resultaban todos desconocidos. En cambio, lo que sí llamó su atención fue la firma de Olivia. Y es que él conocía cada trazo de aquella rúbrica, la había visto muchas veces en cheques, en papeles oficiales, en los documentos que ambos habían falsificado juntos. «El crimen une tanto», eso le había dicho ella más de una vez, mientras le regalaba una de esas maravillosas sonrisas suyas que tenían la virtud de derretir icebergs y también conciencias. «Aquellos que delinquen unidos permanecen unidos», había dicho, y sin duda, así habría sido, ligados para siempre por tan corredizo nudo si él no hubiese logrado juntar coraje y cortar.
Y es que, desde el comienzo de su relación varios años atrás, ella tenía por costumbre aparecer y desaparecer de la vida de Fuguet a su antojo, hasta que un día él logró no verla más. Se había dejado jirones de piel y también de alma al hacerlo, pero lo había conseguido. O al menos eso creía hasta que recibió aquella carta. Pedro Fuguet podría haber cavilado a continuación qué nuevos sufrimientos y peligros se anunciaban con la llegada de la invitación de Olivia. Podría haber reflexionado también sobre lo que era ahora su vida en comparación con lo que fue años atrás cuando Olivia reinaba en ella, pero en lo único que atinó a pensar fue en la firma que tenía delante y lo que ésta delataba. El no era grafólogo ni mucho menos adivino pero algo en esos trazos inciertos y en la vacilante forma de la «O» mayúscula, que dejaban traslucir un cierto temblor, lo convencieron de que no había duda: «Dios mío —se dijo—, algo muy serio le sucede y necesitará mi ayuda. ¿Qué voy a hacer entonces?»
Era sábado. En la vida sin contratiempos que de dos años a esta parte se había forjado con tanto esfuerzo, los sábados de Pedro Fuguet estaban dedicados a la jardinería, y allí se encontraba él ahora, en el patio, podando su único rosal. Vivía en una pequeña y vieja casa de ferroviario, cerca de la estación de un pueblo cercano a Madrid, una que él mismo había ido reformando poco a poco y de la que se sentía orgulloso. Se trataba de un edificio de posguerra construido con materiales de entonces, de baja calidad: ciento quince metros cuadrados repartidos en tres minúsculas plantas. «Una torrecita alta y estrecha como en la que vivía encerrada Rapunzel», eso había dicho Olivia cuando Fuguet la llevó a conocer el edificio antes de la reforma, casi cuatro años atrás. «¿Que quién es Rapunzel, dices? Tesoro, hasta los niños lo saben. Es esa doncella de larguísimos cabellos rubios de la que hablan los hermanos Grimm y que vivía prisionera de una bruja en una alta y estrecha torrecita sin puerta y con un solo ventanuco allá arriba. "¡Rapunzel, Rapunzel, tira tus trenzas de oro!", gritaba desde abajo la hechicera cuando le llevaba de comer, y entonces la doncella no tenía más remedio que dejar caer sus largas trenzas para que la malvada trepara por ellas. Hasta que un día llegó un príncipe…»
Aquí acababa Olivia su relato con una gran carcajada, no sin antes explicar que —a pesar de su casi metro noventa de estatura— él era Rapunzel, el de las trenzas de oro encerrado en su torrecita; ella, la mala hechicera que lo iba a visitar siempre que le daba la gana, y que príncipe no había ni se le esperaba.
Pedro Fuguet nunca había leído a los hermanos Grimm. Sus lecturas infantiles iban más por Julio Verne y el Capitán Trueno, pero años más tarde, cuando ya Olivia había desaparecido de su vida, consultando internet logró comprobar que su historia con Olivia Uriarte guardaba muchas similitudes con la de Rapunzel. Y es que aquella casa suya tan alta y estrecha había sido punto de encuentro siempre que ella necesitaba algo y él, muchas veces a su pesar, la dejaba entrar y disponer a su antojo… pero en fin, qué más daba todo eso ahora, para bien (y para mal), las visitas de Olivia eran cosa del pasado.
En los años que habían transcurrido desde la despedida definitiva, Fuguet había logrado erradicar por fin de su casita de ferroviario todos los recuerdos de Olivia. A Dios gracias, porque, según él, casi lo más doloroso de los amores fracasados es la captura y exterminación de todo lo que recuerde a aquella persona, tantos minúsculos y terribles fantasmas. Afortunadamente, en su caso la «limpieza» no entrañó la eliminación de fotos, libros, ni mucho menos (y gracias al cielo) otros efectos personales como ropa o lencería íntima. Ya fuera por suerte o por desgracia, Olivia nunca había pasado allí más que unas horas, lo que libraba a Fuguet de eso que Joaquín Sabina certeramente llama «la maldición del cajón sin su ropa». Pero los amores desdichados dejan su rastro por todas partes, opinaba él, incluso donde no han reinado nunca. Por eso a Fuguet le había llevado años eliminar de su vida otros espectros que se manifiestan de muy diversa manera. Aquellos, por ejemplo, que asaltan la primera vez que se hace algo sin la persona amada, ya sea pasear por cierta calle, oír determinada música, o degustar su plato preferido. Sí, según Fuguet, la vida de quien se ha amputado voluntaria —o no tan voluntariamente como en su caso— un amor, está llena de dolorosos muñones, y él los conocía todos. Los conocía y los creía cicatrizados, y sin embargo, igual que dicen que aquellos que han perdido una mano o un pie sienten a veces picor en sus inexistentes extremidades, Fuguet descubrió esa mañana que también los dedos del alma dolían como si no se los hubiese cercenado varios años atrás.
Tal vez por eso ahora, en su patio y junto a su único rosal, al mirar desde la puerta de la calle su bonita casa de ferroviario, Pedro Fuguet la vio de pronto destartalada y vieja tal como era antes de la reforma, cuando Olivia llenaba su vida. E incluso le pareció oír el repiqueteo del timbre alegre e impaciente que anunciaba su llegada con un: «¿Estás ahí Fug?»
Nadie antes ni tampoco después le había llamado Fug, era un nombre absurdo, pero sonaba tan bien en sus labios. «Mira, he traído todos los papeles que necesitamos para conspirar, vamos dentro», añadía ella entonces. Y qué deliciosas eran esas tardes juntos, solos los dos, cuando Olivia reinaba en su vida y el mundo exterior dejaba de existir. De la vieja casa, sólo la planta superior estaba más o menos habitable en aquella época y allí se encerraban ellos, como Oli decía, a conspirar. ¿Y de qué tipo de maquinaciones se trataba? Pedro Fuguet prefería no pensar en eso por el momento, sino en rememorar los besos, las caricias, los deliciosos juegos de amor que Olivia le regalaba antes de entrar en materia. «Reconócelo, te vendiste a esa mujer por un mísero plato de lentejas.» Algo así le había dicho Perkanta X, una amiga que se había hecho por internet el año pasado, y que era la primera persona a la que se había atrevido a confesar al menos en parte su vieja historia de amor. Pero ¿qué demonios podía saber Perkanta X, que vivía en Jujuy, Argentina? Desde la distancia (y la ignorancia) lo suyo con Olivia es lógico que pareciera una relación desigual: él había arriesgado, entregado y también perdido mucho, mientras que ella le había dado a cambio lo que, en palabras de Perkanta, eran sólo lentejas o peor aún, migajas de un cariño. «Pero ¿se pueden realmente considerar migajas —pensaba a menudo Fuguet— varias tardes de amor de un mendigo con una reina?»
Fuguet rememoró cómo se habían conocido. Él tenía veintisiete años, acaba de llegar de Soria y comenzaba a ejercer como ginecólogo en una pequeña clínica privada cerca del paseo de La Habana. Por eso le sorprendió tanto que una mujer como Olivia apareciera un día por su consulta; más aún, que le pidiese que fuera su médico de ahí en adelante, porque las señoras de su clase tienen siempre ginecólogos de campanillas, no jóvenes inexpertos y sin pedigrí como él. «Pero es que yo me parezco muy poco a esas cacatúas de las que hablas, ya te irás dando cuenta», le había respondido ella mientras le dedicaba la primera de sus sonrisas derrite—icebergs, y desde ese día se había colado en la vida de Fuguet, iluminándola entera. Por eso era mentira que él se vendiera por un plato de lentejas, tonta e ignorante Perkanta X. Olivia se había convertido, para empezar, en su paciente; las conspiraciones vendrían más tarde, y hasta cierto punto a él le gustaba pensar que, incluso, la primera idea de saltarse la legalidad había sido suya y no de ella.