—Venga, Cary. A ver si ponemos atención a lo que hacemos. ¿Prevenidos? Vamos en dos y medio.
Cary mira el sobre con rebordes rojos que continúa sobre la bandejita. En un par de minutos comenzarán de nuevo a rodar. Son las putas siete de la mañana y se ha tenido que levantar a las cuatro para llegar al estudio. ¿Dónde coño está el glamour del séptimo arte si puede saberse? Para colmo hace un frío de cojones y, a menos que alguien quite la jodida carta de la bandejita, volverán a rodar la escena con ella ahí y habrá que repetirla una vez más. Cary decide entonces cogerla él mismo para evitar nuevos desastres y la examina más de cerca. Es cierto, está dirigida a él, y además la letra, para su desgracia, la conoce bien, aunque hace varios años que no tenía noticias de su remitente. Titubea. No sabe qué hacer. Preferiría no haberla visto siquiera pero…
—Coño, Cary, ¿se puede saber qué haces ahí con cara de gilipollas? Métete en la cama de nuevo y empecemos. A ver, ¿dónde estábamos? Ah sí, cuando tú decías que el tren de tía Daliah llegaba a las 11.27. Prevenidos, ¡treinta segundos!
Horas más tarde, el mismo sobre gris asoma del bolsillo superior de la chaqueta de Cary aún sin abrir. No se rueda ya película alguna pero el decorado es bastante similar al anterior. Estamos ahora en una casa «al lado del zoo», eufemismo que usan los moradores de este barrio londinense para explicar dónde viven sin que suene esnob o petulante. Porque «al lado del zoo» las casas no bajan de ocho o nueve millones de libras y allí tienen su domicilio varios intelectuales y artistas. No sólo Paul McCartney, Kate Moss o Jude Law. También vive en ese barrio Cary Faithful, el soltero más codiciado del celuloide, porque tal vez esté harto de representar el papel de gilipollas de Eton y Oxford, pero desde luego le pagan muy bien por hacerlo. Además, según la revista
People,
se ha convertido de un tiempo a esta parte en el segundo hombre más sexy del planeta a pesar de —o gracias a, según se mire— «ese aire desgarbado de perrillo con ojos tristes y ese frunce de cejas mitad perplejo, mitad suplicante que tan bien combina con su flequillo de niño bueno» (todo esto
People
dixit). «Qué tiranía de profesión ésta que le obliga a uno a estar agradecido a todo aquello que más odia», se dice al cerrar tras de sí la puerta de calle. Y sin embargo, existe otra tiranía aún peor. Una que está relacionada no sólo con su profesión sino también con esa carta que lleva en el bolsillo, aunque no quiera de momento pensar en ella. Mejor será entrar primero en casa y tomar ciertas medidas precautorias antes de enfrentarse a la emergencia. En otras palabras, prepararse un baño, llamar a Miranda, su novia, beberse un whisky con un lexatin y luego telefonear a Paul, su amante, para que pase con él la noche: aunque no necesariamente en ese orden.
«Empecemos por el whisky y el baño», se dice, y dejando la chaqueta sobre una silla del vestíbulo, se dirige a la biblioteca y, más concretamente, hacia el lugar donde están las bebidas alcohólicas, en el interior de un mueble, junto a la ventana.
Si Leslie Fox, el director de su última película, estuviera rodando la presente escena, seguro que se demoraría unos segundos en mostrar al espectador el panelado de madera de la biblioteca de Cary Faithful. También las persianas venecianas. La bella encuadernación de los libros, las alfombras armenias, la colección de objetos africanos, todo ello para terminar en un plano corto, enfocando el Torres García que hay en la pared de la izquierda y el Bacon de la derecha. Pero Leslie Fox no está y a Cary le importa un carajo la decoración. De eso, como de lo demás, se ocupa Miranda, que Dios la bendiga. Y Cary avanza sin reparar tampoco en dos mesitas japonesas que hay junto a la pared de la izquierda, menos aún en las butacas que son una la
Bubble chairy
la otra la
Tomato chair,
ambas de Aarnio años sesenta y que tan bien contrastan con el resto de la decoración, mezcla ecléctica de clásico con vintage y oriental. En realidad, lo único que le interesa a Cary en estos momentos es un mueble Biedermaier que hay al fondo, y no por su aspecto exterior (que es inmejorable) sino por lo que contiene. Ya está junto a él. Ya lo ha abierto y sin más preámbulo se dispone a servirse un Cardhu triple con hielo y tres rodajitas de naranja. De naranja, sí, la ocasión merece una cierta excentricidad, y luego, tras subir una de las venecianas, bebe despacio mientras sus ojos escapan hacia el exterior, hacia la plaza que tiene enfrente, que es en forma de media luna con sus múltiples casas blancas, todas iguales, que se alinean formando una medialuna en torno al jardín central. Las mira como si fueran elementos de un acertijo: «Descubra usted las siete diferencias», pero qué difícil es encontrar siquiera la más mínima. Parecen todas pequeños merengues altos y estrechos pegados unos a otros por los flancos, cada una con sus puertas blancas y sus aldabas de bronce.
Cuentan que, a mediados de los años sesenta, en una casa muy similar a éstas, Disney rodó
Mary Poppins.
Tal vez por eso, desde que Cary se mudó aquí, más de una vez se ha encontrado en la misma situación que ahora, con la vista perdida en el exterior y dando rienda a una fantasía tan infantil como reconfortante: la de imaginar que bastaría con separar los pies en ángulo obtuso, abrir un paraguas y ¡volar! Sí, por qué no, sería perfecto poder elevarse más allá de su carísima casa de diez millones de libras, por encima de este barrio lleno de intelectuales falsamente de izquierdas. Arriba, arriba, lejos de esa ciudad que todos consideran una de las más civilizadas del mundo y fuera por fin, muy lejos de este planeta absurdo en el que términos como tolerancia, libertad, comprensión o diversidad no son más que palabras gastadas, tan huecas y manidas que han perdido todo significado. Elevarse, sí, y desaparecer como un globo de helio allá por la estratosfera y que les den por culo a todos.
—Coño, joder —dice en voz alta.
Cuando está a solas, Cary intenta no hablar tan mal como lo hace en su vida profesional pero joder, puta y coño, esta vez resulta muy difícil: ¿qué va a pasar ahora?
Para continuar con las cuatro cosas que se ha propuesto hacer antes de abrir la carta que lleva en el bolsillo, ahora debería subir a la planta superior de su bonita casa—merengue, dejar correr el agua de la bañera mientras se toma un segundo Cardhu con un lexatín y a continuación llamar a Miranda. No, lo del lexatín y el whisky está bien pero luego, mejor telefonear a Paul. No, a Miranda… No, no, definitivamente lo mejor será que decidan por él san Cardhu y Nuestra Señora del Lexatín una vez que esté metido en el agua.
Cary se dispone a subir la escalera. Si el bueno de Leslie Fox estuviera por aquí filmando esta escena, sin duda elegiría a continuación realizar un rápido contrapicado de los peldaños y luego un barrido lateral. Así el espectador tendría la oportunidad de ver cómo las paredes del hueco de la escalera están recubiertas de diversos diplomas y menciones especiales de tal o cual festival cinematográfico. También hay allí varias fotos enmarcadas en las que puede verse al dueño de casa junto a diversos amigos: Cary jugando a los bolos con Madonna y al criquet con el príncipe Guillermo. Aquí hay un diploma que lo acredita como el mejor actor del festival de Toronto en 2005, allá otro de un Globo de Oro del 2001, acullá la foto de una farra con Martin Scorsese, ambos fumando grandes Cohibas. Fotos y diplomas interesantes no sólo por los personajes que retratan sino por cómo describen la vida de Cary Faithful. Sin embargo, para describir verdaderamente su vida, antes de que él termine de subir la escalera, Leslie Fox debería cerrar plano sobre una foto en particular. Una menos glamourosa que el resto pero más reveladora que todas juntas. Aquella en la que aparece Cary flanqueado por un muchacho a su izquierda y por una chica a su derecha. Ella aparenta treinta y muy pocos y, aunque la foto no es del todo nítida, puede apreciarse que posee una de esas cabelleras extraordinarias, rojizas y rizadas, que la convertirían en perfecta modelo de un pintor prerrafaelista. Pero aún hay más datos destacables, como una sonrisa bondadosa que desentona con unos rasgos demasiado angulosos entre los que reinan al fin unos asombrados ojos verdes. Y si esto fuera una película y no la vida real, al pasar por delante de dicha fotografía Cary debería detenerse al menos unos segundos para dirigir a la muchacha un pequeño hiato o gesto de cariño cansado. «Miranda», tendría que decir idealmente y luego continuar su camino evitando de forma deliberada detenerse en el rostro del personaje que aparece a su izquierda en la instantánea y que es, en principio, mucho menos notable que Miranda. Nada extraordinario, realmente. Un muchacho recio de aspecto sanote de apenas unos dieciséis o diecisiete años, con un solo rasgo destacable: unos ojos negros y profundos que parecen reírse del mundo. Y es conveniente que la cámara ofrezca sólo un cicatero y muy fugaz atisbo del chico para que el espectador quede cavilando y con deseos de saber más sobre aquellos ojos burlones. De este modo, los espectadores más avisados podrían lucirse ante sus compañeros de butaca. «Mira qué chico tan joven» (codazo cómplice al vecino), «seguro que es el tal Paul del que antes han hablado. Quédate con su cara, seguro que aquí hay tomate». Y luego, satisfechos, ya podrían volver todos con ahínco a las palomitas y a la coca—cola light.
Dos sorbos más de Cardhu y Cary está ya en el piso de arriba. El whisky empieza a hacer su previsible labor beatífica dentro de su cabeza. Tanto, que por un momento piensa que no va a necesitar recurrir, por esta vez, al lexatín. «Un baño y un poco más de whisky serán suficientes para tranquilizarme», se dice mientras abre al máximo los grifos de la bañera. Empieza a desnudarse. Lo hace pausadamente, imitando, sin darse cuenta, el modo sexy en que lo hizo en su última película llamada
Petticoat Lane,
junto a Hilary Swank. Porque he aquí otra de las maldiciones de ser actor: se actúa todo el tiempo. Incluso sin público, incluso en los momentos de angustia. ¿O debería decirse
sobre todo
en los momentos de angustia? Cary Faithful se encoge de hombros, qué más da, actuar o no actuar ésa no es la cuestión ahora, y con un rápido movimiento comienza a meterse en la bañera. Ésta es alta y antigua y al elevar la pierna derecha, por un segundo sus testículos rozan el borde de la bañera, que está frío en contraste con el agua hirviendo, y la sensación dispara en su cabeza una corriente eléctrica (oh Paul, amor mío), pero es sólo un instante. En seguida se hunde en el líquido sedante, amniótico, donde parece (casi) que nada malo le puede ocurrir.
Y sin embargo, el sobre gris con rebordes rojos continúa ahí. Ha quedado donde estaba antes, en el bolsillo superior de su chaqueta, que está colgada en el respaldo de la silla de modo que Cary podría alcanzarla con sólo estirar la mano. Una vez más desea pedir ayuda por teléfono, pero ¿a quién llamar primero? Da igual, Miranda o Paul, Paul o Miranda, el orden de los factores no altera el producto en este caso; cualquiera de ellos servirá para neutralizar el maléfico efecto de aquel sobre.
«Olivia Uriarte.» Por primera vez desde que recibió la carta, Cary se anima a decir el nombre de su remitente. Y pensar que hace una treintena de años ese nombre lo fue todo para él. Sí claro, y precisamente por eso se había equivocado tanto respecto de Olivia de ahí en adelante. ¿Quién dijo aquello de que el primer amor es el único verdadero y que los demás no son más que remedos, torpes tentativas de volver a sentir la maravillosa sorpresa, la divina turbación de amar por vez primera? Sin duda alguien así como Eric Segal, el olvidado autor de
Love Story,
o si no, una de esas millonarísimas autoras de novelas rosa tipo Danielle Steel. Por supuesto es falso que el primer amor sea el único verdadero pero en algo sí tiene razón esa gente: un primer amor posee la llave de algún viejo mecanismo dentro de nosotros, por eso es capaz de poner en marcha ciertos extraños resortes que hacen que bajemos la guardia ante esa persona. De este modo, al volver a verla, resulta que la consideramos de inmediato alguien cercano e incluso íntimo aunque hayan pasado más de treinta años desde que esa proximidad existiese.
Cary mira ahora su cuerpo desnudo entre dos aguas. Ese al que la revista
People
ha nombrado el segundo más sexy del planeta. Joder, si lo vieran ahora, con su sexo arrugado y minúsculo, su pecho exiguo y una barriguita feminoide… Cary desconoce el contenido de la carta de Olivia Uriarte pero sabe que nada de lo que ella hace o dice carece de un motivo específico. «Cuando vuelvas a saber de mí será por algo muy bueno… o muy malo…» Así fue como se despidió unos años atrás.
Se habían encontrado por casualidad en París, en plena calle, junto al Pont D'Alma, los dos mirando como turistas curiosos el lugar en que se estrelló el coche de Lady Di. Y después de hablar de todas las obviedades que cabía esperar «Qué terrible ¿no?… Lo tenía todo y ya ves…» «Sí, sí, hoy estamos aquí y mañana quién sabe, más vale disfrutar mientras se pueda…» Tal vez empujados por los fantasmas del
carpe diem
y también por los de su viejo amor adolescente, acabaron pasando la noche juntos. Fue en el Ritz, en la habitación de ella, y él había tenido el gatillazo más monumental de los últimos ocho siglos. Ni siquiera pudo aducir que había bebido más de la cuenta. El encuentro coincidió con una de sus periódicas épocas de «ramadán», es decir uno de los intervalos de diez o, a lo máximo, doce días que él mismo se imponía sin alcohol una vez al año; y tuvo que suceder justo entonces para dejarle sin coartada posible. Así, tras dos o tres nuevas tentativas verdaderamente patéticas («no lo entiendo, esto no me ha pasado nunca», «espera un poco a ver», etcétera), Cary dejó de intentarlo, se sentó en la cama y le contó a Olivia su vida. No, peor aún, le contó la parte de su vida que nunca le había confesado a
nadie.
Cary se pregunta si algún psiquiatra o psicólogo habrá estudiado bien lo que él llama el «vértigo del gatillazo». Porque según Cary —que antes de conocer a Paul había conocido muchas y muy diversas formas de gatillazo— existen ante el fiasco dos actitudes conocidas: el silencio sepulcral o la palabrería incontenible, el autismo absoluto o la puta hemorragia verbal. Dicho de otro modo, una vez que ha ocurrido el desastre, o bien se calla uno como un muerto y no articula palabra hasta el día siguiente, o bien habla hasta por los codos y dice un sinfín de estupideces en un vano intento de camuflar lo incamuflable. Y en el caso de su confesión a Olivia, según Cary, se habían confabulado contra él dos espectros: el antes mencionado fantasma del primer amor y el del gatillazo, funesta combinación. Por eso aquel día, Gary había empezado a hablar por esa boquita y le había contado a Olivia su más oculto secreto. Aquel que jamás había contado a persona alguna. Porque desde los lejanos tiempos en que ambos vivieran en Moscú, hacía de esto más de un cuarto de siglo, él era fiel al menos a una máxima soviéticoleninista incontestable: «Las paredes oyen y lo que realmente no quieres que se sepa no se lo digas ni a tu sombra.» De mucho le había valido aquella enseñanza que, según Cary, parece una perogrullada pero no lo es en absoluto. Porque todo el mundo piensa que hay excepciones a la regla, amigos fieles, hermanos discretos, confidentes que son una tumba; mentira, gran mentira, la única manera de mantener oculto un secreto vergonzoso es no confesarlo jamás. De ahí que Cary no había revelado a persona alguna su debilidad por los muchachos, a pesar de vivir en un ambiente liberal y supuestamente tolerante como el del cine. Porque en aquel mundo estúpido del que él querría escapar volando como Mary Poppins, todo era mentira. Mentira que no importe la inclinación sexual. Tal vez dé igual si uno es escritor, pintor, comerciante, hombre de negocios, médico, abogado, oficinista, empleado, funcionario, piloto, barrendero, o alto ejecutivo. Irrelevante también si uno es banquero, político o primer ministro, incluso, pero importa y mucho cuando se gana uno la vida en el cine haciendo papeles de galán, coño, que hasta el palabro suena decimonónico. ¿Porque dónde se ha visto que quien encarne a Rhett Butler sea gay, a James Bond invertido, o a Rocky Balboa maricón? He ahí la gran paradoja de lo que es su vida. Cary Faithful tiene una profesión que todos ven como una de las más liberales del mundo y en realidad está doblemente atrapado: atrapado en papeles gilipollas por un lado, y por otro, mintiéndole a todos sobre lo que siente y sobre lo que es. Su único consuelo es que lo mismo le ocurre a seis o siete actores de primera fila (ay, si la gente supiera) pero todos callan como putos, ¿qué van a hacer si no?