Invitación a un asesinato (5 page)

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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Humor, intriga

BOOK: Invitación a un asesinato
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Cary bebe otro trago de su Cardhu y recuerda cómo había confesado sus inclinaciones con todo lujo de detalles, nombres —y sobre todo edades— a Olivia. Ella lo observaba, primero, esbozando ese tipo de maternal sonrisa que las mujeres prodigan cuando escuchan confidencias masculinas y, poco después, como quien no quiere la cosa, comenzó a juguetear con el móvil. Desde el mismo momento en que soltó su confesión, Cary supo que había cometido un grave error. Uno sabe siempre esas cosas. Entonces no se había atrevido a preguntarle a Olivia a qué venía ese súbito interés por jugar con el teléfono en medio de una conversación. ¿Y si le había grabado mientras hablaba? Pero no, claro que no. Con toda seguridad, una mujer de mundo como Olivia jamás haría cosa semejante…

Otro sorbo de Cardhu. Cary tiene la impresión de que el whisky ejerce sobre él un efecto benéfico pero también ciclotímico porque un trago le hace sentir mejor y el siguiente lo devuelve a sus temores: un sorbo optimista y otro horripilantemente pesimista. «Bueno, toca a continuación sorbo malasombra, bebamos con cuidado.»

Entonces recuerda cómo, una vez que había metido la pata y con el secreto terror, además, de que Olivia le hubiera grabado, lo único que pudo hacer fue suplicar su silencio. «Tranquilo, tonto, no le diré a nadie que te gustan los efebos, yo soy una tumba», le había asegurado ella con la misma sonrisa maternal de antes. «Si algo odio en esta vida es a la gente que traiciona a sus amigos famosos por dinero yendo con el cuento a los periódicos.» Y luego, con una sonrisa mucho menos maternal, había añadido:
«Muy
necesitada tendría que estar para llegar a hacer algo así, descuida.» A continuación de estas palabras vino una ducha a dos (Cary se había empeñado en ello: un pequeño juego erótico en desagravio, pensó, pero no había más que ver el tamaño de su pene y la antisexy laboriosidad de Olivia con el jabón y la esponja para saber que hubiera sido mejor no intentarlo). Más tarde llegaron las despedidas:

Olivia dijo: «Ha sido un estupendo reencuentro, de veras.»

Cary dijo: «Sí, ya, cuídate.»

Olivia dijo: «Claro.»

Yal final Cary dijo: «Me gustaría tanto volverte a ver…»

¿Por qué diablos le había dicho eso? Bueno, porque sabía que Olivia estaba «felizmente casada», según le había contado ella horas antes. Sabía también que su marido tenía mucho dinero, lo que resultaba un antídoto perfecto contra la tentación de contar vergüenzas ajenas a precio de exclusiva mundial. Sin embargo, aun así, le pareció más prudente intentar seguir en contacto con Olivia por aquello de que siempre resulta más difícil traicionar a alguien con el que uno tiene relación que a un antiguo amigo al que se ha perdido la pista. «¿Lo intentamos otra vez la semana que viene en Londres?, esta vez con champagne o whisky de por medio, ¿qué te parece? Venga, Oli, por los viejos tiempos.» Pero Olivia, con otra sonrisa maternal, se había mostrado inflexible: «Lo siento, amor, no hay repetición de la jugada. Estar casada con un napolitano tiene sus servidumbres y yo sólo me permito infidelidades de una noche. Flavio es un marido maravilloso pero me arrancaría la piel a tiras —y la pensión, que sería aún más doloroso— si se entera de que estoy liada con alguien.»

Entonces fue cuando ella dijo la frase que tanto habría de preocupar a Cary de ahí en adelante: «Descuida,
cuore,
si vuelves a saber de mí, será sólo por algo muy bueno… o muy malo.»

Otro trago de Cardhu. Toca sorbo pesimista nuevamente, pero al mismo tiempo realista y práctico. «Pero vamos a ver —se dice Cary—. Lo mejor sin duda es abrir la maldita carta y salir de una vez de tanta incertidumbre. Además ¿por qué tendría que contener nada malo? El siempre tiene propensión a agobiarse y a lo mejor no es nada Más aún: ¿por qué piensa tan mal de su antigua amiga? ¿Qué sabe de ella en realidad? Nada. La conoce desde hace treinta años pero no sabe de Olivia más de lo que pudo vislumbrar en una noche de gatillazo y lo que su intuición le dicta. ¿Que es egoísta? (bueno, ¿y quién no en estos días?) ¿Que es práctica y bastante cínica? (vale, pero ¿acaso ambas cosas no pueden también ser virtudes?) ¿Que su intuición le previene a gritos de que no es persona de fiar? (cierto, pero ¿no se equivoca uno todo el tiempo con las intuiciones?). Vamos —se repite Cary Faithful—, te estás ahogando en un vaso de agua (o, lo que es más patético, en uno de malta doce años, abre esa carta de una puta vez).»

«Por algo muy bueno… o muy malo», eso había dicho Olivia. Por tanto, también podía ser por algo positivo. Más aún: lo más probable es que no fuera ni bueno ni malo sino completamente irrelevante para él. Algo relacionado, tal vez, con un dato que ella le había comentado también aquella noche. Cary recuerda entonces cómo, a cambio de sus muchas confidencias, Olivia le había hecho una a él. Su inalcanzable deseo de ser madre y sus muchas tentativas realizadas sin éxito. ¿No podía ser
ésa
la «buena» razón para ponerse en contacto con él después de estos años? ¿Que por fin había tenido un bebé y deseaba comunicárselo? La carta tenía aspecto de ser una invitación. A un bautizo, quién sabe ¿por qué no?

Un sorbo más de Cardhu y ya todos sus temores le parecen infundados. Claro, eso es. Las personas egoístas como Olivia catalogan de buenas o malas las noticias según lo sean para ellas no para los demás. «Venga, ábrelo —se dice—, no pasa nada.»

Cary rasga el sobre y por fin lee:

Olivia Uriarte tiene el placer de convidar a
—reza la parte impresa de la tarjeta y a continuación, con letras grandes y exhibicionistas, Olivia ha rellenado a mano la línea punteada con lo siguiente:
a Cary y a Miranda (…O si no, tráete a uno de los que tú ya sabes).
A continuación y con letra más pequeña pudo leer:
Festejo mi divorcio con un grupo de grandísimos amigos, Flavio me presta el
Sparkling Cyanide
hasta finales de julio y navegaremos por Baleares.

Cary lee las dos frases manuscritas por segunda vez como si fueran mensajes cifrados de los que trata de extraer la mayor información posible. La primera es decididamente inquietante: que lo invite con
Miranda.
.. O si no
con uno de los que tú ya sabes
indica dos cosas. Una, que Olivia está al corriente de su vida sentimental «oficial» con Miranda. Y dos, que no ha olvidado en absoluto lo que descubrió de él a través del vértigo del gatillazo. La segunda frase manuscrita es, en cambio, más tranquilizadora. Porque si bien anuncia su divorcio (y los divorcios suponen un cambio en la situación financiera, en el caso de mujeres como Olivia), el hecho de que el tal Flavio le preste su barco para «pasearse con amigos» indica que no hay peligro de falta de pasta. Y es que ningún marido (napolitano por más señas), razona Cary, presta un velero de lujo a su ex a menos que la separación haya sido muy, pero que muy amistosa. Tranquilidad, pues. Por lo que se ve, la línea de crédito sigue abierta. «Ya chorros —se dice entonces Cary, dejando por fin la carta de Olivia y también el vaso de Cardhu sobre el borde de la bañera—, lo que aleja todo peligro de chantaje, está claro. En cuanto a la invitación de marras, ¿por qué no aceptarla y acudir? (con Miranda, naturalmente). Seguro que a ella, que es medio escocesa pero también medio colombiana, por lo que adora el calor y languidece con las brumas de Londres, le encantará pasar unos días los dos juntos al sol. La buena de Miranda, la incondicional, la novia perfecta… y también la mujer más ciega de Occidente, que Dios la bendiga.»

«Y ahora —se dice Cary envolviéndose en un bonito albornoz color burdeos—, hagamos algo para celebrar que mi tonta intuición estaba equivocada ¿Dónde dejé el móvil? Ah, aquí está.»

—¿Sí, sííí? ¿Me oyes, Paul? Sí, amor, soy yo. Vente para aquí lo antes posible; tenemos toda la noche para nosotros dos y te necesito tanto… Pero antes… ¿Te importaría pasar por una farmacia? No, no es nada realmente, pero tráete un paquete de aspirinas, vida mía. Sí, y también, de paso, una tortilla de Alka Seltzer, no sabes qué día tan tonto he tenido.

Después de colgar, Cary vuelve a coger la invitación de Olivia, pero esta vez con una actitud mucho más despreocupada que antes. «A ver, a ver —sonríe—. Aquí dice que detrás se incluye una lista de los invitados. ¿Conoceré a alguien? Está Ágata Uriarte, naturalmente, y quién más… Sonia San Cristóbal, ¿de qué demonios me suena este nombre?»

Tercera Invitada, Sonia San Cristóbal

—Ya ves, mami —dijo Sonia San Cristóbal mirando a su madre—. Ahora, además de los bautizos, bodas y primeras comuniones se festejan los divorcios. ¿No te parece superguay? ¡Es tan bonito tener cosas que celebrar! Olivia es un encanto invitándonos a su fiesta, a pesar de los pesares. ¿A que sí?

La madre miró a Sonia y tuvo la misma sensación que tantas otras veces. Idéntica a la que experimentara la primera vez que sostuvo a su hija en brazos una mañana de hacía veintiún años. O en el primer día de colegio de la niña en el Instituto Británico de Madrid, con cinco recién cumplidos. O cuando la vio desfilar para Donna Karan en Nueva York a punto de cumplir los diecisiete. «Taita—Dios tiene un extraño sentido del humor —se había dicho en cada una de esas ocasiones—. Extrañísimo, realmente.» Y es que aquella niña linda como un sol era la respuesta a todas sus plegarias y sin embargo…

Cristobalina Sosa había llegado a España de su Cuzco natal treinta años atrás con una maleta de cartón y un escapulario del Señor de los Temblores por todo equipaje. En cuanto puso pie en Madrid y aún sin haber visto nunca
Lo que el viento se llevó
—ni tampoco ninguna otra película, dicho sea de paso— besó aquella tierra que le era extraña y, con un puñado de ella en la mano, desafió a los cielos jurando que nunca más volvería a pasar hambre. Su primer año en la capital fue un compendio de obviedades. Comenzó sirviendo en una casa cerca de la plaza Castilla, pero sólo estuvo allí el tiempo suficiente como para conocer un poco los alrededores y poder hacerse con algunas cosas indispensables: unas botas de charol negro, una mini—falda decididamente poco favorecedora para sus piernas chuecas, un perro callejero al que llamó
Pisco
y unos ahórralos que le permitieran alquilar durante quince días un cuartucho cerca del metro de Tetuán. Y aunque existen ciertas profesiones para las que resulta delicado solicitar la bendición del Señor de los Temblores, Cristobalina le recordó a éste su debilidad por la Magdalena al tiempo que le rogaba «que un día, Papá Lindo, estas manos mías luzcan anillos caros y grandes como los de las señoritas de Arequipa. Y ya que estamos metidos a plegarias, Diosito, que otro día un poco más adelante, tenga yo una niña tan relinda que no necesite anillitos ni oros para hacerse querer y respetar.»

En sociedad con su perro
Pisco,
Cristobalina hizo la calle durante siete u ocho fructíferos años. Es cierto que no era muy agraciada. Además de las piernas zambas, era petisa, tenía la piel áspera como un sapo y le faltaban dos o tres dientes, pero tenía, en cambio, unos bellos ojos y un arma infalible: el don de hacer creer a un hombre (aunque fuera durante poco tiempo, aunque fuera completamente inverosímil) que no había en el mundo nadie tan regio como él. Pronto aprendió además que los varones europeos, en especial ciertos caballeros de posibles, lejos de abominar de cholas feas como ella, deliberadamente las buscaban para satisfacer algunos deseos recónditos. Así, aprendió el significado de varias palabras desconocidas para sus oídos hasta entonces como «lluvia de oro», «beso negro», «piolita», «carrete» y otras por el estilo. Y qué importaba que aquellas palabras raras escondieran ni se imagina nadie qué chanchadas; lo importante es que pagaban el alquiler del cuartito (que fue creciendo en metros y mejorando de barrio), las botas de charol (que ya no eran de plástico sino de Moschino) y también alguna que otra joyita que demostraba a las claras que el Señor de los Temblores comprendía e incluso aprobaba su conducta tal vez porque había captado la indirecta sobre la Magdalena. Cuando tuvo por fin un capitalito aceptable y el perro
Pisco
había partido de este mundo dejándola sin un cariño verdadero, Cristobalina consideró que había llegado el momento de planear la segunda parte de sus sueños y el más difícil milagro de los dos que había solicitado hasta el momento al escapulario del Señor de los Temblores. Cristobalina sabía para entonces cómo funcionaban las cosas arriba, en el Más Allá. Si uno quiere que le hagan un milagrito acá abajo, es imprescindible poner los panes y los peces. Y en este caso nada más fácil, se dijo. Si ella deseaba tener una niña relinda, lo único que debía hacer era encontrar el papá adecuado. Pero no, no hacía falta que se alarmaran sus clientes, ella no iba a solicitarles pensión ni ayuda alguna (algo imposible de conseguir en cualquier caso en aquel entonces), lo único que pensaba tomar de sus señorías era su semen, su semillita y cuanto más bella mejor. Por eso, durante meses y como si fuera la responsable del casting en una agencia de modelos (premonitorio, esto, por cierto), Cristobalina se dedicó a calibrar las virtudes y atributos de diversos candidatos. Contaba con mucho y muy buen material, puesto que en su cartera de clientes figuraban políticos de renombre y prohombres intachablemente virtuosos más allá de las cuatro paredes de casa de Cristobalina. Había también actores de fama, grandes periodistas que eran la conciencia moral de Occidente, profesionales de todos los ramos, e incluso tres o cuatro estrictos miembros de una Santa Obra. Y ella, que no sabía de genética más que lo que le dictaba el sentido común, unido éste a la sabiduría popular de su tierra milenaria, se dijo que, más que inteligencia, lo que debía procurar añadir al bagaje de la criatura era una sobredosis de belleza y dulzura, por lo que acabó decantándose por el donante ideal: Fernandito Lugones. Como Dios y el Señor de los Temblores —a pesar de evidencias en contra— no son del todo injustos, en Fernando Lugones, hijo predilecto de un famoso notario de la capital, gran jugador de golf y consumado bailarín, la Providencia había derramado una belleza sin par pero, para equilibrar, lo dotó en cambio de un cerebro de mosquito. Sin embargo, en opinión de Cristobalina, poco importaba tal inconveniente porque, como guinda de tan bello pastel, los cielos habían derramado sobre Fernandito otro don: una extraordinaria bondad, algo que a Cristobalina le pareció una virtud sumamente deseable para su hija. «Belleza y dulzura son una combinación perfecta para triunfar y, a la vez, agradar al Santo Cristo —se dijo—. Sobre todo —concluyó— porque el otro ingrediente fundamental para tener éxito en la vida, las luces y las entendederas, ya las aporto yo.»

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